La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares
“Moriré por Faustine, para vivir en la imagen de Faustine.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Noviembre 2025

La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares
El eco inmortal de las imágenes
El viajero de las palabras
“Moriré por Faustine, para vivir en la imagen de Faustine.”
He llegado a una isla sin nombre, cercada por la soledad y el rumor constante de las mareas. Las palmas se inclinan como si escucharan un secreto antiguo, y el aire parece demasiado denso, como si estuviera lleno de presencias que no se ven. En el horizonte, el sol cae con una lentitud casi inmortal, tiñendo el mar de un brillo que no pertenece del todo al mundo de los vivos.
No hay nadie aquí. O eso pensé al principio. Pero pronto comprendí que la soledad puede estar habitada, que el silencio puede ocultar un murmullo más hondo que cualquier multitud.
He caminado entre los edificios abandonados de esta isla: una capilla, una piscina cubierta, una sala de máquinas que huele a óxido y a sueño. Todo parece detenido, suspendido en un instante que no se desgasta. Hay huellas frescas en la arena, risas que se desvanecen con el viento, sombras que se mueven sin dejar cuerpo. Algo —o alguien— repite eternamente un gesto.
Y en medio de esa repetición, la vi: Faustine.
Aparece siempre al atardecer, cuando la luz se vuelve dorada y el mar parece un espejo líquido. Se sienta frente al horizonte, inmóvil, como si esperara a alguien que nunca llega. He intentado hablarle, acercarme, pero mi voz se hunde en el aire como una piedra en el agua. Ella no me ve. No me oye. No está aquí, y sin embargo, está.
He sentido amor, deseo, devoción... pero nunca esto: esta desesperación de amar a un fantasma que respira.
Cada día repite el mismo instante: el gesto con que se acomoda el cabello, la inclinación leve de su cuello, la mirada perdida hacia el mar. Todo se repite, con una perfección aterradora. No hay azar, no hay tiempo. Solo un bucle de belleza que no sabe que está prisionera.
Al principio pensé que estaba loco. Después supe que no: que la locura era la isla.
He descubierto, entre los pasillos inundados, la obra de un hombre: Morel. Un nombre que aquí se pronuncia con la reverencia y el miedo que se tiene a los dioses. Fue él quien creó esta trampa luminosa, esta máquina imposible que graba la realidad y la reproduce, no como copia, sino como existencia. Todo lo que fue grabado, vive para siempre dentro del ciclo que la máquina repite.
Los hombres y mujeres que veo no están vivos, pero tampoco muertos. Son imágenes dotadas de una perfección inmortal, condenadas a repetir sus movimientos por toda la eternidad. Y yo, un fugitivo de otro tiempo, he caído en su centro, en este purgatorio de las apariencias.
Comprendo entonces la ironía de Morel: quiso detener el tiempo para salvar la belleza, pero lo que hizo fue matar el alma para conservar el rostro. Su invención convirtió la vida en un registro, el amor en una proyección, el instante en un ciclo sin fin.
Camino entre ellos como un espectro entre espectros. Escucho las conversaciones de los invitados, sus risas ligeras, su despreocupación, la música de una época detenida. Todo parece vivo, pero nada responde. Me asombra su perfección: el modo en que el viento mueve el vestido de Faustine, el reflejo del sol en las copas de vino, la sombra que cae al mismo ángulo cada tarde. La eternidad, descubro, tiene un ritmo preciso, sin errores ni imprevistos. Es la muerte maquillada de plenitud.
Y sin embargo, me quedo.
Porque Faustine está aquí. Porque su imagen basta para sostener el delirio de seguir existiendo. Y porque amar, incluso sin esperanza, es una forma de afirmar que uno todavía respira.
En esta isla he aprendido que la realidad no es un territorio, sino un acuerdo frágil entre la percepción y el deseo. Todo lo que creemos tocar se disuelve cuando tratamos de retenerlo. La invención de Morel no es sólo una máquina: es una metáfora de nosotros mismos, de nuestra obsesión por fijar lo efímero, por preservar lo que, al ser preservado, deja de estar vivo.
Bioy Casares, con su elegancia de cirujano y poeta, nos coloca frente a un dilema tan antiguo como el amor: ¿preferimos la belleza que se desvanece o la ilusión que no muere? ¿El cuerpo mortal o la imagen eterna? El fugitivo elige la imagen, y al hacerlo, acepta su condena.
Su amor por Faustine —esa mujer que no existe sino como reflejo— lo lleva a la decisión más trágica y más pura: unirse a ella dentro de la ilusión, volverse parte del registro, fundirse en el ciclo que repite para siempre un instante de amor imposible.
Ahora entiendo lo que significa morir por una imagen. No es entregarse al vacío, sino entrar en el sueño de otro, renunciar a la conciencia a cambio de permanecer. El fugitivo no busca ya escapar del mundo, sino de su propia soledad. Entra en la máquina sabiendo que dejará de ser hombre para convertirse en recuerdo, en resplandor, en eco.
Y hay algo estremecedoramente humano en ese gesto. Porque todos, de alguna forma, hacemos lo mismo: grabamos nuestros días en fotografías, en palabras, en memorias digitales, intentando burlar el desgaste del tiempo. Todos queremos ser una huella que no se borra. Bioy lo comprendió antes que nadie: la inmortalidad no está en los dioses, sino en los archivos.
En mis recorridos por la isla, el mar parece escuchar. Hay momentos en que el oleaje se sincroniza con el parpadeo de la luz, como si la naturaleza también estuviera dentro del experimento. El viento huele a electricidad antigua. En el aire flota una vibración que no es del presente ni del pasado, sino de algo intermedio: el tiempo en suspensión.
A veces creo oír la voz de Morel, grave y cansada, repitiendo su justificación:
“Quise vencer a la muerte, pero sólo logré multiplicarla.”
Esa frase se repite en mi mente mientras observo el cielo inmóvil, las nubes detenidas en una composición perfecta. Todo aquí parece haber alcanzado la belleza absoluta, y sin embargo, no hay vida detrás de la forma. La invención de Morel es la victoria de la apariencia sobre la experiencia, del registro sobre la respiración.
Me siento a escribir, aunque sé que quizás nadie leerá esto. Lo hago para no desaparecer del todo. Si la máquina sigue girando, tal vez algún día alguien encuentre estas palabras y las confunda con parte del ciclo. Tal vez me vean sentado aquí, junto a Faustine, y crean que mi presencia también fue grabada. Entonces yo existiré en la ilusión que tanto temí.
Pienso en lo que seremos dentro de cien años: ecos de una red infinita de imágenes, voces preservadas en archivos digitales, sombras que hablan desde pantallas. Todos seremos Morel, y todos seremos su fugitivo. Buscaremos amar a través del reflejo, y llamaremos “vida” a la persistencia del registro.
Sin embargo, algo de esperanza persiste. En medio de este delirio de inmortalidad, el viajero descubre una verdad secreta: que la imperfección es el único signo de vida. Lo que tiembla, lo que cambia, lo que se apaga: eso es lo que nos hace reales. Faustine, con su belleza intacta y su mirada repetida, no vive; vive, en cambio, el deseo que despierta, la emoción efímera de quien la contempla sabiendo que no puede tenerla.
Bioy parece susurrar que el alma está en el deterioro, en esa grieta donde la eternidad se rompe y asoma el temblor humano. Por eso la máquina de Morel, aunque prodigiosa, está maldita: porque elimina la muerte, y con ella, elimina la vida.
He comenzado a ver el mundo con otros ojos. Cada hoja que cae, cada ola que se rompe, cada sombra que se alarga al atardecer tiene ahora un valor sagrado. Comprendo que la fugacidad no es una maldición, sino una forma de plenitud. Nada dura, y en esa fragilidad está el milagro.
Cuando el fugitivo se entrega al ciclo de la máquina, no lo hace sólo por amor a Faustine, sino por amor al instante. Entra para conservarlo, aunque eso signifique perderse a sí mismo. Ese gesto final —tan desesperado y tan sereno— es la consagración del deseo humano de permanecer en lo que se ama, aunque ya no haya cuerpo, ni voz, ni conciencia.
Camino por la playa al anochecer. El cielo tiene el color de un metal que se enfría. A lo lejos, la figura de Faustine se disuelve en un resplandor que parece hecho de memoria. La eternidad la rodea, pero su soledad sigue intacta. Comprendo entonces que la verdadera invención de Morel no fue la máquina, sino el amor imposible: ese motor que nos empuja a cruzar los límites de lo real, aunque sepamos que lo que buscamos es sólo una sombra.
Me siento frente al mar. Cierro los ojos. Escucho el zumbido lejano de la máquina y pienso que tal vez también yo he sido grabado, que mi voz seguirá repitiendo estas palabras mientras el mundo siga girando. Si es así, que mi imagen diga esto:
“Amé lo que no podía tocar, y en ese amor encontré mi forma de existir.”
La eternidad comienza. El viajero de las palabras desaparece entre la bruma luminosa. La isla lo guarda.
Contexto de la obra
Publicada en 1940, La invención de Morel consagró a Adolfo Bioy Casares como una de las voces más singulares de la literatura argentina. Aunque en su momento fue recibida con discreción, el propio Jorge Luis Borges la proclamó como una de las narraciones perfectas de la literatura fantástica, un elogio que selló su destino como obra de culto.
La novela narra la historia de un fugitivo que llega a una isla deshabitada, donde pronto descubre la presencia enigmática de un grupo de personas que parecen vivir ajenos a su existencia. Entre ellos se encuentra Faustine, una mujer que lo obsesiona y a la que ama con una devoción imposible. Poco a poco, el narrador comprende que aquellos seres son proyecciones creadas por una máquina inventada por el misterioso Morel: una máquina capaz de registrar la realidad y reproducirla eternamente, anulando la frontera entre lo vivo y lo reproducido.
Más que una historia de ciencia ficción, La invención de Morel es una fábula metafísica sobre la inmortalidad, el deseo y la soledad, una meditación sobre el poder de la imagen y la imposibilidad del amor humano frente a la ilusión de la eternidad. Bioy anticipa, con una elegancia fría y melancólica, los dilemas contemporáneos de la identidad, la virtualidad y la copia.
En su prosa cristalina y contenida, el horror se mezcla con la belleza: la eternidad no aparece como un don, sino como una condena luminosa.

