Queen - Bohemian Rhapsody

Nothing really matters to me.

Queen,

Entre lo real y lo fantástico:
un viaje existencial en Bohemian Rhapsody

Sabak' Che

Nothing really matters to me.
(Queen, Bohemian Rhapsody)

Abstract

Este ensayo propone una lectura hermenéutica y filosófica de la canción Bohemian Rhapsody de Queen, recorriendo su estructura narrativa como un viaje interior del alma contemporánea. A partir de sus distintos momentos —la confesión inicial, el crimen, el juicio, la explosión emocional y la disolución final—, se analiza cómo la canción da forma a una experiencia existencial profundamente humana, marcada por la culpa, la ruptura del yo y la búsqueda de sentido en un mundo sin certezas. Integrando referencias filosóficas de pensadores como Nietzsche, Camus y Sartre, el texto muestra cómo la obra musical actúa como una confesión simbólica que trasciende el lenguaje técnico para convertirse en una expresión estética del nihilismo moderno. Lejos de ofrecer respuestas, Bohemian Rhapsody nos enfrenta a las preguntas fundamentales del ser: el dolor, la libertad, la soledad y el valor de cantar aun cuando nada parezca importar. El ensayo concluye que la canción no solo sobrevive por su complejidad musical, sino por su capacidad de resonar como una confesión eterna del alma en crisis.

La ópera del alma moderna

Bohemian Rhapsody, más que una canción, es una travesía sonora, emocional y simbólica que desafía las estructuras tradicionales del rock y la narrativa musical. Cuando Freddie Mercury la compuso, no escribió simplemente una letra; tejió un drama interior donde convergen el remordimiento, la fantasía y una desesperada búsqueda de sentido. En su aparente sinsentido lírico y en su audaz estructura fragmentada, late una voz confesional que se descompone a sí misma como en un espejo roto, tratando de comprender su reflejo.

Esta canción es una ópera en miniatura que no teme cruzar los límites entre lo trágico y lo absurdo, entre la sinceridad desnuda y el juego teatral. Desde el comienzo, el sujeto lírico nos invita a su mundo interno con una pregunta brutal y casi infantil: “¿Esto es la vida real? ¿Es solo fantasía?”. Ese inicio, que podría parecer un simple arrebato poético, nos lanza al corazón del pensamiento existencialista. Como en las obras de Camus o Sartre, el protagonista se enfrenta a la imposibilidad de distinguir entre lo que es y lo que parece ser. La vida, sugiere la voz, podría ser una ilusión... pero el dolor, la culpa y la desesperación que experimenta son profundamente reales.

El viaje que propone la canción se desarrolla como una confesión fragmentada: un crimen cometido, una súplica a la madre, un juicio en clave operística y, finalmente, un desvanecimiento del yo en la nada. En ese tránsito, la letra parece jugar con lo teatral y lo espiritual, con referencias que rozan el absurdo (“Scaramouche”, “Galileo”, “Beelzebub”), y sin embargo, la emoción permanece intacta, latiendo debajo del artificio.

Este ensayo busca recorrer ese camino narrativo tal como lo plantea la canción, sección por sección, para desentrañar no solo sus símbolos y emociones, sino también los ecos filosóficos que susurran entre sus versos. A lo largo del análisis, veremos cómo la voz de Bohemian Rhapsody encarna al ser desgarrado entre el destino y la libertad, la culpa y el deseo de redención, el sinsentido y el anhelo de comprender. Como una ópera del alma moderna, la canción se vuelve espejo de todos aquellos que, en medio del ruido del mundo, se preguntan si hay redención posible o si, al final, “nada realmente importa”.

¿Esto es la vida real? Una apertura entre el delirio y la verdad

“Is this the real life? Is this just fantasy?” Con esta pregunta comienza Bohemian Rhapsody, y en ella se condensa el desconcierto de quien ya no sabe si habita el mundo o solo un sueño. Este verso inicial no es una simple introducción lírica: es una grieta que se abre en la realidad, un llamado a la duda radical, al cuestionamiento de lo que percibimos como verdadero. La voz que interroga lo real está suspendida entre el despertar y la alucinación, como si de un personaje kafkiano se tratara, perdido entre la conciencia y el absurdo.

El narrador no afirma, pregunta. No dice “esto es fantasía”, sino que lo lanza al aire como una duda sin respuesta. En esta incertidumbre primera, podemos reconocer el eco de las inquietudes filosóficas de Descartes, cuando en su Meditación Primera se pregunta si todo cuanto ha vivido no ha sido más que un engaño de los sentidos o de un genio maligno. La canción no busca certezas, sino que nos sumerge directamente en la perplejidad. Esta es, quizás, una de sus mayores audacias: no empieza desde la confianza, sino desde el abismo.

El segundo verso refuerza esa sensación de irrealidad: “Caught in a landslide, no escape from reality.” El sujeto se siente atrapado en un deslizamiento de tierra, en un colapso imparable del suelo que lo sostenía. La imagen del deslizamiento sugiere un mundo inestable, un terreno moral, emocional o incluso ontológico que se desmorona. Y aunque dice “no hay escapatoria de la realidad”, lo hace desde un lugar donde esa realidad parece irremediablemente distorsionada. No hay escapatoria, pero tampoco hay certeza de qué es lo real.

Aquí se esboza la figura de un sujeto dividido, vulnerable ante un mundo que ya no comprende. Hay una suerte de rendición en el tono, un abandono melancólico: “Open your eyes, look up to the skies and see.” No se trata de rebelión, sino de una súplica tranquila, como quien busca señales en el cielo. El yo lírico no se dirige al mundo, sino quizás a sí mismo, en un esfuerzo por hallar sentido entre el desconcierto. Este movimiento de mirar hacia el cielo, hacia lo alto, tiene resonancias religiosas y existenciales. Pero en lugar de encontrar a Dios, encuentra el vacío, o el destino: “I’m just a poor boy, I need no sympathy.”

El protagonista se nombra a sí mismo como un “muchacho pobre”, no tanto en lo económico, sino en lo espiritual. No pide compasión, quizá porque ya no cree que alguien pueda dársela. Su existencia se reduce a una fatalidad: “Easy come, easy go, little high, little low.” El mundo es inestable, fluctuante, ajeno a cualquier lógica redentora. En ese vaivén, resuena el pensamiento de Nietzsche: la vida como un eterno retorno de lo mismo, sin dirección ni propósito trascendental, solo movimiento, solo flujo.

La frase que sigue—“Any way the wind blows, doesn’t really matter to me”—marca un punto de inflexión. Lo que antes era angustia se convierte en indiferencia. Esta resignación no es apática, sino filosófica: si el mundo es azar, si la vida es tan solo viento, ¿qué sentido tiene resistirse? El sujeto parece entrar en una forma de nihilismo sereno, como quien ha renunciado a cambiar el curso de los acontecimientos. Pero esta calma es solo aparente, pues muy pronto la canción revelará que debajo de esa resignación hay un crimen, una culpa, y un alma al borde del colapso.

Esta primera parte de Bohemian Rhapsody es, entonces, una introducción al drama interior de un ser que se encuentra fuera de lugar, desorientado ante una realidad que se le escapa. A través de una voz suave, casi celestial, se despliega una crisis existencial profunda que, sin nombrarse como tal, nos sumerge en preguntas que han atravesado la filosofía y el arte durante siglos. El yo de la canción no busca respuestas; busca sentido. Y esa búsqueda, al no resolverse, se convierte en el verdadero motor de la obra.

El crimen invisible: culpa, juicio y redención

La confesión irrumpe de pronto, como un disparo que quiebra el silencio:
“Mama, just killed a man.”
El tono intimista con el que el protagonista se dirigía al oyente se transforma ahora en súplica, en confesión desgarrada. Lo que antes era duda filosófica sobre la realidad, se convierte en certeza moral: ha cometido un crimen. Pero este asesinato no se nos presenta como una narración concreta, sino como símbolo. El acto de “haber matado a un hombre” es menos una descripción literal que una metáfora de una culpa profunda, una ruptura irreversible.

Esta parte de la canción introduce el eje ético del relato. Si hay culpa, debe haber responsabilidad. El sujeto no se esconde; le habla a su madre. Y al hacerlo, escoge la figura de la que se espera comprensión, amor incondicional, pero también juicio. En muchas tradiciones, la madre representa tanto el origen como la conciencia moral. No es casual que sea a ella a quien se dirige esta confesión: “Put a gun against his head, pulled my trigger, now he’s dead.” Cada palabra pesa, cada imagen es lapidaria. El yo lírico no evade su responsabilidad; más bien, se la clava a sí mismo como una sentencia.

Sin embargo, no hay explicación del crimen. No sabemos quién era ese hombre, ni por qué lo mató. Esa omisión es deliberada: lo que importa no es la historia, sino el estado del alma que ha cruzado una frontera. Como en las tragedias clásicas, el héroe se convierte en culpable sin que se nos explique completamente el motivo. Hay aquí un eco de la culpa trágica griega: lo importante no es tanto el acto cometido, sino la conciencia de haber roto un orden. El crimen funciona como punto de no retorno.

“Life had just begun, but now I’ve gone and thrown it all away.” En esta frase se condensa el arrepentimiento. El sujeto siente que ha interrumpido el curso natural de su vida. El crimen no solo ha matado a otro, sino que lo ha despojado a él mismo de su porvenir. Ya no es posible volver atrás. Esa visión del tiempo como algo irrecuperable recuerda la noción de irreversibilidad moral presente en el pensamiento de Hannah Arendt: hay actos cuya huella no puede borrarse, cuya sombra persiste para siempre.

Luego, el lamento se profundiza: “If I’m not back again this time tomorrow, carry on, carry on, as if nothing really matters.” Aquí el sujeto ya imagina su desaparición, su muerte o su castigo. La idea del tiempo vuelve a aparecer, pero esta vez como posibilidad truncada. Si mañana no regresa, que los otros continúen, como si nada importara. Es una frase ambigua: por un lado es la aceptación del castigo; por otro, es una despedida cargada de cinismo, como si se negara a que el mundo se detenga por él.

Sin embargo, lo más estremecedor de esta sección es que no hay redención. No se invoca el perdón, ni se espera el consuelo. El arrepentimiento no se transforma en transformación, como ocurre en los relatos religiosos o morales clásicos. Aquí el crimen no tiene reparación. Y esta falta de redención es profundamente contemporánea. En una época donde las estructuras absolutas han sido erosionadas —Dios, el destino, la justicia como algo trascendente—, el castigo no redime: solo consume.

Este pasaje de Bohemian Rhapsody nos enfrenta así al núcleo trágico del alma humana: la posibilidad de destruir y no poder reconstruir. La confesión no libera; condena. Y en su desesperación, el sujeto se desliza lentamente hacia el abismo. La filosofía existencialista ha señalado que la libertad humana, en su máxima expresión, incluye también la posibilidad de destruir lo que se ama, de romper con lo sagrado. Esa libertad sin garantías es la que enfrenta aquí el protagonista, quien ya no pide consuelo, sino que anuncia su propia disolución.

Pronto, esta confesión se transformará en delirio: voces múltiples, referencias absurdas, una escena casi operística. Pero antes de esa explosión, queda en el aire el peso de una culpa sin causa, de un crimen sin redención, y de una conciencia que se sabe a punto de ser juzgada, si no por la ley, al menos por sí misma.

Galileo, Beelzebub y los espectros interiores: la fantasía como desahogo del alma

Tras la confesión viene el estallido. La calma se rompe y se abre una secuencia que desafía toda lógica narrativa: un segmento operístico, teatral, desbordado, donde la voz del protagonista se multiplica, se enfrenta a sí misma, y desata una lucha coral entre el alma y sus fantasmas. Si hasta ahora la canción había mantenido un tono íntimo y confesional, esta parte se convierte en un teatro interior, una especie de juicio simbólico donde los personajes no son reales, sino fragmentos de la psique en conflicto.

I see a little silhouetto of a man” —la palabra silhouetto (silueta) ya nos dice mucho: no es un hombre completo, sino su sombra, su espectro. Lo que el narrador ve es un reflejo parcial de sí mismo, una presencia que anuncia el desdoblamiento. Esta figura no es más que el anuncio de una tormenta de voces que ya no le pertenecen del todo. A partir de aquí, la canción entra en un terreno de simbolismo onírico y alucinante.

Scaramouche, Scaramouche, will you do the Fandango?” Este personaje —Scaramouche— viene de la comedia del arte italiana, una figura burlona, cobarde, que sobrevive mediante el engaño. Invocarlo aquí puede entenderse como una forma de ironizar sobre la propia tragedia, de disfrazar el dolor con máscaras. El fandango, danza española rápida y vivaz, introduce un elemento rítmico, casi carnavalesco, en medio del drama. El resultado es una escena que oscila entre la parodia y el caos, como si el alma tratara de soportar el peso de la culpa recurriendo al lenguaje del absurdo.

El uso de nombres grandilocuentes como Galileo, Figaro, o Beelzebub, lejos de ser arbitrario, construye una atmósfera operática en la que la voz del protagonista se disuelve en múltiples registros. Galileo, símbolo de la ciencia y la razón; Figaro, personaje de la ópera que simboliza el ingenio, el disfraz; Beelzebub, demonio bíblico, encarnación del mal. Cada uno aparece como un eco de fuerzas en pugna: racionalidad, teatralidad, condena. Son las máscaras de un alma fragmentada.

Esta sección puede leerse como un juicio interior, una especie de tribunal psíquico donde el yo ya no domina su discurso, sino que es arrastrado por fuerzas inconscientes. “I’m just a poor boy, nobody loves me” y el coro que responde: “He’s just a poor boy from a poor family, spare him his life from this monstrosity!” Aquí, el yo se convierte en objeto de súplica y acusación al mismo tiempo. El coro es, al mismo tiempo, la voz de su entorno, su conciencia colectiva, y sus contradicciones internas.

Cuando grita: “Let me go!” y la respuesta es: “Bismillah! No, we will not let you go!”, el conflicto alcanza su clímax. Bismillah, palabra árabe que significa “En el nombre de Dios”, introduce un elemento sagrado en medio del caos, como si la lucha entre el yo y sus demonios tomara la forma de una batalla espiritual. Pero esta espiritualidad está lejos de ser redentora: es violenta, coercitiva, sin resolución clara.

La repetición frenética, los cambios de ritmo, los gritos y susurros, construyen un torbellino emocional donde el sujeto se ve atrapado. No es él quien conduce la narración, sino que es arrojado de un lado a otro, como si estuviera siendo exorcizado por su propia conciencia. En este sentido, la escena remite a los antiguos rituales de catarsis trágica, donde el exceso y el absurdo servían como vehículos para liberar el dolor contenido.

A nivel filosófico, esta secuencia puede leerse como una metáfora del alma dividida que describiera Platón en su Fedro: una lucha entre las fuerzas racionales, las pasionales y las irracionales. Pero aquí, a diferencia del modelo clásico, no hay equilibrio ni guía. No hay un auriga que conduzca el carro del alma; hay únicamente caos, voces enfrentadas, espectros que no se someten.

Finalmente, tras este torbellino, vendrá el estallido del rock. Pero esta parte, este momento operístico, marca el punto más alto de disolución del yo. El crimen, la culpa, la confesión, ya no pueden sostenerse en palabras coherentes: deben transformarse en escena, en comedia grotesca, en un teatro donde el alma se interpreta a sí misma, a la vez trágica y ridícula. El sujeto no se explica; se representa.

Nada realmente importa: nihilismo, libertad y final

Tras el caos, el abismo. El torbellino de voces, la lucha de fuerzas internas, la teatralidad delirante del juicio simbólico, todo se desvanece para dejar paso a un silencio cargado de resignación. La última parte de Bohemian Rhapsody es la más serena en su forma, pero quizá la más devastadora en su fondo. Ya no hay súplicas, ni explicaciones, ni máscaras. Solo queda el eco de una conciencia rota que ha atravesado todas las estaciones del dolor.

So you think you can stone me and spit in my eye?” y “So you think you can love me and leave me to die?” son los últimos estertores de una voz que todavía quiere reclamar algo al mundo. Hay una rabia final, un gesto de reproche, una necesidad de decir: “me dolió”. Pero es un reclamo que llega tarde. El otro —a quien se dirige esta acusación— ya no está presente, o nunca lo estuvo. Es posible que esta interpelación sea al mundo entero, a Dios, al amor, a la indiferencia del universo.

Sin embargo, tras ese grito viene la entrega total:
“Nothing really matters, anyone can see. Nothing really matters to me.”
Este verso final no es una afirmación ligera; es el corazón filosófico de la canción. Lo que en otros contextos podría sonar a indiferencia banal, aquí es el resultado de un viaje desgarrador. El sujeto ha pasado por la duda, la culpa, la fantasía, la lucha, y ha llegado al límite: al reconocimiento de que nada tiene un sentido absoluto.

Esta conclusión resuena con el nihilismo existencial, en especial el formulado por autores como Nietzsche o Camus. No se trata de un nihilismo vacío, sino de uno lúcido. No es que “nada importe” porque nada valga, sino porque ninguna estructura externa puede otorgar sentido definitivo. Todo valor debe construirse desde uno mismo, desde las ruinas de lo perdido. En este sentido, Bohemian Rhapsody no termina con un suicidio, ni con una redención, sino con la aceptación radical de lo que hay: un mundo sin garantías.

Any way the wind blows” —el último verso— actúa como una conclusión poética y filosófica. El viento, símbolo de lo invisible, de lo impredecible, de lo ajeno al control humano, representa el destino, la vida misma. El protagonista, después de luchar, confesar, delirar, ya no intenta resistirse al viento: simplemente se deja llevar. Hay en ese gesto una renuncia, pero también una forma de libertad. La libertad del que ya no necesita explicarse. La del que ha comprendido que no hay respuestas cerradas, y que tal vez no las necesita.

Este cierre evoca, de algún modo, el pensamiento de Albert Camus en El mito de Sísifo: aunque el universo sea mudo y no responda nuestras preguntas, aún podemos vivir con dignidad, asumiendo el absurdo sin desesperación. El protagonista de Bohemian Rhapsody parece asumir esa misma postura: tras haber vivido el vértigo de la conciencia, el peso de la culpa y la furia del juicio, solo queda vivir, aunque no sepamos del todo por qué.

Y así, con una frase que se pierde como el viento, la canción se cierra. No hay moraleja, no hay conclusión definitiva. Solo la huella de un alma que ha cantado su propia tragedia, que ha expuesto su herida con belleza, con teatralidad, con una honestidad brutal que no necesita disfrazarse de certeza. Bohemian Rhapsody no es una historia con final feliz; es una experiencia estética que nos enfrenta a lo que más tememos: la libertad, el error, el dolor, la ausencia de sentido… y aun así, el deseo de cantar.

La confesión eterna del alma contemporánea

Bohemian Rhapsody no es solo una canción. Es una confesión fragmentada, un rito de paso, una sinfonía interior que atraviesa las emociones humanas más profundas: la culpa, el miedo, el deseo, la rabia y, finalmente, la aceptación. Al seguir su desarrollo, uno no escucha simplemente una historia lineal, sino que se sumerge en un viaje espiritual donde el alma se expone sin armadura, enfrentada a su propio abismo.

La obra de Queen se adelanta a su tiempo al ofrecer, no un mensaje cerrado ni una doctrina, sino un espejo donde se reflejan los dilemas del ser humano moderno: la falta de certezas, la pluralidad de voces internas, la disolución del yo en medio del ruido del mundo. En lugar de proclamar una verdad, nos muestra el vértigo de no tenerla. Y en esa renuncia, en ese desgarramiento expresado con belleza, reside su poder.

A través de una estructura sin precedentes en el rock —mezcla de balada, ópera y explosión eléctrica—, Freddie Mercury no solo compone, sino que encarna una voz que ya no busca convencernos de nada, sino confesarse ante todos sin pedir perdón. Es la voz de alguien que ha amado, que ha caído, que ha delinquido, que ha soñado con redención, y que ha comprendido al final que todo eso no necesita una explicación. Su humanidad está en esa exposición desgarrada, en la forma en que se deja ver por completo, como si supiera que, más allá del juicio o la compasión, su única verdad está en el canto.

Desde una perspectiva filosófica, la canción encarna el drama del sujeto contemporáneo: abandonado por las grandes narrativas, desgarrado por la multiplicidad de sentidos, pero aún así impulsado a hablar, a cantar, a dar forma a su experiencia. Así como en las tragedias griegas el héroe caía para revelarnos algo esencial de lo humano, aquí el sujeto anónimo de Bohemian Rhapsody cae también, pero no ante los dioses, sino ante sí mismo. No hay piedad, pero tampoco condena: hay reconocimiento.

Tal vez por eso la canción sigue resonando en cada generación. Porque no intenta dar respuestas, sino que se atreve a formular las preguntas más íntimas sin rodeos. ¿Qué somos cuando fallamos? ¿Quién nos escucha cuando nos confesamos? ¿Hay redención sin perdón? ¿Importa, en el fondo, todo esto?

La fuerza de Bohemian Rhapsody radica en haber convertido esas dudas en arte. Un arte que no predica, sino que revela; que no consuela, pero acompaña. Y que, al final, nos deja como al protagonista, frente al viento, con los ojos abiertos y el alma expuesta, sabiendo que nada importa del todo… salvo cantar lo que uno lleva dentro.

Bibliografía

· Camus, Albert. El mito de Sísifo. Traducción de Luis Echávarri. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

· Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2003.

· Queen. Bohemian Rhapsody. Escrita por Freddie Mercury. Álbum A Night at the Opera. EMI Records, 1975.

· Rolling Stone. “The 500 Greatest Songs of All Time.” https://www.rollingstone.com, última consulta: junio de 2025.

· Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Jesús Munárriz. Madrid: Hiperión, 2001.

· Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Traducción de Juan Valmar. Buenos Aires: Losada, 2007.

· Tolstoi, León. La confesión. Traducción de Irene y Laura Andresco. Madrid: Ediciones Encuentro, 2008.

· Vega, María Antonia. “La subjetividad contemporánea y el nihilismo: una lectura desde la estética”. Revista de Filosofía y Cultura Contemporánea, vol. 12, núm. 1, 2019, pp. 45–60.