Quicaví
El cielo de Castro siempre tenía ese tono gris plomizo, pero aquella tarde, el viento trajo algo más denso, algo que erizaba la piel y hacía que los animales se agitaran. Andrés se había acostumbrado a trabajar solo entre el follaje y el silencio de la naturaleza.


Mimeógrafo #142
Marzo 2025
Quicaví
Felipe Parra Soto
(Chile)
El cielo de Castro siempre tenía ese tono gris plomizo, pero aquella tarde, el viento trajo algo más denso, algo que erizaba la piel y hacía que los animales se agitaran. Andrés se había acostumbrado a trabajar solo entre el follaje y el silencio de la naturaleza. Llevaba varios días apilando leña en un rincón del bosque para una nueva cabaña que una familia adinerada había encargado. La monotonía del trabajo pesado le permitía a su mente divagar, como en aquellas ocasiones en las que se preguntaba por las viejas leyendas que había oído desde niño, historias de brujos, encantamientos, y secretos oscuros que se susurraban entre los habitantes más antiguos de la isla.
Un día, le pidieron que cavara un pozo cerca de la cabaña en construcción. El trabajo parecía fácil, pero, a dos metros de profundidad, su pala golpeó algo sólido. Siguió cavando, intrigado, hasta que descubrió los restos de un curanto, enterrado cuidadosamente. Sin embargo, lo que encontró lo dejó perplejo: los mariscos estaban sellados, vacíos, sin carne, como si alguien hubiese consumido sus entrañas sin abrirlos. Era un hallazgo extraño, y la inquietud se instaló en su mente. ¿Quién enterraría un curanto tan profundo? ¿Y por qué lo harían de manera tan… macabra?
El viejo Jaime, un anciano del pueblo, solía contar historias sobre la brujería de Chiloé, en particular sobre los brujos que se reunían en la Cueva de Quicaví. Curioso por lo que había descubierto, Andrés decidió visitar a Jaime esa misma tarde. El anciano lo recibió con una sonrisa apagada, su rostro surcado por arrugas profundas que hablaban de años en la isla y de secretos nunca compartidos. Cuando Andrés le relató lo que había encontrado, el brillo en los ojos del anciano se tornó sombrío.
—Lo que encontraste no es cualquier curanto —dijo Jaime en voz baja, mirando a Andrés fijamente—. Es un curanto maldito. Los brujos lo usan para sellar sus hechizos. Jue… te condenaste, muchacho.
La advertencia del anciano no apagó la curiosidad de Andrés. Al contrario, solo alimentó su interés. Jaime, consciente de la fascinación del joven, accedió a contarle más sobre los rituales oscuros que los brujos realizaban, sobre cómo ellos obtenían sus poderes, pero también sobre el costo que implicaba.
—Para ser brujo, primero tienes que morir en vida. Renunciar a todo lo que eres, a tu humanidad. Solo entonces puedes caminar entre los vivos y los muertos. Pero no todos sobreviven la transformación, y algunos, los más locos, los peores, se convierten en algo más… algo inhumano.
Jaime le mostró un objeto que guardaba celosamente. Era una pequeña caja de madera oscura, adornada con símbolos que Andrés no reconoció, pero que irradiaban una energía extraña y perturbadora. El anciano le confesó que ese artefacto era clave para la transformación en brujo, algo que había arrebatado a uno de ellos muchos años atrás para evitar que el rito continuara.
—Este maldito artefacto —dijo Jaime— es lo único que impide que sigan expandiéndose. Cabeza de palo serías si intentas algo con él.
Andrés escuchó cada palabra con los ojos abiertos de par en par. Aunque temía el poder del artefacto, su curiosidad era más fuerte que el miedo.
Días después, compartió el descubrimiento con su amigo Felipe, un joven con la mente retorcida y una inclinación peligrosa hacia lo oculto. Felipe, mucho más temerario, vio en la caja una oportunidad única.
—Tenemos que robarlo —insistió Felipe, con sonrisa retorcida—. No seas manos de hacha, Andrés. Esa cosa tiene un poder que no podemos desperdiciar.
Aunque Andrés dudó, Felipe lo convenció. Una noche, aprovecharon la ausencia del anciano para irrumpir en su casa. La búsqueda fue caótica, pero finalmente dieron con la caja. Sin embargo, cuando estaban a punto de irse, Jaime regresó y los sorprendió.
—¡Pillados! —gritó el viejo, su voz resonando como un trueno en la pequeña cabaña.
En un acto impulsivo, Felipe tomó una botella vacía y la estrelló contra la cabeza del anciano. Jaime cayó al suelo, su cuerpo inerte en un charco sangriento. El silencio se apoderó del lugar. Habían cruzado una línea de la que no había retorno.
Con el artefacto en su poder, Felipe, cegado de ambición, comenzó a estudiar las instrucciones para llevar a cabo el ritual de transformación en brujo. Andrés, inicialmente fascinado, comenzó a temer por lo que habían hecho, pero era demasiado tarde para arrepentirse.
Felipe no perdió tiempo. Eligió una noche oscura y sin luna para llevar a cabo el rito. Los pasos que seguía eran precisos, pero el poder que invocaba estaba más allá de su comprensión. Conforme avanzaba, su cuerpo comenzaba a cambiar, a deformarse. Su piel se tornó pálida, sus ojos adquirieron un brillo extraño y enfermizo, y su voz, al recitar las palabras en un idioma olvidado, se volvía un susurro gutural.
Andrés, que había asistido al inicio por curiosidad, comenzó a sentir un miedo profundo al ver la transformación de su amigo. Los cambios físicos eran solo el comienzo; algo oscuro, algo inhumano, estaba tomando posesión de Felipe.
—¡Jueee! ¡Para, Felipe! ¡No sabes lo que estás haciendo! —gritó Andrés, pero su amigo ya no lo escuchaba.
El rito culminó con un llamado al aquelarre. Felipe, ahora convertido en una criatura mitad hombre, mitad bestia, utilizó la caja para invocar a los brujos de Quicaví. Los cerros alrededor de Castro comenzaron a temblar, el cielo se ennegreció, y una niebla densa cubrió el paisaje. Las sombras se alargaron, y figuras espectrales emergieron de la tierra, dirigiéndose a la Cueva de Quicaví.
Allí, en la cueva, los brujos se reunieron. Eran seres antiguos, deformados por siglos de magia oscura. Con Felipe a la cabeza, realizaron un ritual que buscaba liberar un poder ancestral, un ser primigenio que había estado sellado bajo la isla por generaciones.
Los brujos comenzaron a danzar alrededor de un fuego negro, sus cuerpos se retorcían como si estuvieran siendo consumidos por las llamas. Felipe, liderando el aquelarre, alzó el artefacto y pronunció las últimas palabras del ritual. En ese instante, el aire se volvió denso, casi imposible de respirar. La tierra tembló violentamente, como si algo inmenso y terrible estuviera despertando.
El ritual liberó una oleada de energía oscura que se extendió por toda la región. Los lagos comenzaron a hervir, las aguas se tornaron negras y burbujeantes, mientras criaturas de pesadilla emergían de las profundidades. Los bosques, antes llenos de vida, se retorcieron y deformaron, sus árboles adquiriendo formas grotescas y retorcidas. El viento soplaba con una furia descomunal, arrastrando gritos espectrales y lamentos de almas perdidas.
La realidad misma comenzó a desmoronarse. Los cielos se rasgaron como si fueran un velo, revelando un vacío oscuro y sin fin. Los habitantes de Castro y sus alrededores se vieron transformados en abominaciones. Sus cuerpos mutaron en formas monstruosas, retorcidos por la magia oscura que ahora impregnaba la región.
Andrés, horrorizado por lo que había desatado, intentó escapar de la cueva, pero la realidad a su alrededor se desmoronaba rápidamente. Su amigo Felipe, consumido por el poder y la locura, se había convertido en una abominación indescriptible. Su cuerpo era una amalgama de carne y sombras, un reflejo de su ambición desmedida.
La tierra de Los Lagos quedó aislada del mundo, envuelta en una niebla perpetua. Los supervivientes contaban historias de horrores indescriptibles, de criaturas acechando en las sombras y de un cielo que ya no era el mismo. La naturaleza se había convertido en una versión grotesca de lo que fue.
Andrés, un paria, vagaba por el paisaje desolado, perseguido por los espectros de su pasado y el eco de los gritos de Jaime. Había perdido todo: su humanidad, su futuro y la esperanza. El apocalipsis había llegado a Chiloé, y no había escapatoria.
Andrés deambuló durante días, quizás semanas, en la penumbra que envolvía la isla. El sol había desaparecido, reemplazado por un fulgor rojo en el horizonte. Cada paso lo acercaba a la locura, como si estuviera atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar. Las criaturas de los bosques ahora eran sombras distorsionadas de lo que fueron los habitantes de la región. Algunos mantenían fragmentos de su apariencia, sus rostros congelados en expresiones de terror, mientras otros se arrastraban como monstruosidades bajo la influencia del poder que Felipe y los brujos habían liberado.
El bosque de arrayanes, antes vibrante, era ahora un cementerio de árboles calcinados que parecían retorcerse. Las aguas de los lagos, antes cristalinas, se habían convertido en pozos negros de alquitrán con horrores en sus profundidades. Barcos fantasmas surcaban las olas como si buscaran escapar. La brisa marina, fresca y vivificante, ahora llevaba el hedor de la muerte.
Mientras Andrés avanzaba, comenzó a escuchar un murmullo que brotaba de la tierra misma. Era el eco del aquelarre, las voces de los brujos que continuaban su ritual, alimentando el caos en la isla. Cada paso hacia la cueva de Quicaví fragmentaba su ser, como si la oscuridad del aquelarre estuviera consumiendo su alma.
Finalmente, llegó a la entrada de la cueva. Lo que había sido una entrada estrecha, ahora era una grieta enorme que se abría hacia un abismo de oscuridad infinita. Los brujos danzaban alrededor de un fuego negro que no emitía luz, sino sombras que devoraban realidad. Felipe estaba en el centro, su cuerpo irreconocible, una amalgama de carne, hueso y niebla. No era humano; se había convertido en el receptáculo de algo antiguo, malévolo, cuya presencia corrompía todo.
—¡Felipe! —gritó Andrés con las últimas fuerzas—. ¡Detén esto, por favor!
Pero Felipe ya no lo escuchaba. Su mirada, vacía y llena de oscuridad, se clavó en Andrés antes de alzar los brazos. Los brujos entonaron un cántico, y la tierra se abrió en una grieta que se extendió hasta el horizonte. Un torrente de energía oscura emanó, extendiéndose como una plaga.
Los pueblos cercanos cayeron. Castro, Ancud, Quellón… en minutos, fueron consumidos por la oscuridad. Las casas se derrumbaron, las calles se llenaron de grietas, y la tierra se agitó como si expulsara algo. El océano se levantó en olas que arrasaron la costa.
Los volcanes despertaron con un rugido ensordecedor. La lava fluyó por sus laderas, incinerando todo. Nubes de ceniza cubrieron el cielo, envolviendo a Chiloé en una noche eterna. Las estrellas se desvanecieron detrás del velo de destrucción.
Andrés cayó de rodillas frente a la cueva, observando impotente cómo todo lo que amaba se desvanecía. Lágrimas de desesperación se deslizaron por su rostro mientras el cántico alcanzaba su clímax. En ese momento, sintió la presencia de Jaime, el anciano asesinado, como un susurro en el viento.
—Hiciste esto… y ahora pagarás el precio.
Andrés, consumido por la culpa, tomó la caja y la arrojó al fuego negro. Por un instante, el cántico se detuvo, y Felipe emitió un grito desgarrador. El fuego se apagó, y los brujos, uno por uno, se desintegraron en cenizas que el viento dispersó.
La tierra dejó de temblar. El cielo pareció aclararse, pero el daño ya estaba hecho. Los lagos seguían siendo pozos de oscuridad, los bosques, cementerios de árboles calcinados. La vida que habitó la isla ya no existía. Chiloé era un paisaje devastado, desolado.
Andrés se desplomó, sintiendo cómo la energía oscura lo consumía. Antes de cerrar los ojos, vio una figura familiar en la niebla. Era Jaime, su espíritu observándolo con tristeza.
—Te advertí —susurró—. Siempre hay un precio.
Y con esas palabras, Andrés fue arrastrado a la oscuridad, su cuerpo y alma reclamados por el poder que desató.
La isla quedó desierta, un testimonio de la ambición y estupidez humana. Aquellos que intentaron acercarse contaron historias de un lugar maldito, donde los ecos del aquelarre aún resonaban y los árboles susurraban advertencias.
Chiloé se convirtió en un páramo olvidado, un recordatorio de que hay fuerzas que no deben ser despertadas y que algunos secretos deben permanecer enterrados para siempre.
Bajo un cielo eterno de cenizas, la isla esperó, sola y silenciosa, a que alguien más intentara desenterrar el poder que destruyó todo a su paso.