Pedro Páramo de Juan Rulfo
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Noviembre 2025

Pedro Páramo de Juan Rulfo
Los murmullos del más allá
El viajero de las palabras
(Cita)
Camino por un pueblo que parece hecho de aire y de polvo. Las casas se inclinan sobre el silencio, y las calles —si es que aún existen— respiran un calor detenido, como si el sol se hubiera quedado colgado en el mismo punto desde hace siglos. Dicen que esto es Comala, pero lo que encuentro no es un pueblo: es una resonancia. Cada muro, cada piedra, cada sombra murmura algo que no alcanzo a comprender. No hay nadie, y sin embargo, todo está habitado.
He llegado siguiendo la voz de Juan Preciado, ese hombre que vino a buscar a su padre y encontró un coro de muertos. Lo escucho caminar a mi lado, su respiración se confunde con la mía. “Yo también vine —le digo—, pero no sé si busco un hombre o una verdad.” Él no responde, sólo me mira con esa expresión de quien ha comprendido que preguntar es inútil cuando el mundo ya se ha deshecho.
El aire está hecho de voces. Algunas lloran, otras rezan, otras simplemente recuerdan. No hay jerarquía en el más allá: todos comparten el mismo tono apagado, la misma fatiga del tiempo. Aquí, los muertos no descansan. Hablan. Y su hablar no es un consuelo, sino una forma de seguir existiendo en el rumor de la tierra.
Camino entre los escombros de la hacienda de Media Luna, donde el nombre de Pedro Páramo aún pesa como un dios que se ha olvidado de su creación. No hay trono ni corona, pero su sombra persiste: la del hombre que poseyó todo y a todos, la del padre que nunca supo amar. En este reino de polvo, el poder tuvo el rostro del deseo y de la culpa. Rulfo no lo pinta con odio ni con piedad: lo deja ser, monumental y triste, como una ruina que aún conserva su orgullo.
En los murmullos oigo su historia fragmentada: la infancia de despojo, el ascenso violento, la pasión imposible por Susana San Juan, esa mujer que vivía más cerca del delirio que del mundo. “Ella era mi aire”, dice una voz que quizás sea la de él. Pero ya no sé quién habla. En Comala, las voces se mezclan hasta volverse una sola, como si la muerte hubiera borrado las fronteras entre yo y el otro. Todo aquí es coral y circular: la memoria no avanza, sólo vuelve sobre sí misma.
La muerte, en Rulfo, no es un final. Es una forma de permanencia. Los personajes no mueren: se transforman en eco, en tiempo suspendido, en suspiro de tierra caliente. Comala es el purgatorio de una nación —y de una especie— que no ha aprendido a despedirse. Cada alma repite su historia, como un rezo sin respuesta. Hay algo profundamente humano en ese tormento: la necesidad de seguir diciendo lo que nadie escuchó.
Mientras avanzo, percibo que no hay diferencia entre los vivos y los muertos. Todos están condenados a recordar. El verdadero infierno no es el fuego, sino la memoria que no cesa. Lo comprendo cuando escucho a Juan Preciado confesar que murió asfixiado por las voces. No de miedo, sino de exceso de pasado. Murió escuchando. Y en cierto modo, eso nos ocurre también a los lectores: morimos un poco cada vez que el silencio se llena de palabras que ya no tienen cuerpo.
El lenguaje de Rulfo es un milagro de contención. Con apenas unos trazos, erige una atmósfera total. No hay adornos, no hay retórica. Sólo la música seca del habla mexicana, destilada hasta volverse esencia. Su prosa respira como la tierra después de la lluvia: huele a cal, a polvo, a semilla. Cada frase encierra una hondura que no se explica, se siente. Leer Pedro Páramo es escuchar un idioma que recuerda haber sido oración antes de ser palabra.
Lo que Rulfo hace con el lenguaje es lo mismo que los muertos hacen con su voz: conservar lo que ya se ha perdido. De ahí que su escritura tenga ese temblor entre lo real y lo espectral. No describe: evoca. No explica: deja que el silencio diga lo que falta. En su economía está su grandeza. Rulfo no necesita levantar la voz para que todo tiemble.
El tiempo en Comala es un animal dormido. No corre: respira. Todo ocurre al mismo instante, o tal vez nunca ocurrió. Juan Preciado busca a su padre, pero en el fondo está buscándose a sí mismo entre las ruinas de un linaje y de una fe. Pedro Páramo, en cambio, busca a Susana como quien busca el alma que perdió cuando comenzó a mandar. Ambos se reflejan, se anulan, se completan. Son dos mitades de una misma ausencia.
Y Susana... ella es el único ser verdaderamente libre en este infierno de ecos. Vive encerrada, pero su mente flota sobre los recuerdos de su infancia, sobre los juegos en el mar, sobre una felicidad que ya no pertenece a este mundo. En su locura hay una pureza que deslumbra. Ella no espera nada, ni perdón ni redención: simplemente está. Tal vez por eso la muerte no la toca. Porque ya no necesita ser salvada.
A medida que avanzo, Comala se disuelve en una especie de sueño. Las calles ya no tienen dirección, las voces se confunden con el viento. Me doy cuenta de que no hay regreso posible. Este pueblo no se abandona: se queda dentro. Los muertos, los recuerdos, los fragmentos del deseo y del arrepentimiento se enredan como raíces que nadie puede arrancar. Rulfo nos enseña que la verdadera tierra de los hombres no es la que pisan, sino la que guardan dentro.
El viajero de las palabras se sienta al borde del camino. Frente a mí, la tierra palpita. No sé si son corazones o insectos. Tal vez ambos. Pienso en Pedro Páramo muriendo solo, rodeado de su poder vacío; en Juan Preciado fundiéndose con las voces; en Susana San Juan riendo en su propio cielo imaginario. Todo se ha consumado, y sin embargo, todo sigue sucediendo. El tiempo en Comala es un círculo de polvo que nunca termina de asentarse.
¿De qué está hecha esta novela? De ausencias, de ecos, de polvo que habla. Pero también de ternura, de compasión por los condenados, de una sabiduría que nace del silencio. En sus páginas no hay moralejas, sino un estremecimiento. La certeza de que la muerte no borra lo que fuimos, sino que lo repite eternamente hasta que alguien —un lector, un viajero— se atreve a escucharlo.
Quizá por eso seguimos volviendo a Pedro Páramo: no para entenderlo, sino para oír lo que el silencio guarda. Cada lectura es un nuevo descenso a esa Comala interior que todos llevamos, donde los muertos que amamos todavía nos hablan al oído.
Me levanto. El aire arde, pero ya no duele. Camino hacia la salida del pueblo —si es que la hay—, y mientras lo hago, las voces se disuelven como polvo bajo la luz. Sólo una queda, leve, persistente:
“Dile a mi padre que ya lo perdoné.”
Entonces comprendo que la verdadera vida, en el universo de Rulfo, comienza después del último suspiro.
Contexto de la obra
Publicada en 1955, Pedro Páramo de Juan Rulfo transformó para siempre la literatura hispanoamericana. Su aparición marcó un punto de inflexión: el paso del realismo rural hacia un universo donde la muerte, la memoria y el mito se entrelazan hasta disolver los límites de lo real.
Rulfo, con una prosa de asombrosa economía y resonancia poética, construye en Pedro Páramo el pueblo de Comala, un espacio fantasmagórico donde los muertos hablan, los vivos se confunden con los recuerdos y el tiempo se fragmenta como si la conciencia misma se desmoronara.
A través del viaje de Juan Preciado, quien llega a Comala buscando a su padre —el poderoso cacique Pedro Páramo—, la novela despliega una metáfora del México profundo, habitado por la soledad, la culpa y los ecos de la historia. Pero más allá del retrato social, la obra es una meditación universal sobre la muerte, la voz y la imposibilidad del olvido.
Considerada una de las cumbres de la narrativa en lengua española, Pedro Páramo abrió las puertas al realismo mágico y a toda una generación de escritores latinoamericanos. Su fuerza radica no en lo que dice, sino en lo que deja resonando: ese silencio lleno de murmullos, esa vida que persiste aun después de la muerte.

