Juan Rulfo (México) - Diles que no me maten

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

Índice:
Cuento: Juan Rulfo (México) - Diles que no me maten
Ensayo: La herida que no cierra: ecos de muerte, culpa y memoria en 'Diles que no me maten
Bibliografía

Diles que no me maten

Juan Rulfo
(México)

(Cita)

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. -No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato. ​

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

La herida que no cierra: ecos de muerte, culpa y memoria en 'Diles que no me maten

B. Itzamaná

A veces una historia corta puede decir más que una novela entera. Diles que no me maten, uno de los relatos más intensos de Juan Rulfo, parece sencillo al comienzo: un hombre suplica que no lo maten, su hijo intercede, y el final es ineludible. Pero, como ocurre con muchos de los textos de Rulfo, detrás de esa aparente simplicidad se esconde un universo entero de emociones, símbolos y silencios. Este ensayo nace del deseo de mirar más allá de lo evidente, de detenerse a escuchar lo que no se dice en voz alta, y de interpretar lo que vibra en el fondo de las palabras.

Leer a Juan Rulfo es entrar en un mundo donde el dolor es viejo, donde la tierra es seca y dura, y donde la vida y la muerte se miran de frente sin adornos. Su forma de narrar no busca impresionar, sino revelar algo más profundo: una verdad que muchas veces se esconde detrás del sufrimiento, del silencio o del castigo. En este cuento en particular, la historia de Juvencio Nava no es solo la de un hombre que mató y luego huyó. Es la historia de alguien que vivió con miedo, con culpa, con la espera constante de una justicia que llega tarde, pero llega.

Este ensayo se propone realizar una lectura hermenéutica del cuento. Esto significa que iremos entrando poco a poco en el sentido más hondo del texto, tratando de comprender no solo lo que sucede, sino por qué sucede y qué significa. No nos quedaremos en los hechos, sino que buscaremos entender las emociones, los símbolos, los silencios, y sobre todo, la forma en que este relato puede hablarnos incluso hoy, tantos años después de haber sido escrito.

Analizaremos el cuento como un todo, pero también nos detendremos en partes clave: la relación entre padre e hijo, el papel del tiempo, la muerte, el castigo, la violencia, la tierra. Nos apoyaremos en la manera en que se pueden interpretar los textos desde dentro, es decir, tratando de ponerse en el lugar de los personajes, de sentir lo que sienten, de pensar lo que piensan. La lectura hermenéutica es, en el fondo, un diálogo entre el lector y el texto. Y eso es lo que haremos aquí: conversar con Rulfo, con Juvencio, con su hijo, con el sargento, con los ecos de un México que todavía resuena en estas líneas.

Este no será un análisis desde la frialdad de la teoría, sino desde la cercanía de la experiencia humana. Porque Diles que no me maten no solo nos cuenta una historia, sino que nos enfrenta a preguntas que todos, en algún momento, nos hemos hecho: ¿Podemos huir de nuestras acciones? ¿Existe un castigo justo? ¿Es posible el perdón? ¿Cómo se heredan el dolor y el miedo?

Estas son las preguntas que guiarán nuestro recorrido. Y como en todo viaje, no se trata solo de llegar a una respuesta, sino de dejarse transformar por lo que se encuentra en el camino.

El tiempo detenido: una primera lectura del relato

Desde la primera línea, Diles que no me maten atrapa con una súplica que es más que una frase: es un grito desesperado que se arrastra por el tiempo. La historia inicia con un hombre, Juvencio Nava, que le ruega a su hijo que lo salve. No hay introducciones largas ni descripciones elaboradas. Solo esa frase urgente, que da la impresión de haber estado resonando mucho antes de que comenzara el cuento. Es como si el relato ya estuviera ocurriendo desde hace años, y nosotros, como lectores, solo nos asomáramos por un momento a una escena que lleva mucho tiempo esperando su desenlace.

Esta sensación de tiempo suspendido es una de las primeras cosas que se perciben al leer el cuento. Todo gira en torno a un pasado que nunca se ha cerrado del todo, a una culpa que sigue viva aunque los años hayan pasado. Juvencio mató a un hombre hace treinta y cinco años, y desde entonces ha vivido huyendo, escondido, buscando favores, comprando protección. Ha sobrevivido, sí, pero no ha vivido en paz. Es como si la muerte que provocó lo hubiera seguido durante toda su vida, y ahora, después de tanto tiempo, finalmente lo alcanza.

En esta lectura inicial, sin necesidad de teorías complicadas, ya se siente que lo que está en juego no es solo la vida de un hombre, sino algo más profundo: la manera en que el pasado se aferra a nosotros, la forma en que las decisiones nos persiguen, y cómo el tiempo no siempre cura, sino que a veces simplemente alarga el sufrimiento.

Lo que impresiona también es la manera en que Rulfo logra transmitir tanto con tan poco. Los personajes no se describen con detalle. No sabemos cómo es físicamente Juvencio, ni su hijo, ni los soldados que vienen a buscarlo. Pero eso no importa, porque lo que importa es lo que sienten, lo que piensan, lo que cargan por dentro. El miedo, la desesperación, la impotencia. Todo eso está ahí, en cada línea, incluso en lo que no se dice.

Otra cosa que llama la atención en esta primera mirada es el silencio. Hay muchas pausas en el cuento, muchas frases cortas, muchos momentos donde parece que el texto respira. Es un silencio que no es vacío, sino denso. Un silencio que habla. En los cuentos de Rulfo, el silencio tiene tanto peso como las palabras, y en este caso ese silencio está lleno de recuerdos, de miedo, de resignación.

Al final de esta primera lectura, uno se queda con la sensación de que la historia no trata solo de la muerte, sino del tiempo. No del tiempo como una línea que avanza, sino como algo que se detiene, que se repite, que no deja avanzar. Juvencio mató hace décadas, pero en realidad nunca dejó de estar en ese momento. Y ahora, frente a la muerte que se acerca, lo único que puede hacer es suplicar. Pero nadie escucha ya, porque el destino ya está escrito.

Es aquí donde la historia comienza a mostrar su verdadera fuerza: en ese espacio donde el pasado no ha muerto, donde el presente no tiene salida, y donde el futuro es solo la repetición de lo que ya fue. Un círculo que no se rompe. Un tiempo detenido.

Padre, hijo y memoria: las voces que sobreviven

En Diles que no me maten, hay un vínculo que, aunque breve en el texto, sostiene gran parte del peso emocional de la historia: la relación entre Juvencio Nava y su hijo Justino. No es una relación amorosa ni cálida, al menos no en lo visible. Pero es real, está cargada de sentido, y actúa como un puente entre dos mundos: el del pasado que cometió un crimen, y el del presente que hereda sus consecuencias.

El cuento comienza con la voz de Juvencio, suplicando: “¡Diles que no me maten, Justino!” Esa primera frase ya lo dice todo. No hay contexto previo, solo el grito desesperado de un hombre al que el miedo ha vuelto niño. Y lo más interesante es que se dirige a su hijo, no a una figura de autoridad, ni a Dios, ni al recuerdo del hombre que mató. Le habla a su hijo como si fuera su única esperanza, su salvación. Pero también, quizás sin quererlo, le lanza una carga: la de interceder, la de mancharse las manos por él.

Justino aparece poco en la historia, pero su papel es crucial. Es el intermediario entre el condenado y el mundo. Es quien, tal vez por obligación moral o por la presión emocional de ver a su padre suplicando, va a hablar con los militares para intentar salvarlo. Lo que no dice Justino en el cuento es tan importante como lo que sí dice. Nunca muestra amor explícito. No hay abrazos, ni palabras tiernas, ni promesas. Su respuesta a la súplica de su padre es seca, casi resignada: “Está bien, padre. Haré lo que pueda.” Y lo hace. Va, pregunta, ruega. Pero todo en él parece estar lleno de cansancio, como si esa historia ya la hubiera escuchado muchas veces, como si llevara la culpa de su padre sobre los hombros desde siempre.

Este intercambio silencioso entre padre e hijo es uno de los momentos más poderosos del relato. Porque habla de la herencia invisible, esa que no se transmite por sangre, sino por memoria, por dolor, por silencio. Justino no solo es el hijo de Juvencio; es también la extensión de su historia. Él no mató a nadie, pero vive como si hubiera estado ahí, como si ese crimen también le perteneciera. Es el ejemplo perfecto de cómo los actos de una generación se filtran en la siguiente, como un eco que no deja de repetirse.

Y en medio de todo esto, aparece la memoria. No como un recuerdo ordenado y limpio, sino como un remolino de imágenes que vuelven y duelen. Juvencio recuerda lo que hizo, cómo lo hizo, por qué lo hizo. Y al hacerlo, no justifica nada, pero tampoco se arrepiente con claridad. Lo que siente no es culpa en el sentido tradicional, sino miedo. El miedo de quien sabe que lo que hizo ya no puede cambiarse, pero igual sueña con evitar el castigo. Es una memoria que no cura, sino que pesa. Que no redime, pero sí acompaña.

A través de estas voces —la de Juvencio que suplica, la de Justino que duda, la del recuerdo que acusa— se construye un relato donde el lazo entre padre e hijo es todo menos ideal. No hay orgullo, ni alegría, ni orgullo familiar. Hay necesidad, hay temor, hay un cariño que no se dice, pero que se adivina en los actos. Porque Justino pudo haberse negado, pudo haber dicho: “No me metas en esto”. Pero fue. Y eso, en un mundo como el de Rulfo, donde el amor no se grita, es quizá la forma más honesta de amor que puede existir.

Lo que sobrevive al final del cuento no es el cuerpo de Juvencio, ni su historia oficial, ni su nombre. Lo que sobrevive son las voces. La del padre que ruega, la del hijo que carga con lo que no hizo, y la del lector que, sin querer, también escucha y queda marcado. Porque en esta historia, como en tantas otras, la muerte no borra nada. Solo hace que la memoria hable más fuerte.

El castigo y la espera: lectura simbólica de la muerte

En Diles que no me maten, la muerte no es solo un hecho inevitable. Es una presencia que se arrastra, que se anticipa, que se insinúa mucho antes de llegar. No cae de golpe, no sorprende. Todo lo contrario: se hace esperar. Se convierte en castigo, en amenaza, en sombra que persigue. Y es precisamente esa espera lo que la vuelve más cruel, más insoportable, más poderosa.

Desde el comienzo del cuento, Juvencio Nava no está huyendo de la muerte, sino de algo aún más temible: del momento en que se cumpla la sentencia que ha sentido sobre él desde hace décadas. Mató a Don Lupe, sí, pero no fue detenido en ese instante. No hubo juicio inmediato, ni justicia rápida. Lo que hubo fue un largo castigo que se vivió en vida: años enteros escondido, temiendo por su vida, sin poder dormir en paz, confiando en influencias, comprando perdones, siempre con la certeza de que la muerte lo estaba alcanzando, poco a poco.

Aquí Rulfo plantea algo muy profundo: que el verdadero castigo no es la muerte en sí, sino el vivir con ella a cuestas. Juvencio no muere de inmediato, pero desde que comete el crimen deja de vivir libremente. Se convierte en un hombre que respira con dificultad, que se mueve mirando por encima del hombro, que no tiene un hogar firme ni un descanso verdadero. La muerte, entonces, se vuelve más que un final: es una condición. Vive muerto desde hace años, y lo sabe.

Esa espera desgasta. Lo vemos en sus palabras, en la desesperación de su súplica, en la forma en que se aferra a cualquier posibilidad, por pequeña que sea. Pero al mismo tiempo, hay algo casi irónico en esta espera: mientras más desea que la muerte no llegue, más inevitable se vuelve. Como si el relato entero estuviera jugando con esa contradicción: el hombre que quiere vivir, pero que ya no tiene vida.

Hay un momento clave en el cuento, cuando los soldados vienen por Juvencio. No se resiste. No grita. No corre. En cierto modo, parece que se entrega. Quizás porque, después de tantos años de esperar la muerte, al fin ha dejado de tener fuerzas para seguir huyendo. O quizá porque hay un punto en el que el miedo se agota, y solo queda el cansancio.

La muerte, entonces, aparece no como un castigo impuesto de forma brutal, sino como una conclusión lógica. No hay necesidad de dramatismos. No hay juicio formal. Solo una ejecución silenciosa, casi rutinaria. Y eso es lo que más duele: que ni siquiera su muerte tenga un lugar especial. Lo matan por lo que hizo, pero también por lo que representa. Es el pasado cobrándose una deuda, sin importar cuánto haya pasado, ni cuán arrepentido esté, ni cuánto haya sufrido ya.

Además, en este relato, la muerte se cruza con otros símbolos que la hacen aún más potente. Uno de ellos es la tierra. Juvencio se esconde en sus tierras, compra terrenos para sentirse seguro, pero al final, esas mismas tierras son testigo de su condena. En Rulfo, la tierra nunca es neutra. Siempre está cargada de historia, de dolor, de violencia. Es como si el suelo mismo recordara lo que se ha hecho sobre él, y terminara siendo cómplice de la justicia que llega tarde, pero llega.

Otro símbolo clave es el silencio. El cuento está lleno de silencios: el silencio de Justino, el silencio de los soldados, el silencio de los que rodean la muerte de Juvencio. Es un silencio espeso, que no necesita explicaciones. En él, la muerte se vuelve todavía más definitiva, porque no hay palabras que la suavicen ni gestos que la cuestionen. Solo ocurre.

Al final, lo que Rulfo nos deja no es simplemente la historia de un hombre al que matan por un crimen del pasado. Es algo más profundo: la imagen de alguien que vive toda su vida esperando la muerte, y que cuando por fin la encuentra, ya está vacío, ya no lucha. La muerte es, entonces, el castigo que llega cuando ya no queda nada que castigar.

Y ese mensaje, tan sencillo y tan terrible a la vez, resuena más allá del cuento. Porque todos, en algún nivel, conocemos ese miedo que no se nombra, esa espera que se alarga, esa culpa que no se olvida. Y Rulfo, sin juzgar, sin adornar, nos la muestra con una claridad que duele.

La violencia como herencia y destino

En el mundo que construye Juan Rulfo, la violencia no es una excepción. No es algo que aparece de manera sorpresiva ni como un accidente. Es una forma de vida. Está en la tierra, en las palabras, en el silencio. En Diles que no me maten, la violencia no solo se narra, se respira. Es una atmósfera que rodea a los personajes y los va marcando hasta dejarlos atrapados en ella como si fuera parte de su piel, de su historia, de su destino.

Juvencio Nava mató. Eso es lo que sabemos desde el comienzo, y lo que marca todo el relato. Pero no mató por odio puro ni por una ambición desmedida. Mató por necesidad, por desesperación, por sentirse acorralado. La historia que él mismo cuenta —esa disputa por el pasto, por las vacas, por la tierra— revela un mundo en el que la vida vale poco y en el que la justicia no llega desde arriba, sino que cada quien la impone como puede. No se trata de justificar el crimen, sino de comprender que, en ese entorno, matar puede ser una forma de sobrevivir.

Lo más perturbador es cómo la violencia se vuelve algo cotidiano. Juvencio no se arrepiente de haber matado; se lamenta por lo que vino después. No dice “estuvo mal lo que hice”, sino “no sabía que iba a costarme tanto”. Esa lógica es terrible, pero coherente dentro del universo del cuento. En un mundo donde las instituciones no protegen, donde la pobreza aprieta y donde la ley es débil o inexistente, la violencia no se ve como una elección, sino como un camino natural. Es una herramienta. Y por eso, quien mata no siempre se siente culpable, sino simplemente parte del juego.

Pero Rulfo va más allá. No se limita a mostrar la violencia del acto, sino que la extiende como una mancha que alcanza a todos. Justino, el hijo, no ha matado a nadie. No ha disparado, no ha amenazado, no ha peleado por tierras. Sin embargo, también está atrapado. Hereda la historia de su padre. Carga con el peso de ese pasado. Es él quien debe ir a suplicar, quien se ve obligado a negociar con los soldados, quien arrastra una vergüenza que no es suya. Eso es lo más triste de la violencia: que no se queda solo con quienes la ejercen, sino que se transmite, como una enfermedad.

Así, la violencia en el cuento se convierte en una herencia. No una herencia que se recibe con orgullo, como una tierra o un apellido. Es una herencia que duele, que incomoda, que se sufre. Y es también un destino. Porque una vez que se ha cruzado la línea de matar, ya no hay marcha atrás. Juvencio lo sabe. Por eso se esconde, por eso ruega. Intuye que la violencia que él ejerció algún día regresará. Y así ocurre.

Lo más inquietante es que esa violencia tampoco tiene redención. No hay espacio en el cuento para el perdón, ni para una reconciliación final. El hijo del hombre asesinado no quiere explicaciones ni palabras bonitas. Quiere justicia, aunque sea tardía. Y la aplica con frialdad, como si fuera un deber. En ese momento, la violencia se repite. Se cumple un ciclo. Una muerte lleva a otra. Y uno queda con la sensación de que eso no va a detenerse, de que ese mundo está atrapado en una rueda que gira y gira, siempre alrededor del mismo eje: la muerte por venganza.

Rulfo no ofrece soluciones. No nos dice qué se debe hacer para romper ese ciclo. Solo lo muestra con brutal claridad. Nos hace ver cómo la violencia nace de la necesidad, se justifica en la miseria, y se perpetúa por el dolor. Cómo pasa de padres a hijos, de tierras a tumbas, de silencios a disparos. Y lo más desgarrador es que, al terminar el cuento, uno no sabe si sentir pena por Juvencio, por Justino, o por todos los que vendrán después, repitiendo la misma historia.

En ese universo seco, callado, herido, la violencia no es un trueno repentino. Es un murmullo constante. Una promesa amarga. Un destino que parece imposible de evitar.

Un grito que aún resuena

Al llegar al final de Diles que no me maten, el lector no se encuentra con una historia cerrada, sino con una herida abierta. El relato de Juan Rulfo no se resuelve de manera definitiva; más bien, se clava en la memoria con esa frase que lo inicia todo y que, de alguna manera, lo abarca por completo: “¡Diles que no me maten!” Es un grito que no se apaga cuando termina el cuento. Al contrario, sigue resonando, como si no encontrara respuesta, como si estuviera dirigido no solo a los personajes, sino también a nosotros, los lectores.

Ese grito es más que una súplica. Es la voz de quien ha vivido demasiado tiempo con miedo, de quien sabe que ya no hay salida, pero igual ruega. Y es también una acusación. Porque nos obliga a mirar de frente la injusticia, la desesperación, el ciclo de violencia que se repite sin cesar. Rulfo, con su lenguaje seco y preciso, con su mundo de polvo y silencio, no nos ofrece moralejas, pero nos deja preguntas que incomodan: ¿Hasta cuándo se arrastra una culpa? ¿Quién puede redimir al que ha matado? ¿Cómo se detiene una violencia que parece heredarse como si fuera parte del destino?

A lo largo del cuento, hemos visto cómo el tiempo no sana, sino que petrifica; cómo la muerte no llega para cerrar, sino para completar un ciclo de castigo; cómo la relación entre padre e hijo no es solo de sangre, sino también de peso compartido. Y todo esto lo hemos observado no desde la frialdad de una teoría, sino desde la cercanía que Rulfo nos impone: esa sensación de estar escuchando algo muy antiguo y muy humano, como si nos contaran al oído una historia de la que también podríamos formar parte.

El mérito de Rulfo está precisamente ahí: en contar lo más profundo con las palabras más sencillas. En decir mucho sin necesidad de adornos. En hacernos ver que lo trágico no siempre necesita grandes escenarios, sino que puede ocurrir en un campo seco, en una choza olvidada, en la voz cansada de un hombre que solo quiere vivir un poco más. Y al hacerlo, nos obliga a reconocer que las historias como la de Juvencio Nava no son exclusivas de un tiempo pasado ni de un lugar específico. Son historias que se repiten en distintas formas, en distintos cuerpos, en distintos rincones del mundo.

Diles que no me maten es un cuento breve, pero su fuerza está en la profundidad con la que toca temas universales: la justicia, la culpa, el miedo, el paso del tiempo, la violencia. Es una historia que parece simple al principio, pero que crece dentro de uno mientras más se piensa en ella. Porque no habla solo de un crimen, ni de una venganza. Habla de la condición humana. De esa fragilidad que nos hace capaces de matar, pero también de rogar. De ese miedo que nos vuelve pequeños. De ese destino que parece escrito desde antes de que empecemos a vivir.

Así, el grito de Juvencio sigue ahí. No lo apagaron los disparos, ni el paso del tiempo. Porque es el grito de todos los que han sido condenados antes de ser escuchados. De todos los que han cargado culpas sin poder explicarse. De todos los que heredan el dolor sin entenderlo. Es un grito que aún resuena. Y quizá lo seguirá haciendo, mientras haya alguien que lea estas palabras, y sienta que algo de ellas también le pertenece.

Bibliografía

  • Rulfo, Juan. El Llano en llamas. México: Fondo de Cultura Económica, 1953.

  • Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica, 1950.

  • Ricoeur, Paul. La metáfora viva. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1980.

  • González, Aníbal. La crítica literaria y el texto hispanoamericano. Madrid: Iberoamericana, 2002.

  • Barthes, Roland. El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1987.

  • Piglia, Ricardo. Formas breves. Barcelona: Anagrama, 1999.