Miguel Ángel Acquesta (Argentina) - De duendes y brujas
Alberto era un afortunado. En el primer piso de la casa señorial de la calle Cuba donde vivía con su abuela, tenía una habitación muy espaciosa, con balcón a la calle y otra pequeña al lado a modo de vestidor, para uso exclusivo suyo.


Mimeógrafo #144
Mayo 2025
De duendes y brujas
Miguel Ángel Acquesta
(Argentina)
Núñez, Ciudad de Buenos Aires,
octubre de 1966
No hay que creer que existen, no hay que decir que no existen. -Dijo Engrasi citando la antigua defensa contra las brujas que fuera tan popular apenas un siglo atrás. “Legado en los huesos” (2013), Dolores Redondo
Alberto era un afortunado. En el primer piso de la casa señorial de la calle Cuba donde vivía con su abuela, tenía una habitación muy espaciosa, con balcón a la calle y otra pequeña al lado a modo de vestidor, para uso exclusivo suyo. La abuela, que ya estaba grande, no solía subir por lo que el lugar estaba a disposición total del Flaco. Solía reunirse allí con sus amigos al menos una vez por semana, los demás vivían o bien en sitios menos espaciosos o con adultos menos amigables.
Ese reducto estaba siempre repleto de objetos. La cama que era de una plaza, pequeña para los veintipico de metros cuadrados del recinto, solía estar también cubierta de cosas. La ropa del joven y sus útiles escolares, que en la escuela industrial eran muchos nunca faltaban allí. En el resto del lugar se desplegaba una sucesión de elementos diversos. Muchos provenían de las incursiones de Alberto por las calles del barrio. No era un acumulador compulsivo, en esos tiempos llamados cirujas, él seleccionaba cosas que pudieran tener utilidad en algún momento. Se podían ver herramientas diversas, una cubierta de automotor bastante gastada con la llanta completa, un atril de pintor, cuadros a medio pintar, pomos de pinturas, pinceles en remojo, varios elementos provenientes de la obra de remodelación de la calle Manuela Pedraza, a saber: un cartel metálico de Contramano, otro con una flecha y la frase Dirección Obligatoria, dos más que indicaban Prohibido Estacionar, algunas vallas plásticas de color naranja y cuatro de los históricos adoquines que hasta unos meses atrás alfombraban la calle principal del barrio y que habían sido reemplazados por el moderno y frágil asfalto. En la pared lateral lucía clavado el cartel azul con letras blancas de la calle donde se ubicaba la casa: Cuba. Una pelota de goma, una de basket y unos botines estaban desparramados en el piso de parquet algo gastado. En otra pared estaba colocado en diagonal el escudo naranja de los Giants de San Francisco que había traído su tía en el último viaje desde California, unos años antes. Un metegol pequeño descansaba de tiempos de más traqueteo, arrumbado en un rincón. Algunas cajas de juegos de mesa entre los que se destacaba el Estanciero adornaban también el piso. Un par de sillas algo desvencijadas y dos almohadones eran los lugares que ocupaban los amigos en las reuniones, cuando eran superadas en número los visitantes se acomodaban entre las cosas en el piso. Esos encuentros consistían en charlas que se prolongaban por horas, en medio del humo de cigarrillos, en las que los temas eran infinitos y en su mayoría descabellados.
Manuel y Alberto eran más unidos y fuera del horario escolar andaban casi siempre juntos. Un jueves a la tarde la abuela les pidió que fueran a comprarle un medicamento a la Farmacia del barrio que se encontraba a un par de cuadras, en Cabildo y Juana Azurduy. Caminaron por Cuba hasta Juana Azurduy intercambiando ideas para la fiesta que harían el próximo sábado en la terraza de Roberto. En esa esquina se destacaba una casona estilo inglés, en excelente estado y con un gran jardín rodeándola. Allí vivía Ester, la Alemana, una señora de edad imprecisa para ellos. Generalmente andaba acompañada por muchos gatos que, cuando no estaban con ella, recorrían los techos del barrio y participaban de altercados diversos con otros animales del barrio. Tanto mi madre como la abuela de Alberto sostenían que la Alemana era una bruja. Según ellas muchas personas la visitaban para que les realizara “trabajos” que tenían por objeto perjudicar a otros, en voz baja hablaban de magia negra y que solía tener contactos con los espíritus de los muertos. Recomendaban no tener contacto con ella e incluso ni siquiera pasar por esa esquina de no ser imprescindible. En sentido opuesto la madre de Roberto, que por haber nacido en el barrio conocía a todo el mundo, afirmaba que Ester era una vidente, que tenía ciertos poderes los que le permitían ver el futuro. La gente que la visitaba, desde este punto de vista, en realidad lo hacía buscando orientación para tomar mejores decisiones en materia económica o afectiva. Ella sólo buscaba favorecer a los demás. Ya sea por una cosa o por la otra la Alemana era un personaje respetado y temido en Núñez, al que la mayoría de los vecinos saludaba con fingido afecto evitando a toda costa tener algún entredicho con ella.
Alberto se quedó mirando hacia adentro de la casa.
-Vamos- le dijo Manuel recordando las recomendaciones de su madre- ¿Qué mirás?
-¿Viste? La vieja trajo dos enanos de jardín hermosos. ¿Ves?- Preguntó señalando la puerta de entrada a la casa.
Él era un experto en encontrar objetos extraños en las calles y en las casas, su vista estaba adiestrada para distinguir materiales que fueran a engrosar su colección. Y en este caso tenía razón. Dos enanos de jardín de medio metro de altura, uno con sombrero rojo y el otro azul flanqueaban la puerta de entrada a la casa, protegiéndola.
-Si son lindos, pero vamos de una vez a la Farmacia- instó Manuel algo nervioso.
Cuando volvían con el remedio para la abuela, se encontraron con Gentile, que venía caminando desde Cabildo, con un grueso libro bajo su brazo derecho como era habitual en él. Cursaba el Doctorado en Economía en la UBA, pero sabía de todo, filosofía, historia, antropología, orientalismo, sociología e incluso matemática, física y química. Era el sabio del barrio. Un poco más grande que ellos les daba clase de cuanto tema se abordara no sin hacerles notar que todos eran casi semianalfabetos y que debían estudiar en lugar de estar perdiendo tiempo como solían hacerlo.
Se saludaron sonrientes pero sin efusividad. El amigo mayor imponía cierto respeto en los demás. Alberto, que había quedado impresionado con los enanos de jardín de la Alemana le contó la novedad. Gentile casi pierde los estribos al escucharlo. ¡Cómo se le ocurría hablar de enanos de jardín¡ “Esas figuras son duendes” afirmó con el tono y actitud doctoral que lo caracterizaban. Les explicó la diferencia entre duendes y gnomos, así como sus orígenes en Alemania y Turquía durante el medioevo y las creencias posteriores de que se trata de seres con poder y energía para proteger los hogares y a las personas que los habitan. Mucha gente pensaba que eran capaces de atraer la fortuna y ahuyentar las enfermedades para Gentile eso era otra muestra de pensamiento mágico y anticientífico y por ende falaz. La Ciencia constituía el valor central para él.
“Decir enano de jardín es de una vulgaridad manifiesta. Tienen que hablar con propiedad, designar a las cosas por su nombre. La cultura y el saber nos distingue de ellos” dijo Gentile señalando a un perro callejero que justo pasaba por ahí y lo miró un instante con ojos de asombro.
Se despidieron. Ellos tenían que llevarle la medicación a la abuela que los estaba esperando y Gentile debía hacer sus ejercicios de yoga de la tarde.
En la esquina de Cuba también se separaron Manuel y Alfredo. Quedaron en encontrarse al otro día después de la escuela.
Antes de cenar Alberto se encargó de citar telefónicamente para el día siguiente en su casa a Manuel, Roberto, Oscarcito, Mario, Pablo e incluso a su novia Estela. Les iba a mostrar algo nuevo y hermoso que dijo tener en su habitación. Todos pensaron que se trataría de algún cuadro nuevo. Era una época en la que el Flaco, de múltiples intereses, estaba volcado a la pintura.
A medianoche, cuando la abuela se durmió, Alberto salió a la calle. Caminó hasta la casa de la Alemana y con la agilidad que lo distinguía, saltó la verja que la rodeaba. Caminó con sigilo hasta la puerta de entrada y tras mirar a los dos duendes, se decidió por el de sombrero colorado. Lo agarró con ambas manos, resultó un poco más pesado que lo esperado, volvió hasta la verja y con esfuerzo logró subirse y salir de la casa con el tesoro en sus brazos. Volvió caminando muy rápido a su casa por temor a ser visto. Subió a su habitación sin hacer ruido, ubicó al duende con cuidado al costado de su cama y se tiró en ella para descansar, enseguida se durmió.
A la mañana siguiente, antes de salir para la escuela se despidió de su nueva adquisición dándole un beso en el sombrero. Estaba muy feliz. Era como si toda su vida hubiera deseado tener un duende protector en su estudio.
El día de escuela con sus clases teóricas por la mañana y el taller de la tarde se le hicieron más extensos de lo que en realidad era. Pero como todo termina, llegó a su fin y salió apurado para llegar a su casa. La abuela lo esperaba con el café con leche servido en la amplia cocina de la planta baja. Merendando con ella esperó ansioso la llegada de sus amigos.
Alrededor de las cinco y media ya estaban todos en el comedor de la casa. La abuela, en general afectuosa con ellos, al ver tantos visitantes perdió en parte la sonrisa. Cuando llegó el último invitado, que resultó ser Oscarcito que venía de trabajar en el comercio del padre, Alberto los invitó a subir. Le preguntaron que se trataba lo que iban a ver, pero no quiso decir palabra. Sólo los miraba con una sonrisa enigmática. Lo siguieron en fila india por la escalera de madera hasta llegar al cuarto. El Flaco abrió la puerta y todos entraron ansiosos empujándolo. Miraron en todas direcciones y la decepción los fue ganando. Todo estaba igual que en los días anteriores. O el objeto era muy pequeño o no había ninguna novedad en el lugar.
Cuando buscaron con la vista al Flaco lo vieron aferrado a la puerta de madera. Con un gesto de angustia congelado en su rostro. Los ojos se agrandaban en su cara desfigurada por la sorpresa. Intentó caminar hacia la cama, pero trastabilló y se sostuvo del respaldo de una de las sillas. Estela, preocupada, se abalanzó sobre él, lo abrazó mientras le preguntaba desesperada “¿Qué pasa? ¿Qué pasa amor?”.
Alberto sin soltarse de la silla, pálido y tembloroso, trataba de hablarles mientras señalaba la nada, en dirección a la cama.
El Duende de sombrero colorado ya no estaba allí.
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