Juan Rulfo (México) - Macario
“Yo quiero mucho a Felipa, porque ella me da de comer cuando tengo hambre. Ella me quiere, aunque sea mala.”


En el cuento Macario, Juan Rulfo logra una de sus narraciones más singulares porque la voz está dada en primera persona por un personaje con discapacidad mental. Esto es poco común en la literatura mexicana de mediados del siglo XX, donde los protagonistas solían ser figuras de poder o campesinos idealizados. Con Macario, Rulfo rompe con esa tradición y ofrece una mirada desde la vulnerabilidad más radical: la de alguien que no comprende del todo el mundo, pero que lo sufre con crudeza.
Macario
Juan Rulfo
(México)
(Cita)
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros.
También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…
El hambre del alma:
soledad y deseo en Macario de Juan Rulfo
B. Itzamná
Abstract
El cuento Macario de Juan Rulfo, incluido en El llano en llamas (1953), constituye una de las narraciones más intensas de la literatura mexicana, al dar voz a un personaje situado en los márgenes de la sociedad. Este ensayo propone una lectura de Macario como un retrato de la exclusión y el desamparo, donde el hambre, la religión y el deseo se entrelazan en la construcción de un mundo opresivo. A través de la mirada inocente y atormentada del protagonista, Rulfo revela cómo la marginalidad no es solo una condición social, sino también existencial, marcada por la soledad y la incomprensión. La figura de Felipa, la sombra del infierno y el hambre como destino configuran una trama que trasciende lo anecdótico para convertirse en metáfora universal de los desposeídos. En este sentido, el cuento no solo refleja una realidad histórica del México rural, sino que se proyecta hacia nuestro presente como una denuncia vigente sobre la indiferencia hacia los olvidados.
“Yo quiero mucho a Felipa, porque ella me da de comer cuando tengo hambre. Ella me quiere, aunque sea mala.”
Voces desde la orilla
La voz que narra en Macario no proviene del centro de la sociedad, sino de su frontera más frágil: la mente de un joven con discapacidad, marcado por la marginalidad y el hambre. Desde esa orilla, Juan Rulfo logra construir un relato que no solo incomoda, sino que también invita a mirar de frente aquello que suele ser silenciado. La primera persona de Macario no es un recurso literario arbitrario, sino un dispositivo que nos obliga a escuchar lo que generalmente no se escucha: los pensamientos quebrados, los deseos que la moral reprime y la inocencia que convive con la violencia.
A diferencia de otros narradores en El llano en llamas, Macario no tiene acceso a la claridad de un recuerdo ordenado ni a la fuerza épica de una lucha campesina. Su mundo está regido por sensaciones inmediatas: el hambre, el miedo, el deseo y la culpa. Por eso, su testimonio no es solo el retrato de un personaje, sino la puesta en escena de una subjetividad que sobrevive en los márgenes de la realidad. Rulfo abre un espacio literario donde la palabra tartamudea, se tropieza y se enreda, para mostrar que en la literatura también caben los balbuceos de quienes no tienen voz.
En esta apertura, el lector se enfrenta a un dilema: ¿qué significa escuchar a alguien como Macario? La respuesta no es sencilla. Escucharlo es aceptar que existe un mundo paralelo donde la razón se quiebra y lo sagrado se mezcla con lo corporal de maneras incómodas. Pero también es reconocer que en esa voz habita una verdad que, aunque no encaje en los parámetros de la lógica, revela una humanidad más cruda y honesta que la de cualquier discurso normativo.
“El hambre de Macario no es únicamente de pan: es hambre de ser mirado, de ser querido, de existir más allá del hueco en el estómago.”
El hambre como destino
El hambre en Macario no es solo una condición biológica: es el eje que marca su vida y sus pensamientos. Cada recuerdo, cada emoción y cada vínculo se articula alrededor de la necesidad de comer. El narrador no habla de proyectos ni de futuro; su mundo se reduce a la inmediatez de la supervivencia. Lo que para otros personajes de Rulfo puede ser la tierra, la violencia o la memoria, para Macario es el estómago vacío.
Este hambre no se presenta únicamente como falta de alimento, sino como metáfora de una carencia más profunda: la imposibilidad de ser saciado en todos los planos de la existencia. Macario necesita comida, pero también afecto, comprensión y un lugar en el mundo. Sin embargo, la sociedad que lo rodea solo le devuelve desprecio, gritos y represión. El hambre se convierte así en destino, porque no hay forma de escapar de una condena que lo atraviesa por completo.
En este sentido, Rulfo muestra cómo la marginación extrema condena a vivir bajo el imperio de lo básico. El hambre animaliza, reduce la vida a impulsos inmediatos, y al mismo tiempo desnuda la violencia de un entorno que nunca le ofrece un lugar digno. Macario, en su obsesión, revela la paradoja más dura: en un país donde la miseria se normaliza, la necesidad más primaria se vuelve el único lenguaje posible.
Felipa, quien le da de comer, aparece como un respiro dentro de ese vacío, pero también como confirmación de la condena. El hecho de que la única ternura que recibe esté asociada al acto de alimentarlo subraya que su existencia no puede pensarse fuera del hambre. No hay deseo ni afecto que no pase por la boca y por el estómago, como si el mundo entero se redujera a saciar un apetito imposible de colmar.
El infierno aprendido
En Macario, la religión no aparece como consuelo ni como refugio, sino como una sombra que amenaza constantemente con el fuego eterno. La madrina, figura autoritaria que sustituye a la madre ausente, representa esa voz moral que no enseña amor, sino miedo. El protagonista ha aprendido que el mundo está dividido entre el bien y el mal, entre los actos que conducen al cielo y los que lo arrojan directo al infierno. Sin embargo, lo que más inquieta no es la fe, sino la forma en que ésta se convierte en instrumento de represión.
La visión religiosa de Macario es fragmentaria, como todo lo que pasa por su mente, pero se repite con una insistencia obsesiva: “me voy a ir al infierno”. Esa idea se convierte en su certeza más firme. Lo paradójico es que, mientras repite con terror el destino de condena, busca en Felipa y en la comida las únicas formas de placer que conoce. Su vida oscila entonces entre la satisfacción inmediata y el temor eterno, entre el goce y el castigo. La religión no lo eleva, lo aplasta con su peso.
Aquí Rulfo hace visible una realidad que trasciende la ficción: la religión como fuerza social que en muchos pueblos se vive más como mecanismo de control que como espacio de esperanza. En la voz de Macario se perciben las huellas de un catecismo aprendido a golpes, donde los mandatos se reducen a prohibiciones. No hay espacio para comprender ni para la compasión. Por eso, incluso cuando recibe algo de ternura, lo traduce en culpa.
La madrina, que debería ser la protectora, se convierte en verdugo. Le grita, lo humilla y le recuerda constantemente los pecados que lo arrastrarán al infierno. Ella encarna el lado más severo de una religiosidad heredada que no se pregunta por el bienestar del otro, sino por la obediencia ciega a las normas. Su relación con Macario es la de una voz que castiga y nunca perdona, condenando a su ahijado a vivir en un permanente estado de temor.
Este “infierno aprendido” no es una metáfora abstracta: es un espacio psicológico que lo atrapa. Macario no sabe nombrar su dolor ni cuestionar las normas que lo oprimen; solo puede repetir las frases que lo han marcado. De ahí que el cuento no sea únicamente la historia de un personaje aislado, sino también la denuncia de cómo los discursos religiosos mal empleados perpetúan la exclusión y el sufrimiento de los más vulnerables.
“Felipa es para Macario alimento y condena: la única mano que lo acaricia y el motivo de su eterno miedo al infierno.”
Felipa y la ternura prohibida
Dentro del mundo sombrío de Macario, Felipa aparece como un personaje ambiguo: cuidadora, cómplice y transgresora. Ella es la única que le brinda alimento y afecto, pero esa relación no se limita a la ternura; incluye también una dimensión sexual que lo confunde y lo condena. Felipa no es simplemente la figura que calma el hambre, sino la que introduce a Macario en un territorio donde la comida y el deseo se entrelazan hasta volverse indistinguibles.
Para Macario, querer a Felipa es un acto natural: ella lo alimenta, lo acaricia, lo satisface. No puede separar el gesto de darle de comer de la experiencia del cuerpo. De ahí que el afecto se vuelva también deseo, aunque inmediatamente aparezca el miedo al castigo. El amor que siente está atravesado por la condena aprendida: querer a Felipa es también “ser malo”. El lenguaje del cuento transmite esa oscilación: entre la gratitud y la culpa, entre la inocencia de quien recibe cuidados y la conciencia de que esos cuidados están teñidos de lo prohibido.
Rulfo logra aquí un retrato brutal de cómo el deseo humano puede presentarse como una fuerza inevitable, incluso en contextos de represión y marginalidad. Felipa, desde la mirada externa, puede ser juzgada como abusiva, pero en el universo del cuento es más complejo: representa la única chispa de afecto que Macario recibe. Ella no lo condena, no lo golpea, no lo reduce al miedo del infierno. Al contrario, le da calor y alimento. En esa contradicción está la potencia del relato: lo que desde fuera parece un tabú, para Macario es su única posibilidad de sentirse querido.
Al mismo tiempo, este vínculo muestra cómo Rulfo articula lo corporal con lo espiritual en su literatura. En Macario, el cuerpo no puede separarse del alma: comer es gozar, gozar es pecar, y pecar es ir al infierno. El deseo aparece como una forma de salvación y de condena al mismo tiempo. Felipa encarna esa tensión: es el respiro de ternura en un mundo hostil, pero también la prueba de que todo lo que toca Macario se convierte en culpa.
La relación con Felipa puede leerse también como una metáfora de la exclusión. Macario, al ser marginado por todos, encuentra en ella un lugar de pertenencia, aunque sea en los bordes de lo permitido. Lo que para el resto de la sociedad es motivo de rechazo, para él es el único lazo humano verdadero. Así, el cuento nos obliga a replantear qué entendemos por afecto y qué límites impone la moral social.
La soledad de los desposeídos
Si hay un hilo que atraviesa toda la narrativa de Juan Rulfo, ese es la soledad. En Macario, esa soledad se expresa de manera radical: no es la nostalgia por alguien ausente ni la melancolía de un recuerdo perdido, sino una condena estructural, una forma de estar en el mundo sin posibilidad de pertenencia. Macario no solo está solo porque carece de afectos, sino porque vive fuera de los códigos que organizan la vida en comunidad. No entiende el lenguaje de la moral, de la religión o de la sociedad; se le imponen como gritos y castigos, nunca como diálogo.
La soledad del protagonista no se limita al aislamiento físico, sino que tiene una dimensión existencial. Vive rodeado de gente, pero nadie lo reconoce como igual. La madrina lo reprime, los demás lo desprecian y solo Felipa le ofrece un lazo ambiguo, en la frontera entre el cuidado y el pecado. Esa imposibilidad de establecer vínculos auténticos revela que la soledad de Macario no es casual: es producto de una estructura social que margina a los distintos, a los débiles, a los que no encajan en el molde.
Esta condición resuena con otros personajes del universo rulfiano. Pensemos en los muertos que hablan en Pedro Páramo, condenados a vagar en murmullos sin ser escuchados, o en los campesinos de El llano en llamas, atrapados entre la violencia y la miseria. Todos ellos comparten la misma herida: la imposibilidad de ser parte de un tejido social que los reconozca. Macario es quizá la versión más desnuda de esa herida, porque en su voz no hay siquiera un intento de explicar o justificarse. Su testimonio es puro desamparo.
La soledad, sin embargo, no aparece como un vacío silencioso, sino como un murmullo constante. La voz de Macario, con sus repeticiones y obsesiones, es la forma en que Rulfo nos hace escuchar esa soledad. No es un silencio total, sino un hablar que no encuentra respuesta, una palabra que se pierde en el aire sin destinatario. Ese detalle hace que el cuento se sienta tan inquietante: escuchamos a alguien que nunca fue escuchado en su propio mundo.
Rulfo, al darle la palabra a Macario, rompe por un momento esa condena. Nos obliga a entrar en su soledad, a habitarla desde dentro, a sentir el peso de un mundo donde el hambre, la religión y el deseo solo existen para reafirmar el abandono. Así, el cuento se convierte en un espejo de los desposeídos de todos los tiempos, de aquellos que la sociedad prefiere ignorar porque incomodan con su sola existencia.
“Macario sigue hablándonos desde la orilla: su voz es un recordatorio de que los olvidados nunca dejan de murmurar.”
Ecos que aún nos alcanzan
Aunque Macario fue escrito en la primera mitad del siglo XX, su resonancia no se agota en ese contexto. El eco de su voz sigue alcanzándonos porque expone realidades que aún persisten: la pobreza extrema, la marginación de quienes viven fuera de la norma y la instrumentalización de la religión como mecanismo de miedo. La vigencia del cuento radica en que nos obliga a preguntarnos por los olvidados de hoy, aquellos que, como Macario, siguen siendo invisibles para la sociedad.
El relato de Rulfo no se limita a un documento de época; es también un retrato universal del sufrimiento humano. En cada línea se percibe cómo las necesidades básicas –comer, ser querido, sentirse parte de algo– pueden convertirse en imposibles para los más vulnerables. Esa imposibilidad es la verdadera condena, más dura incluso que el infierno religioso que atormenta al protagonista.
Leer Macario en la actualidad es reconocer que las estructuras que generan exclusión no han desaparecido. Niños abandonados, enfermos mentales sin apoyo, comunidades rurales sin voz: todos ellos son herederos del mismo abandono que retrata Rulfo. El cuento funciona, entonces, como un recordatorio incómodo de que seguimos habitando un país y un mundo donde los márgenes se ensanchan y los desposeídos continúan hablando sin ser escuchados.
En la literatura de Rulfo, los muertos hablan y los olvidados murmuran. Al leer Macario, entendemos que esas voces no son fantasmas, sino parte de nuestra propia realidad. Escucharlas no significa solo conmovernos, sino asumir una responsabilidad: la de no repetir el silencio de la sociedad que los condena a la invisibilidad.
De este modo, el eco de Macario no es únicamente literario; es un llamado ético. Nos invita a cuestionar la indiferencia, a mirar hacia los bordes, a reconocer que la dignidad humana no debería depender de la fuerza, de la razón o de la obediencia religiosa, sino de la simple condición de existir.
Bibliografía
Rulfo, Juan. El llano en llamas. Fondo de Cultura Económica, 1953.
Pacheco, José Emilio. La narrativa de Juan Rulfo: interpretación de una obra. UNAM, 1973.
Leal, Luis. Juan Rulfo: El arte de narrar. Twayne Publishers, 1983.
Monsiváis, Carlos. “Rulfo: la voz del silencio”. En Días de guardar. Era, 1970.
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica, 1950. (para contextualizar la soledad y marginalidad en el México del siglo XX).