Juan Villoro (México) - El mal fotógrafo

“Sus ojos, que no estaban hechos para vernos, querían vernos.”

El mal fotógrafo

Juan Villoro
(México)

(Cita)

Recuerdo a mi padre alejarse del grupo donde se servía limonada. En las playas o los jardines, siempre tenía algún motivo para apartarse de nosotros, como si los niños causáramos insolación y tuviese que buscar sombra en otra parte.
Puedo ver su cara recortada en el quicio de una puerta, fumando con desgano, con la rutina parda del adicto que hace mucho dejó de disfrutar el vicio. Nunca se quitaba la corbata. Para él las vacaciones eran el momento en que se manchaba la corbata y no le importaba. Sólo se ponía otra al volver al trabajo.
Supongo que nunca se adaptó a nosotros. Nos tomaba en cuenta con la calmosa dedicación con que alguien deja caer gotas azules en un acuario.
También el verdadero sol lo molestaba. Le sacaba pecas en los antebrazos, cubiertos de vellos rojizos. No era un hombre de intemperie. Lo único que disfrutaba de las vacaciones era el trayecto, las muchas horas a bordo del coche. Entonces cantaba una canción sobre un caballo de carreras. Aunque el caballo perdía siempre, su voz sonaba feliz y libre. Una voz hecha para el camino.
Distanciarse estaba en su carácter. Nunca lo vimos tomar una fotografía, pero las fotos que encontramos muchos años después deben ser suyas. Estuvo suficientemente cerca y suficientemente lejos de nosotros para retratarnos. Lo imagino con una de esas cámaras que se colgaban del hombro y tenían estuche de cuero.
Las fotos recogen jardines olvidados y casas donde tal vez dormimos una noche, en camino a otra parte. Entonces éramos más rubios, más blancos, más antiguos. Una época pálida, antes de que la fotografía a color se volviera enfática. A mi padre le iban bien esos tonos indecisos, donde un coche azul parecía más gris de lo que era.
Nadie guardó las fotos en un álbum, tal vez porque eran malas, tal vez porque pertenecían a una época que se volvió complicado recordar.
En las tomas aparecen objetos que sólo a mi padre le hubiera interesado retratar. Las bancas, los postes de luz, los tejados, los coches –sobre todo los coches– sobreviven mejor que nosotros. Ciertas fotos oblicuas o movidas parecen tomadas desde un auto en movimiento.
El dato final y decisivo para asociarlas con mi padre es que después no hubo otras. Una tarde subió a su Studebaker y no volvimos a saber de él.
Las fotografías aparecieron en un desván, dentro de una maleta con correas, estampada con nombres de hoteles a los que no fuimos nosotros. Supongo que las dejó ahí para que lo conociéramos de otro modo, para que supiéramos lo mal fotógrafo que había sido, cuán frágil era su pulso, la falta de concentración que determinaba su mirada. Un detective a sueldo hubiera hecho mejor trabajo.
¿Es posible que el autor de las fotografías sea otro? No lo creo. La torpeza, el desapego, la atención vacilante son una firma clara.
De mi padre sabemos lo peor: huyó; fuimos la molestia que quiso evitarse. Las fotos confirman su dificultad para vernos. Curiosamente, también muestran que lo intentó. Con la obstinación del mediocre, reiteró su fracaso sin que eso llegara a ser dramático. Nunca supimos que sufriera. Ni siquiera supimos que fotografiaba.
Hubo un tiempo en que vivimos con un fotógrafo invisible. Nos espiaba sin que ganáramos color. Que alguien incapaz de enfocar nos mirara así, revela un esfuerzo peculiar, una forma secreta del tesón. Mi padre buscaba algo extraviado o que nunca estuvo ahí. No dio con su objetivo, pero no dejó de recargar la cámara. Sus ojos, que no estaban hechos para vernos, querían vernos.
Las fotos, desastrosas, inservibles, fueron tomadas por un inepto que insistía.
Una tarde subió al Studebaker. Supongo que cantó su canción del caballo, una y otra vez, hasta que en un recodo solitario ganó, al fin, una carrera.

Villoro ha explorado en varios textos la figura del padre distante o ausente, inspirada parcialmente en su propia relación con el filósofo Luis Villoro. En “El mal fotógrafo”, este motivo se condensa en un símbolo poderoso: las fotografías defectuosas que revelan tanto la torpeza como la necesidad de mirar al otro, transformando la carencia afectiva en una forma de arte involuntario.

El enfoque imposible:
memoria, ausencia y mirada en ‘El mal fotógrafo’ de Juan Villoro

B. Itzamná

Abstract

“El enfoque imposible: memoria, ausencia y mirada en ‘El mal fotógrafo’ de Juan Villoro” explora la relación entre la memoria y la imposibilidad de mirar con claridad aquello que amamos. A través del análisis del cuento, el ensayo examina cómo la figura del padre ausente se traduce en una poética del error, donde la torpeza fotográfica se convierte en una metáfora del afecto incompleto. Las fotografías mal tomadas revelan no solo la distancia emocional entre padre e hijo, sino también la persistencia del deseo de comprender al otro, aun desde la falla.
El ensayo aborda cinco ejes: la imagen como memoria fracturada, la figura del padre ausente, la voz del hijo como narrador del vacío, la estética del fracaso y la redención final. En conjunto, estas secciones muestran cómo Villoro convierte la imperfección en una forma de verdad emocional, y cómo el acto de narrar —como el de fotografiar— implica siempre una búsqueda de enfoque en medio de la pérdida.

“Sus ojos, que no estaban hechos para vernos, querían vernos.”
Juan Villoro - El mal fotógrafo

La imagen como memoria fracturada

En “El mal fotógrafo”, la imagen es mucho más que un registro visual: es una forma de memoria descompuesta, un intento fallido de preservar lo que ya se desvanecía. Las fotografías tomadas por el padre no son documentos del pasado familiar, sino huellas de una ausencia. En su borrosidad y desajuste técnico, se revela una verdad más profunda: la imposibilidad de enfocar el vínculo entre el padre y su familia.

El narrador reconstruye la figura paterna a partir de estas imágenes, pero el relato no busca resolver un misterio, sino aceptar la fragmentación del recuerdo. Las fotos son restos de una experiencia incompleta, tan movidas y oblicuas como los afectos que evocan. En ellas, el pasado aparece distorsionado, filtrado por la torpeza del fotógrafo y la distancia del tiempo. El gesto de mirar —de volver a ver esas imágenes— se convierte en un acto de comprensión tardía.

La fotografía, como artefacto de la memoria, suele prometer permanencia. Sin embargo, en el universo de Villoro cumple la función contraria: evidencia la fugacidad. El padre, que “nunca se quitaba la corbata” y “solo disfrutaba del trayecto”, representa una vida en tránsito. Las fotos tomadas “desde un auto en movimiento” refuerzan esta idea: cada encuadre es un instante inestable, un intento de detener algo que inevitablemente sigue su curso.

Desde una lectura más simbólica, las fotografías funcionan como una extensión del relato mismo: ambos están hechos de zonas borrosas, silencios y conjeturas. El hijo no puede reconstruir al padre con nitidez, del mismo modo que las imágenes no logran enfocarlo. Pero en esa falta de claridad reside el gesto poético del cuento: la memoria, aunque incompleta, insiste en mirar.

Villoro sugiere que recordar no es recuperar, sino reinterpretar. La imagen no fija el pasado, lo reinventa; y en ese proceso de reconstrucción aparece la ternura. El hijo reconoce en la torpeza del padre una forma de amor vacilante, una manera de estar presente a través del error. La cámara mal manejada se convierte en un espejo emocional: cada fotografía fallida es también una prueba de persistencia.

“Con la obstinación del mediocre, reiteró su fracaso sin que eso llegara a ser dramático.”

El padre ausente y la mirada borrosa

El padre de “El mal fotógrafo” encarna una forma silenciosa del desapego. No es el villano de una tragedia familiar, sino un hombre que se disuelve poco a poco en la distancia, incapaz de habitar plenamente su rol. Desde el inicio del cuento, su figura aparece rodeada de gestos mínimos —fumando con desgano, evitando el sol, apartándose del grupo—, todos signos de una presencia en retirada. Su relación con la familia es como sus fotografías: imprecisa, torpe, pero no exenta de intención.

Villoro construye a este personaje con una ambigüedad dolorosa. El padre no grita ni golpea, simplemente no logra mirar con claridad. En su manera de observar el mundo hay una mezcla de indiferencia y ternura frustrada. Las imágenes que toma son prueba de esa contradicción: intenta capturar la vida familiar, pero su lente se desvía hacia objetos inanimados, como coches o postes de luz. Esta desviación revela su incomodidad frente a lo íntimo; es más fácil fotografiar lo que no responde, lo que no exige reciprocidad.

El abandono del padre no se presenta como un hecho súbito, sino como una consecuencia natural de su forma de mirar. Su fuga final —“una tarde subió a su Studebaker y no volvimos a saber de él”— cierra un proceso de alejamiento que había comenzado mucho antes, cuando eligió observar en lugar de participar. En ese sentido, su condición de “mal fotógrafo” se vuelve una metáfora existencial: quien no sabe enfocar el afecto termina desapareciendo del encuadre.

La corbata, el coche, el cigarro: cada objeto funciona como emblema de su identidad rutinaria, un hombre de costumbres rígidas que no sabe desprenderse de sí mismo. Sin embargo, su torpeza también lo humaniza. El hijo narrador no lo condena, sino que lo revisita con una compasión distante. Comprende que su padre “buscaba algo extraviado o que nunca estuvo ahí”, y que su fuga quizá fue la única forma de no fallar más.

El relato convierte la mirada borrosa del padre en un espejo del amor imperfecto. A través de sus defectos —el pulso frágil, la atención dispersa—, el padre deja un testimonio involuntario de su deseo de comprender. Villoro nos invita a ver la ausencia no como vacío absoluto, sino como un modo diferente de presencia: un eco que persiste en las imágenes, en el relato y en la voz del hijo que todavía lo observa.

El hijo como narrador del vacío

El relato de “El mal fotógrafo” está contado desde la voz del hijo adulto que recuerda a su padre ausente. Esta voz, a medio camino entre la melancolía y la comprensión, le da al cuento su tono más íntimo y conmovedor. El hijo no habla desde el reproche, sino desde la contemplación de una herida que ya no sangra, pero sigue latiendo. En su narración, la ausencia del padre se transforma en materia narrativa: lo que no pudo decirse en vida se articula en la escritura.

El hijo, que nunca entendió del todo a su padre, busca en las fotografías una clave de sentido. No intenta reconstruir una biografía, sino interpretar un gesto: la mirada vacilante de quien quiso ver, pero no supo cómo. Las imágenes se convierten en un lenguaje cifrado que el narrador traduce con la madurez de quien ya no espera una reparación. Cada foto mal enfocada es, para él, una metáfora de su infancia, una infancia vista a través del lente tembloroso del abandono.

Esta narración no busca llenar el vacío, sino darle forma. Al describir los recuerdos con precisión y belleza, el hijo convierte la ausencia en una presencia verbal. Lo que el padre no pudo enfocar con su cámara, el narrador lo enfoca con palabras. Villoro logra así un movimiento poético inverso: la torpeza del padre se redime en la lucidez del hijo. La escritura actúa como una cámara reparadora, una segunda oportunidad para mirar con claridad.

Sin embargo, la voz del narrador no es fría ni distante. En su tono hay ironía suave y cariño contenido. Al llamar “mal fotógrafo” a su padre, no lo ridiculiza; al contrario, le concede un lugar en la memoria familiar, aunque sea a través del fracaso. En el fondo, el relato sugiere que narrar es una forma de reconciliación: el hijo ya no necesita que el padre regrese, porque al recordarlo le otorga sentido a su huida.

Desde la perspectiva del hijo, la memoria se convierte en un arte de la empatía. No hay resentimiento, sino una comprensión madura del error humano. Lo que antes fue carencia se transforma en mirada, y lo que fue silencio se vuelve relato. Villoro propone así una idea esencial: los hijos terminan viendo con la claridad que sus padres no tuvieron.

“Un detective a sueldo hubiera hecho mejor trabajo.”

La estética del fracaso

En “El mal fotógrafo”, el fracaso no es simplemente una carencia: es una forma de estilo. Juan Villoro transforma la torpeza del padre —su pulso inseguro, su mirada desenfocada— en una poética de la imperfección. Las fotografías mal tomadas, movidas, oblicuas, son el equivalente visual de una vida que nunca logró encuadrarse del todo. Pero precisamente en esa inhabilidad radica su humanidad.

El padre, incapaz de sostener la mirada sobre los suyos, encarna el fracaso como experiencia estética. No logra tomar buenas fotos, ni ser un buen padre, ni permanecer. Y, sin embargo, su insistencia en intentarlo una y otra vez lo vuelve entrañable. Esa obstinación del mediocre —como dice el narrador— se convierte en una forma de resistencia frente a la indiferencia total. En lugar de la perfección técnica, el cuento celebra la emotividad torpe, esa fidelidad al intento aunque el resultado sea un desastre.

Villoro sugiere que la vida no se compone de grandes gestos heroicos, sino de pequeños errores persistentes. Su narrativa se distancia del dramatismo y opta por el matiz: el padre no fracasa con estrépito, fracasa con discreción, con un aire casi doméstico. Su fracaso es cotidiano, leve, reconocible. Esa sutileza permite que el lector vea en él no a un monstruo moral, sino a un ser humano atrapado en sus limitaciones.

Desde una lectura más amplia, la estética del fracaso también puede leerse como una crítica al deseo moderno de fijar, registrar y dominar la experiencia. El padre, al no poder enfocar, rompe con la ilusión de control que la fotografía promete. Sus imágenes movidas revelan lo que el ojo humano no puede sostener: el temblor del tiempo, la fragilidad de los afectos. El arte involuntario del padre radica en mostrar que toda mirada es parcial, y que en esa imperfección se encuentra la verdad de lo vivido.

El propio hijo-narrador participa de esta estética cuando reconstruye la historia con ternura y ambigüedad. No corrige los errores del padre: los enmarca. El ensayo de memoria que realiza es, en sí mismo, una forma de arte imperfecta, pero honesta. Así, “El mal fotógrafo” convierte el fracaso en una forma de conocimiento: mirar lo que no salió bien para entender lo que realmente importa.

La última fotografía: silencio y redención

El cierre de “El mal fotógrafo” es una de las páginas más conmovedoras de Juan Villoro. Tras la acumulación de recuerdos, el cuento concluye con una imagen doble: el padre que sube a su Studebaker y desaparece, y la evocación de su voz cantando “una canción sobre un caballo de carreras”. Ese caballo, que pierde siempre pero al final “gana una carrera”, condensa toda la paradoja del relato: el fracaso como triunfo íntimo, la pérdida como forma de redención.

La última fotografía no está tomada con una cámara, sino con la memoria del hijo. Villoro convierte esa escena en un negativo emocional: el padre se marcha, pero deja impreso un último gesto de humanidad. No hay reconciliación explícita ni retorno milagroso; lo que queda es el eco de una presencia. En ese instante, la huida deja de ser abandono y se convierte en una especie de liberación simbólica. El padre, al desaparecer, finalmente logra enfocar algo: su propia soledad.

El hijo comprende que no hay revelación posible más allá del acto de mirar. Las fotografías, el relato, la canción: todo es un intento de fijar un momento que, en realidad, solo puede vivirse a través del recuerdo. La desaparición del padre no borra su huella, la transforma en imagen. Y esa imagen, aunque defectuosa, adquiere el peso de lo definitivo.

El silencio que sigue al relato no es un vacío trágico, sino un reposo. El cuento termina sin explicaciones ni moralejas, como una foto desenfocada que, sin embargo, contiene la emoción justa. Villoro entiende que la vida no siempre ofrece resoluciones claras; a veces solo entrega pequeños indicios, fragmentos suficientes para entender que alguien intentó vernos.

Así, la redención del padre no está en sus actos, sino en la mirada del hijo que lo recuerda. El narrador, al contar su historia, le devuelve el enfoque que nunca tuvo. De esa manera, la escritura se convierte en la verdadera fotografía final: una imagen nítida del amor torpe, del afecto que sobrevive incluso cuando ya no hay quien lo sostenga.

Bibliografía

· Villoro, Juan. El mal fotógrafo. En La casa pierde. México: Ediciones Era, 1999.
· Barthes, Roland. La cámara lúcida: Nota sobre la fotografía. México: Siglo XXI, 1989.
· Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Buenos Aires: Alfaguara, 2006.
· Villoro, Juan. Los culpables. México: Anagrama, 2007.
· Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica, 1950.
· Rojas, Rafael. La escritura de la memoria: ensayos sobre historia y ficción. México: Taurus, 2001.