Jorge Etcheverry Arcaya (Chile) - DREAMSHAPING
El fin de la literatura, ese coloso con pies de barro, ese tigre de papel, puede ser considerado como un efecto del Dreamshaping, aunque no fuera el resultado más importante de este nuevo fenómeno.


Mimeógrafo #144
Mayo 2025
DREAMSHAPING
Jorge Etcheverry Arcaya
(Chile)
Cita
El fin de la literatura, ese coloso con pies de barro, ese tigre de papel, puede ser considerado como un efecto del Dreamshaping, aunque no fuera el resultado más importante de este nuevo fenómeno. Algunos podrán incluso afirmar que esto sólo le ocasionó molestias a alguna gente en las universidades y a algunas revistas con subvención estatal, a veces muy bien presentadas en papel o en línea, tenemos que reconocerlo, y que en su momento solían contar con más de un centenar de suscriptores. Otros se atreverían incluso a decir que esta nueva moda estaba muy lejos de ser una industria en sus comienzos: no fue más que el golpe final a la literatura. Por otro lado, y desde hacía bastante tiempo, casi todo el mundo miraba la televisión,o leía en papel o medios virtuales lo que se llamaba paraliteratura --cosas románticas, de ciencia ficción, aventuras, biografías, testimonios, etc.-- o historietas, como en el caso mío, y flotaba en el ambiente un sentimiento general aunque inarticulado, que podría ser muy bien representado por una de las primeras cartas de François a la menor de sus primas en segundo grado de Medicine Hat (ese pintoresco pueblito en Alberta), y que se guarda en las bóvedas del Museo de la Civilización: “.. cuál es el objeto de leer sobre las tribulaciones de un tipo o una fulana x, a veces a través de cientos de páginas aburridas, cuando la situación del mundo en que vivimos es tal que la gente se está muriendo como moscas por todas partes, hay conflictos religiosos y de todo tipo y a los que vamos quedando no nos queda más que sentarnos a esperar un poco hasta que la contaminación termine de envenenar los ya escasos recursos naturales, o que incluso el SIDA, con todo el tiempo a su favor, extermine a la raza humana por el simple peso de la proporción geométrica, digamos en unos mil o dos mil años”.
La intelligentsia (es decir la élite) de la mayoría de los países, es decir la parte de la misma que no era ciega frente a estas circunstancias, había decidido, parece, adoptar una actitud más o menos fatalista, y por ese entonces aquellos dedicados a la publicación de libros o revistas parece que hubieran dicho “Qué le vamos a hacer, total”, y se había intensificado esa tendencia que había a publicar básicamente a familiares y amigos, miembros de sus grupos étnicos o religiosos, gente de su misma afliación, etc.. Pero para entonces, las circunstancias que habrían de dar nacimiento al Dreamshaping ya estaban maduras, y no era más que un asunto de estadísticas que el descubrimiento se produjera, a través de éste o de aquel, aquí o allá, hoy día o mañana, ya que respondía a una necesidad, un imperativo, podríamos decir, de los tiempos, y que de alguna manera ya anunciaban los cada vez más usados medios virtuales, que aislaban a los jóvenes por ejemplo, a la vez que los comunicaba en un ámbito que ya no era el de la calle que pisaban, el café en que sentaban. Pero, como todo el mundo sabe, y como siempre pasa con los grandes inventos y descubrimientos, tenía que existir un vehículo individual. No creo que las así llamadas fuerzas históricas puedan explicar el origen de todos los fenómenos sociales y culturales, a pesar de que sé que con esta afirmación corro el riesgo de alienarme a los partidarios del neo-determinismo, que no es una resurgencia del marxismo, como muchos sostienen, y que está tan a la moda en nuestros recintos académicos.
Esa mañana François Laffayatte había caminado un rato por la calle Saint-Denis (no la de París, sino la de Montréal) con su último manuscrito rechazado en su tableta. A pesar de haberse mudado a Montréal, cuya atmósfera artística le había sido alabada por casi toda la gente que conocía, le había sido imposible lograr que le publicaran su novela. Cuando llamada a los editores por teléfono—ya que el email en estos casos no funciona —éstos le preguntaban si conocía a éste o al de más allá, o le decían que se mantendrían en contacto con él y que lo llamarían de vuelta o le mandarían un emilio tan pronto como fuera posible. Algunos incluso le preguntaban si había personajes quebequenses en su novela, o, expresado de otra manera más ‘oficial’, si había ‘contenido quebequense. François sabía entonces con seguridad que no había chance. Tenía que arreglar las entrevistas desde un teléfono público--de los pocos que quedaban-- en la estación del metro Laurier porque le habían desconectado el teléfono y no tenía la plata para pagar la cuenta y menos para la reconexión. Cuando se producía alguna de las entrevistas, y siendo una persona observadora, le bastaba fijarse en la manera en que los editores lo miraban para que supiera que lo iban a rechazar.
Porque a pesar de su apellido, bastante prestigioso, y que incluso era glorioso en la Norteamérica francesa, François no era un quebequense. En el mejor de los casos, su francés era instrumental, como se dice, ya que había nacido y crecido, tanto en un sentido físico como espiritual, en Medicine Hat, Alberta, un pueblo, podríamos incluso decir una ciudad, que goza de una comunidad francófona antigua y muy activa, muy respetada por cierto por el resto de la población, pero que existiendo en un ambiente de habla inglesa, había ido perdiendo su idioma original con el correr de las generaciones. Cabe hacer notar que ésta era además una ciudad conocida por su emprendedora Unión de Escritores. Algunos estudiosos han intentado vincular Dreamshaping, de una manera que debo confesar me resulta poco clara, con esas primeras etapas en los años de formación de François Laffayette. Lo que sólo patentiza los excesos del método genético que considero personalmente que no es nada más que una variante del Neo-Determinismo arriba mencionado. Sabemos con seguridad que con posterioridad François se mudó a Ottawa, parece que solo. Se sabe que por ese entonces ya estaba escribiendo, o tratando de hacerlo. La versión que lo presenta abandonando su ciudad natal en brazos de una ambición casi mesiánica, o para recuperarse de una pasión insatisfecha, o luego de una pelea tremenda con sus progenitores, me parece que es una gran exageración. No tiene nada de raro que un joven de provincias se vaya a la capital, para construírse un futuro mejor, o para escapar del aburrimiento y la estrechez de miras de su pueblo natal, o porque sí. Yo mismo nací en un pueblecito de las Prince Edward Islands, y nunca me he arrepentido de mi decisión personal.
Pero lo importante es que al cabo de unos años y por razones que entenderá cualquier , por así decir, intelectual, que decida radicarse en Ottawa, o que se quede varado en esta playa gris, terminó por hacer sus escuálidas maletas y terminó en Montreal, la segunda ciudad del mundo francófono, después del París mitológico y sempiterno, pese a la monstruosa mole del Georges Pompidou, sus ghettos que periódicamnte explotan y de los edificios de los complejos habitacionales de suburbios, que tanto afean a la Ciudad Luz.
Acostumbrado al”’preocúpate de tus propios asuntos” de Ottawa y al hecho de que la mayoría de los escritores locales que conocía eran tipos y niñas educados, generalmente fruto de hogares anodinos de clase media, que se vestían y comportaban como el resto de los mortales, claro que un poco para el lado de la escasez de medios a veces, se asombró al llegar a Montréal, donde se encontraba siempre envuelto en todo tipo de conversaciones, reales y virtuales, que casi nunca tenían que ver con la situación concreta que de que se trataba en el mundo y tiempo reales, que podía ser una ida al almacén a comprar cigarrillos o un litro de leche. Le encantaban las tiendas de libros de segunda mano a las que iba para satisfacer su insaciable curiosidad intelectual, las únicas a las que podía ir por razones económicas, aparte de las bibliotecas públicas y el browsing en el web, y donde podía encontrar las cosas más inesperadas a precios de liquidación: Las mismas historietas para adultos por las que uno pagaba más de diez dólares en, digamos, Arthur’s en Ottawa, en la calle Bank, podían encontrarse aquí en abundancia y por un dólar. (Aquí como en otros detalles de la vida cotidiana en el Canadá de los tiempos de François, remito al lector al excelente estudio de Robert Leech Canada at the Turn of the Century).
Existía en ese entonces en Montréal, como en casi todo el mundo occidental por lo demás, una inclinación por las ciencias ocultas, por razones sociológicas bastante estudiadas y que no vamos a tratar aquí, y que manifestada en una gran proliferación de sectas de todas las confesiones, algunas de las cuales compartieron el aciago destino del renombrado Solar Temple. Existían en pleno centro de la ciudad varias librerías dedicadas por completo a ese campo. No tenía ese componente cultural el prestigio semioficial de que gozaba en Ottawa por ejemplo, en que el se rumoreaba que un x alcalde había honrado con su presencia las celebraciones del aniversario de la Hermandad Rosacruz. Pero era suficiente para François, que era un aficionado a caminar despacio por las calles, las manos en los bolsillos, mirando en los escaparates esas ediciones fuera del alcance de sus medios económicos, mientras a su alrededor sus contemporáneos caminaban con la vista fija en sus respectivas minipantallas. Una vez estimulado, dirigía sus pasos hacia las librerías de segunda mano, donde podía encontrar casi los mismos textos diez veces más baratos. No es necesario mencionar que estaba sin trabajo: en Calgary, ciudad importante de la provincia de Alberta en que estaba su pueblo natal, y dotada de una prestigiosa universidad, y luego de la muerte de sus padres en un accidente automovilístico, una de sus esporádicas fuentes de ingreso había consistido en la práctica ligeramente ilegal de escribir exámenes, disertaciones, informes de lectura y pareciera una que otra tesis de máster (siempre en el campo de las artes), para compañeros con más medios, más compromisos sociales y menos tiempo para estudiar. No le fue difícil más adelante recurrir a los mismos medios en Ottawa, con sus dos flamantes universidades, pero en todo caso era más fácil conseguir asistencia social. Las colas en la oficina de Welfare en Bank y Somerset, al borde del barrio chino, eran un paseo más que una humillación (según otro email a su prima preferida). Le parecía que los jóvenes más brillantes y las niñas más lindas se habían cambiado a la calle Somerset en masa e hinchaban los rangos de la Asistencia Social, mientras la así llamada gente honesta de todo tipo y edad sudaba la gota gorda en los días de verano, trabajando ocho horas en oficinas privadas y reparticiones públicas, comiéndose un lunch apurado en los pésimos restoranes o en las infectas cafeterías de las oficinas de gobierno que se desparramaban por el centro como manchones grises, de piedra.
Los edificios de paredes cristalinas, más nuevos, se levantaban hacia el cielo como monumentos melancólicos de desolación mientras que a pocas cuadras, los receptores de la Asistencia Social, tendidos en el pasto en las mañanas de verano, intercambiaban conversación y cigarrillos (y quizás otras sustancias en ese entonces proscritas). La tendencia común de conectar la marginalidad de Laffayette con la utopía que se busca y se encuentra en la circunstancia cotidiana nos parece que tiende más a expresar la necesidad de simetría de quien ejerce como historiador antes que a la realidad desnuda. Cabe decir, disculpando sin embargo a estos estudiosos, que no es extraño que la añoranza de los tiempos del estado para el bienestar (Welfare State), con sus generosos programas sociales, se transforme en utopía luego de décadas de capitalismo darwiniano neo con. En la vida corriente, como en la investigación académica, pareciera que se cumple la ley psicológica universal de que todo tiempo pasado fue mejor.
En cambio, puede que François haya estado sumido en una profunda depresión parado en la fila, consciente de la posibilidad de que alguno de sus compañeros de la universidad o alguno de sus conocidos escritores o poetas lo viera, y quizás tratara de hacerse lo menos visible que podía. A lo mejor se sintió avergonzado cuando la visitadora social visitó su departamento para tasar sus posesiones y asegurarse de que estaba viviendo solo, como era la práctica a que se sometía a los receptores de la Asistencia Social en esos tiempos en que se volvía al capitalismo duro, que se alzaba remozado como un ave fénix desde su nido de cenizas, que era lo que restaba del imparable socialismo ascendente de tan sólo unas décadas atrás. Si la visitadora hubiera descubierto el saco de dormir de Rossie apelotonado en el clóset, incluso los escasos recursos de la Asistencia Social le habrían sido negados a François, empujándolo a abandonar la ciudad capital antes del momento en que realmente lo hizo, e interrumpiendo quizás su desarrollo.
Pero tan pronto como se conoce un medio ambiente particular y los primeros vagabundeos exploratorios (factuales y metafóricos) producen su botín, uno puede comenzar a ansiar horizontes mayores. Cuántos inmigrantes y refugiados hubo que se estrellaban como una ola inextinguible contra la costa escarpada de este país lo hacían movidos por esta misma ansia, sin siquiera saberlo--sólo para terminar instalando una tienda en la esquina o un restaurante étnico, si eran emprendedores, terminando el resto fundidos con las hordas grises que habitan las ciudades post-industriales--pero no nos alejemos mucho del tema. Habiendo tomado contacto con los escritores locales y publicado algunos textos inclasificables en las tres revistas literarias de la ciudad, o en el web (además de en otra producida en las colinas de los alrededores) y luego de recitar en dos de los tres talleres de poesía y asistir a algunas de las reuniones de los prosistas locales, François comenzó a considerar una vuelta eventual a sus raíces, como estaba de modo por ese entonces, redescubriendo su lengua materna, en la que, por ese entonces le mencionó a alguien, se acordaba que su abuelo se ponía a maldecir cuando llegaba a la casa ebrio luego de haberse pasado varios días o semanas en la reserva de los indios Stone (algunos afirman con certeza que François tenía sangre indígena).
Y todo porque mandó a una revista algunos poemas traducidos al francés por una amiga, con la que quizás tenía la esperanza de que pasara algo como resultado de ser él un poeta, que podía servir para otros fines que para lograr un reconocimiento institucional variable, ya que por lo menos servía entre las mujeres no todavía maduras que componían una buena parte del público de los recitales y las reuniones en algún bar cercano que los seguían. Pero el asunto es que consiguió las traducciones y las mandó a la única revista del lado francés de la ciudad de Ottawa (Hull). Sorprendido por el apellido francés del autor y el apellido inglés de la traductora, el editor llamó a François por teléfono, cosa decisiva en esos tiempos de comunicación electrónica (en ese entonces tenía uno) curioso de saber sus antecedentes, diciéndole que alguien con su talento tenía el deber, o mejor aún, la obligación, de reestablecer contacto con sus ancestros, su lengua madre, tan fatal y tenuemente repartida por toda Norteamérica y ahora más que nunca en peligro de extinción o de ser sofocada por razones históricas muy bien conocidas por todos, y metiéndole en la cabeza la idea de irse a Montréal. El hombre le dio también la dirección de una mujer que dirigía un centro de estudios de la literatura acadiana en otra provincia, en la ciudad costera de Moncton.
Fue a este mismo editor, una voz con un inglés con acento y una faz vaga que lo acompañaba, a quien François recurrió más adelante, una vez en Montréal y luego de varios meses de comercialización infructuosa y virtual de su producción escrita. Debido a ese fenómeno de la naturaleza humana (si es que hay alguna) que consiste en que cuando se está en una situación de aislamiento extremo uno termina entregándose incluso a un total desconocido, nuestro héroe decidió hacer algo. Es una experiencia común que después de algunos tragos e inmersos en la situación arriba descrita, incluso los hombres o mujeres más tímidos o reservados terminarán por contarle a alguien la historia de su vida. Otra variación. Si se trata de una mujer, seguramente que terminará en un lecho. En fin, luego de algunas semanas (o quizás meses) en esta ciudad enorme, extraña, fría, vagamente europea e insidiosamente superficial, con gente que gasta una extraordinaria cantidad de energía, y obtiene una abundante gratificación con el sólo hecho de lograr que los demás la vean, de mostrarse, François decidió mejorar al menos su manera de comunicarse.
El hecho de que todo el mundo parecía ansioso de entablar conversaciones (algo muy positivo al comienzo ya que hay más frialdad en el trato en Ottawa que en el Oeste de donde el autor en ciernes procedía) le parecía indicar que este curso de acción podía ser provechoso. La mencionada característica de la gente de Montreal es positiva en teoría, pero se convierte en un inconveniente si uno anda comprando algo (sólo lo estrictamente necesario) y tiene que empezar a discutir con el dueño o el empleado, a regatear, como un conocido (un intelectual gay) le dijo a François (está registrado en alguna parte) que uno tiene que hacer en el Medio Oriente, en Marruecos, por ejemplo. Fue un choque para François el que no pudiera mirar, tomar esto o lo otro sin que una niña habladora lo persiguiera por todo el establecimiento preguntándole: “Necesita algo?” (en francés) y mirándolo como si fuera a asaltar la tienda o a violársela. Y en el francés quebequense, casi no la entendió, ya que era tan distinto del francés que le habían enseñado en la secundaria. A estas alturas y ya cansado decidió escribirle una carta electrónica al editor de la revista de Hull, en la que le contaba sus proyectos y problemas (toda esta correspondencia se ha esfumado del web), después de todo este hombre era el que le había dado el empujón final para venir aquí, a lo mejor sin saberlo y seguramente un poco excitado con la cuestión lingüística que por entonces experimentaba un franco renacimiento, unos años antes de hundirse definitivamente en el olvido.
No llamó al editor ya que incluso los dólares extra que le costaría una llamada a larga distancia estaban fuera de sus posibilidades por ese entonces (dos dólares con cincuenta centavos por cinco minutos el fin de semana) y la correspondencis por email en general no ofrecía resultados positivos. Le mandó una carta, escrita en papel, que afortunadamente se conserva. La respuesta, para su sorpresa, fue rápida y clara, a pesar de que el editor adoptaba a veces un tono que superaba el del consejero hacia lo francamente paternalista. Lo principal era que François debía hacer varias cosas: 1) conseguirse una mujer; 2) inscribirse en un curso gratuito para aprender francés y a lo mejor conseguirse ahí una mujer; 3) encontrar la manera de conocer gente vinculada con el arte, esta vaga palabra. (el editor no le decía cómo, y no le proporcionaba ni un contacto, ni siquiera un número telefónico);4) dejarse crecer la barba, incluso si le salía un poco blanca (aquí podemos notar la presencia de una incuestionable aunque no mal intencionada ironía que se basaba en el hecho indudable de que François andaba pasados los treinta); y 5) armarse una tenida con la idea de crearse un disfraz de escritor. Porque, decía el editor, o mejor dicho escribía: “Si usted es un intelectual, debe parecerlo”. Pero él no estaba seguro de cómo se las arreglaría para realizar esas recomendaciones, incluso la última que le parecía bastante lógica, luego de haber visto a la gente sentada en los cafés y que no parecían estar mirando a los otros--clientes o transeúntes--, pero haberse situado de manera que los pudieran mirar a ellos. Había sido lo opuesto en París--(él afirma haber visitado París, de lo que no hay constancia).
Aquí uno podía notar un despliegue real de inventiva en la confección y el uso de una tenida, distintiva pero siempre conforme al patrón general. En ninguna parte los mendigos parecían ser más mendigos, las putas más putas, los ‘punk’ o >grungies= (jóvenes y niñas) más lo mismo, etc. Los intelectuales y escritores tendrían que ser esos tipos con barbas y anteojos, con chaquetas sueltas y pantalones anchos, François se dijo a sí mismo. Recorrió las tiendas de segunda mano, incluso las tiendas grandes, pero nunca pudo encontrar esos pantalones precisos, gastados, y la chaqueta que le parecía que le sentaría a su tipo, ni siquiera las camisas sueltas a rayas para complementar las prendas anteriores. Sólo pudo ver los obsoletos bluyines y la chaqueta también de mezclilla, adecuada sólo si uno era un poeta de la las praderas como Bob Leech, Patrick Phillmore o Patrick Lane.
Descorazonado, se encaminó hacia la calle Saint-Hubert, casi esquina de Ontario, donde arrendaba una pieza amoblada con medio baño independiente y derecho al uso de una cocina común que nunca usaba, prefiriendo un anafe en un clóset en la más pura tradición de la depresión americana. En la estación del Metro Berri, a una cuadra y media, podría desayunar en un lugarcito en el edificio mismo, en uno de los corredores, administrado por un griego, por $2,50 Cdn. que incluía el inevitable café y un triste (pero cuán conveniente) vasito de jugo de naranja hecho de concentrados. “Al menos”, pensó una vez sentado en el café y mirando a la gente pasar apurada desde y hacia el metro, “todavía tengo dos ventajas: no tengo que apurarme para llegar a ninguna parte”--lo que era verdad ya que no estaba trabajando ni estudiando, “y me puedo quedar sentado aquí”. Y debe haber hecho un gesto inconsciente con la mano, asustando a una niñita que pasaba rumbo a la escuela. Él quería decir estar ahí, exactamente eso, no estar ‘en este mundo’ a la manera heideggeriana, o en la ciudad, menos aún “estar” en el sentido de haber llegado, es decir tener éxito, o incluso tener una posición fija en alguna institución o empresa como cuando la gente dice estoy en la universidad o estoy en esta cosa de la pintura etc. No, él quería decir estar ahí, sentado entre los viejos y los míseros, los inmigrantes no asimilados y otra gente que también estaban allí tomándose su desayuno. Tenemos razones fundadas para adoptar esta opinión. A él siempre le gustó nuestra clase trabajadora; a veces se refería al complejo administrativo gubernamental de Hull como siendo el zoológico, la Corte de los Milagros, y le comentó a una amiga en sus días de izquierdista en Ottawa que los recursos humanos del país reproducían casi los afiches soviéticos de la Proletkult temprana: La clase media, la burguesía y los burócratas eran débiles, deformes sino monstruosos de frentón, recorriendo los restaurantes caros, los paseos o dondequiera que esa gente se reunía, siempre un lote de triste aspecto, mientras las voluptuosas rubias proletarias, intercambiaban comentarios vivaces y manipulaban vigorosamente las bandejas y su contenido en los lugares en que trabajaban como camareras, o la mercadería en general en los supermercados, y los varones lo mismo, a horcajadas sobre la maquinaria agrícola en el oeste, en un mar de espigas, o en los talleres mecánicos, los brazos decorados con tatuajes y los torsos bien desarrollados dentro de las chaquetas de cuero. Puede que incluso la condición grasienta de los huevos--fritos en mucho aceite--y las tostadas enmantequilladas con exceso, no le cayeran mal a François, por el contrario. Estamos seguros que sufría de una hipoglucemia benigna, y que este banquete proteínico le levantaba el tono vital, de la manera en que otros llegan a los umbrales de la exaltación mediante la mariguana, el alcohol o esas drogas nuevas designadas por medio de letras seguidas de números. Se sentía como si estuviera en Nates, en el Rideau Centre de Ottawa, ciudad que estaba empezando a adquirir para él un aspecto casi utópico de tierra de miel y leche, de calles amplias y árboles frondosos, una fusión armoniosa de edificios, y monumentos y parques, que parecían haber sido concebidos para crecer lentamente y para promover y amparar a la vida humana. Cuán lejos estaba de recordar el agudo sentimiento de frustración, de caminar siempre en círculos, del aburrimiento que acostumbraba a asaltarlo en esa misma ciudad ahora transformada en su mente en poco menos que el paraíso terrenal, la depresión ligada al conocimiento de que algunas cuadras más allá, a la sombra del Parlamento, se manejaban asuntos importantes, teniendo como epicentro esos edificios (falsamente) medievales, desde donde se desplegaba el abanico de las incontables agencias gubernamentales que yacían como mamíferos recién nacidos que chuparan la inagotable leche de las tetas opulentas de la gorda vaca de la nación (según comenta paródicamente en una de las cartas a su prima). Y el animal extiende un pie monumental calzado en ladrillo rojo hacia el otro lado, en Hull, llegando un poco más allá incluso que el complejo E.B.Eddy (que es una antigua papelera ya en desuso por razones obvias).
Allí había sentido la compulsión de los sueños más megalomaníacos, quizás debido a la proximidad del Poder. Después de todo, esa ciudad tan chica era la cabeza y el músculo de la segunda potencia económica mundial del hemisferio occidental, esto es, la segunda potencia en términos generales (desde el momento en que por esos días el proceso de desmembración étnica de la ex Unión Soviética estaba en su apogeo). Y a pesar de la mediocre presencia y a la desagradable atmósfera desplegadas por los políticos de los tiempos que corrían--lejos de la atmósfera pintoresca, elitista y casi cosmopolita que murió con Trudeau, sus amantes y su esposa glamorosa y a la moda--el Poder se dispensaba desde ahí. Incluso a nivel de los eventos literarios locales a los que François se vio irresistiblemente atraído tan pronto como llegó a Ottawa. Una conferencia menor que tuviera lugar, digamos, en una sucursal de la Biblioteca Pública, era más importante que su contrapartida en el Hotel de Ville (municipalidad) de Montréal. Al menos, ésa era la realidad para él, persona más inclinada a los sentimientos que luego se transforman en conceptos que a la inversa. Las ideas que se transforman en pasiones son las capaces de empujar hombres y multitudes hacia la acción en la implementación de las Grandes Tareas Históricas, pero les da a los ejecutores una cierta limitación de miras, como a un toro que carga contra un trapo rojo (el rojo siempre se asocia con la sangre), y todo el proceso termina siempre con la ejecución del toro por la espada del matador.
Desde su infancia a François le daban náuseas cada vez que veía sangre (este es un hecho documentado). Los niños sufren a menudo de este trauma cuando una madre o hermana mayor descuidada deja trazas de su período, ya sea en el cuarto de baño o en ropa interior dejada para el lavado. Como un hombre joven de su generación, un poco posterior a la de las flores y las bombas, pero aún así, él se ubicaba en el lado progresista, incluso revolucionario, de las cosas. Su desagrado por el color rojo, cualquiera que hubiera sido su causa, fue quizás lo que le impidió convertirse en comunista, desde el momento en que en su ansia por distinguirse--estamos seguros de que este problema lo aquejaba--podría perfectamente haber escogido este camino, de la misma manera en que uno de sus conocidos eligió convertirse a una de las sectas más minoritarias y extremas de la religión musulmana y adoptar un nombre árabe. Hay algo en la distinción que la hace apetecible, incluso cuando se la gana por medio del repudio y sospecha casi universales de la sociedad. El estilo de algunos escritores locales de la época (cuyos nombres no voy a mencionar) parece confirmar que los sueños de los hombres y mujeres de Ottawa tienden a asumir una efigie grandiosa, debido, como se decía, a la proximidad del poder.
Quizás esto fue lo que puso a François en un estado mental peculiar luego de algunos meses de su de su llegada a Ottawa. En lugar de terminar su Master en Literatura Inglesa, había juntado, no sabemos cómo, ya que esto aparece contrario a todo lo que sabemos sobre su personalidad, algunos extraños personajes y fundado The Specter, una revista alternativa mal producida pero barata, que se preocupaba entre otros temas de la solidaridad con los países del tercer mundo (en el comité de redacción había un chileno varado desde los tiempos del exilio), el medio ambiente, la lucha contra la globalización y el NAFTA y a favor de los derechos de lesbianas y homosexuales, todo salpicado con notas sobre Hip Hop y música alternativa en general. Para sorpresa de los editores, la revista alcanzó una cierta popularidad casi inmediatamente; fue muy bien recibida en algunos centros comunitarios, agencias no gubernamentales de la época como OXFAM, CUSO, y MATCH International, algunos estudiantes universitarios e incluso partidos de izquierda chicos como el PCR, que tenía todavía una orientación maoísta. Pero luego de un par de años de trabajo duro y de la inversión en la empresa de la mayor parte de sus magros recursos, François decidió abandonar esta iniciativa. El circuito de distribución no se extendía ni se contraía, y no valía la pena el esfuerzo y el gasto de hacer una página en la Internet. Además, ya no soportaba más las largas y trascendentales discusiones en su departamento, donde la revista era diagramada en la mesa de la cocina y se confeccionaba la maqueta. Por ese entonces y según el RCMP (Royal Canadian Mounted Police), su departamento se había convertido en centro de acogida de miembros del Comité de Redacción y amigos y ‘compañeros’ casuales que llegaban de visita desde otras ciudades, y que carecían de los recursos necesarios para un cuarto en la YMCA, o que quizás preferían estar entre la gente de su círculo la mayor parte del tiempo.
Este hecho ha sido interpretado por algunas fuentes como una corroboración del genio de François, su conocimiento universal acompañado por su juventud. Pero la verdad sea dicha, había por ese entonces en circulación varias revistas con esas mismas características y esa mezcla específica de orientaciones e ideologías era bastante popular, e incluso estaba de moda en ciertos círculos. Los funcionarios de las Organizaciones No Gubernamentales (NGOs) se aproximaban casi en masa a esta especie de ideología. Antes del florecimiento de Dreamshaping, los temas relativos a las violaciones de los derechos humanos, la polución, la opresión y discriminación contra las minorías, la petición de recursos para investigar el SIDA, eran materias casi de preocupación cotidiana, y de alguna manera componían la mayor parte de las noticias. Pese al estado de cosas crítico en todos esos terrenos, no había ningún organismo importante o representativo en la política, la sociedad o la cultura al menos en el mundo occidental, que no se viera forzado a preocuparse de estos problemas aunque más no fuera a nivel de declaraciones públicas. Sería suficiente revisar algunas de las colecciones de diarios, revistas e impresiones de Internet de la época en cualquier biblioteca para confirmar lo que estoy diciendo. Esto plantea la polémica, tan antigua como la humanidad, o al menos su registro escrito, sobre la naturaleza del genio: )Es él/ella un individuo superior y único?, )O quizás un individuo que es normal en todo respecto pero sintonizado, podemos decir, con las circunstancias e ideas actuales, precisamente por compartir las características y preocupaciones de sus prójimos, lo que lo convierte más bien en una encarnación de un promedio estadístico?. No vamos a resolver aquí ese problema. Sólo estamos mencionando el punto. El hecho mismo de haberse desarrollado Dreamshaping a partir de una concepción individual para convertirse en una industria de la cultura de masas (la más grande que nunca existió) y más adelante, en el centro principal de nuestra cultura contemporánea, a pesar de las ideas políticas de François, siempre opuesto al capitalismo y la globalización e incluso más vocalmente a las corporaciones y la cultura de masas, pareciera indicar que nunca tuvo las cosas completamente bajo control.
El hueco que se abría entre los sueños planificados alrededor de The Specter y los escasos recursos disponibles se hacía más y más difícil de rellenar. No sólo para él, sino para todos aquellos involucrados, a excepción de algunas de las infaltables groupies (hinchas). En esos días todavía flotaban en el ambiente algunas chispas de lo que había sido el comienzo de la Era de Acuario, sus brazos cargados con los Hijos de las Flores, las canciones de los Beatles, las comunas y la hierba, pero también el Weather Power, la Revolución Cubana y el Ejército Simbiótico de Liberación. Hasta comienzos de los ochenta se había rumoreaba que Ruby, Hoffman y Dhorn solían venir clandestinamente a las colinas de los alrededores de Eganville, Wilno y Killaloe, comunidades rurales de los alrededores de Ottawa, donde todavía vivían algunos hippies rezagados con sus hijos y nietos. Al mismo tiempo, los últimos de los americanos que se negaron a ser enviados a Viet-Nam y en cambio se vinieron a Canadá a cultivar la tierra y vivir en tiendas indias, se habían asentado hace ya tiempo en las ciudades, muchas veces exitosamente, luego de finalizar (con atraso de quince o veinte años) sus grados universitarios. Además, una nueva generación de gente aún joven y mucho más convencional (según François mercenaria), la así llamada generación X, estaba empujando la puerta del Mercado Mundial para hacer su entrada, llevando bajo el brazo nuevos y prestigiosos diplomas en administración de empresas y computación en sus variadas ramas.
Fue entonces que comenzó a hacer agua el proyecto de la revista. De hecho, fue cuando las primeras imágenes y memorias ligadas con el asesinato de John Lennon estaban siendo repetidas para un ex desertor americano casi sesentón que miraba el History Channel en el departamento de François, que desplegó lentamente su desgarbada estructura e hizo abandono de la propiedad exclamando “Ya es tiempo de volver a casa”. Un silencio inconfortable colgó por unos instantes en el aire viciado del cuarto, que fue llenado inmediatamente después con la cháchara apresurada de los jóvenes y las risitas de las muchachas. Pero François supo que la cosa estaba llegando a las finales. )Qué le faltaba a El espectro?. Obviamente casi todo: François se daba cuenta que una empresa de este tipo servía principalmente para satisfacer necesidades emotivas e ideológicas. Un sentimiento de rebeldía indeterminado y por lo tanto casi universal en gente que sentía esta urgencia por lo menos una vez en su vida, pero los propósitos de François eran de otro género. El quería tener una tribuna desde la cual comenzar a cambiar la historia. A menudo había pensado: “Si hubiera nacido en otros tiempos y en otras circunstancias, podría haber sido un Napoleón o un Hitler”. Pero entonces se miraba en el espejo; la cara larga y blancuzca, un poquito hacia el lado del amarillo; los ojos profundamente sumidos en las órbitas y el pelo de un color imprecisable, entre gris y castaño, “color ratón”, pensaba. Su cuello era demasiado largo, con una manzana de Adán más bien saliente, su cuerpo era demasiado delgado, cubierto de pecas y espinillas. En esos días incluso su barba era un poco extraña, comenzando casi en su mandíbula y mentón, pero cubriendo una gran parte de su garganta, hecho que le hacía cambiar de idea cuando decidía dejarse barba. Luego de esos posiblemente frecuentes autoexámenes, se levantaba el ánimo, pensando acertadamente que una de las características, y una muy importante, de las figuras políticas contemporáneas era precisamente una apariencia poco llamativa e incluso mediocre. La gente común, suficientemente aplastada por el hecho de ser común, no podía tolerar seguir o admirar a un tipo que parecía un gladiador romano o un profeta, con el cual la única identificación posible sería el hueco sórdido de la distancia empequeñecedora, incluso si se compartían sus ideales. Había sido precisamente la pedestre apariencia física de Adolf Hitler el factor que había permitido que el alemán promedio pudiera sentir una vinculación con su líder. Era alguien respecto al que uno podía sentirse incluso superior porque era un poco ridículo con su voz aguda, sus ataques histéricos y variadas enfermedades, vestido siempre con ropa que le quedaba grande (imagen que se ha comprobado era minuciosamente planificada en cada ocasión por sus asesores). Era alguien hacia quien las mujeres siempre pudieron mostrar una actitud protectora. Luego de esas lucubraciones y ya más sosegado, François se sumergía en las páginas del Napoleón de Ludwig: Napoleón era un coso gordito. La historia estaba llena de personajes deformes o casi, física o mentalmente, que parecían alcanzar sus metas como una manera de compensar esa maldición que los había marcado desde el instante mismo de su nacimiento. Y lo hacían cambiando la historia, o al menos dejando su marca en ella. O su estilo. Para nadie que observara el mundo tal como realmente es representaba un misterio el que la gente chica fuera tan pechadora. Todo el mundo conoce la impotencia de Hitler, los hábitos alcohólicos de Sir Winston Churchill, la mezquindad y paranoia de Stalin, la lascivia de San Agustín y la sífilis de Nietzche, para nombrar unos pocos. François estaba muy lejos de ser un monstruo, como Ricardo III, además, pensaba, “Yo no soy en absoluto una persona egoísta”, ya que lo que él quería era mejorar las condiciones de vida de todos sus semejantes. Y entonces, en las largas tardes y noches de invierno, con la insuficiente calefacción encendida y sin dinero para ir a ninguna parte ni muchos amigos que visitar, se sumergiría en la lectura de El hombre unidimensional, un libro que es en mi opinión uno de los más importantes del siglo pasado, que le explicaría porqué en los tiempos que corrían era imposible hacer el trabajo ingente de profeta o líder. O bien hojearía, con creciente distancia, Los grandes iniciados, de Edouard Schuré, ya que su francés no era tan malo que no le permitiera el entenderlo casi en su totalidad. La tesis de esa curiosa obra de comienzos del siglo XX era que cada cambio importante de una cierta relevancia o significación era el trabajo clandestino de una logia ilustrada de hombres (y mujeres) que han estado supervisando el desarrollo de la historia a través de las edades. Y entonces se quedaba dormido.
En la calle Sparks en el centro de Ottawa, justo al lado de la ex sede, teatro y gimnasio de Le Ballet de la Place Royale, la más prestigiosa compañía de danza de la capital, había un terreno vacío, en que en verano los empleados públicos disfrutaban de su colación mientras se sentaban en bancos de madera y piedra. Este lugar es compartido, aún hoy en día, por los vendedores y numerosos empleados de los restaurantes y tiendas del boulevard y los alrededores, las niñas y mujeres mostrando parte generosa de la parte inferior y a veces superior de sus anatomías, para delicia de sus compañeros de trabajo, burócratas y simples transeúntes, que, de acuerdo a moldes de conducta adquiridos desde su infancia y propios del comportamiento del país, pretenden no darse cuenta de nada. Por ese entonces, se había eregido una especie de podio, desde el cual cualquier persona podía explayarse sobre sus preocupaciones acerca de cualquier asunto, pero eso antes de que una estructura horrenda de metal verde oscuro fuera erigida a su vez bajo pretexto de decorar el boulevard. Ese podio era un punto de parada obligatorio de cada concentración que tuviera lugar en la ciudad, y cuando no lo era, de las parejas y palomas. Un día de verano (porque es la única estación en que se puede hacer eso), François dio uno de sus paseos frecuentemente interrumpidos--para tomarse un café y ya sea leer el periódico o mirar simplemente hacia adelante mientras se fumaba un cigarrillo--. No caminaba como todo el mundo. No. Siempre parecía que fuera haciendo girar las ideas adentro de su cabeza a medida que caminaba, y esas paradas para tomar café eran como los puntos más altos o las recapitulaciones. En ese tiempo en Ottawa era todavía posible tomarse una taza relajada de café, leerse su diario, casi sin ser atacado por una camarera, o un agente de seguridad, a menos de que la apariencia de uno no fuera muy presentable. (Me es muy difícil trabajar con esta historia. Muchos de los sentimientos y opiniones que yo mismo abrigaba en mis días de estudiante, mis rebeliones y esperanzas ingenuas parecen subírseme a la cabeza, comprometiéndome a veces mucho con los acontecimientos y haciéndome romper innecesariamente el flujo de esta narrativa con detalles pesados).
François caminaba usualmente rápido, incluso muy rápido, haciendo girar sus pensamientos a la misma velocidad de sus pasos, casi insensible a los variados estímulos externos, al sol. Esta mañana en particular, cuando iba caminando/trabajando de esa manera (eso no es tan nuevo. Los griegos lo llamaban Peripatética, pero lo hacían de manera más relajada, conversando en grupos), se tropezó casi con una banda escocesa, con gaitas, tamborines y falditas cortas, y sintió cómo los latidos de su corazón se ajustaban automáticamente a los compases de ése, el más guerrero de los compases, mientras las ideas giraban en su cabeza con la velocidad de un remolino. Como un niño chico siguió a la banda por un rato, mezclado con niños y gente y turistas que también seguían a la banda, y de repente se encontró parado al frente de la tribuna, donde un hombre delgado gesticulaba frente a un grupo desinteresado o a lo más divertido o vagamente burlesco. Asombrado, François miró alrededor. No lo podía creer. El tipo estaba profetizando el fin del mundo a la vuelta del milenio que se aproximaba, mezclando algunas palabras francesas con su inglés rápido y febril. La reacción de la gente le indicaba que ese era un espectáculo corriente. “Este hombre es un desequilibrado”, pensó, “y se volvió loco de tanto darle vuelta a algunas ideas en la cabeza, por carecer de un medio de expresión”. El hombre era flaco, de aspecto enfermizo, los ojos profundamente sumidos en las órbitas, bajo la frente casi sobresaliente. Luego venía la nuez prominente, el cuello largo y nervioso, y el color indefinido del pelo. Por supuesto que François había reconocido un aire de familia. Horrorizado, François se devolvió hacia la calle Bank, y una vez allí se detuvo inmóvil en la esquina, esperando el bus y divagando sobre los familiares desconocidos desparramados en los rincones y grietas de las praderas, las cabañas en las colinas del este, o los habitáculos anónimos de las grandes ciudades, quizás Toronto, Montreal o Quebec City, o vaya uno a saber, Vancouver. Desde el momento en que esta tierra nadie tiene un linaje fijo porque casi nadie tiene un pasado familiar que se remonte a más de dos o tres generaciones. Una vez sentado en el bus, en el último asiento, que era su preferido, se relajó y exhaló pesadamente el aliento, como un deportista cansado, como alguien que despierta súbitamente para escapar de una pesadilla.
El mismo día convocó a una reunión de toda la gente que trabajaba con él en The Specter y anunció con una voz fría que sus dependencias no iban a estar más disponibles para ningún trabajo relacionado con el diario y que renunciaba a su puesto como director. Para su sorpresa y también para su oculta desilusión, todo el mundo reaccionó como si estuvieran esperando que esto pasara. Incluso Rosalie, la única mujer en el directorio (y la mejor escritora, el tenía que reconocer con una amargura honesta) lo único que le pidió fue permiso para sacar su saco de dormir. Después de irse de su departamento, ella se acomodó de alguna manera en una cueva en Lebreton Flats, en la ribera de un río que cruza esta vasta y pelada extensión de tierra en las afueras de la ciudad, empapeló el hoyo con bolsas plásticas para la basura para calor y aislamiento y luego de un tiempo (eso le dijo la gente a François) desapareció. Años después, el leyó en el diario, estando ya en Montréal, que la policía la había andado buscando todo ese tiempo por un atentado con explosivos a una refinería de petróleo, que había pasado hacía casi una década.
La llegada de François a Montréal, así como su autoproclamado viaje a París, está rodeada de imprecisiones: )Cuando?, )Cómo?, )Con qué propósito?, )Con qué medios?. En la época de su supuesto viaje a Francia ni hablaba francés ni estaba interesado en la cultura francesa. En cuanto al asunto Montréal, simplemente cesó de ser visto en Ottawa para reaparecer algunos meses más tarde en Montréal, inscrito en los cursos vespertinos de una escuela secundaria que ofrecía clases gratis de francés como segunda lengua a los inmigrantes, y donde, y esto sí que está bien documentado, conoció a Janice. Pareciera que la relación subsiguiente tuvo algo que ver con la maduración de Dreamshaping que ya estaba teniendo lugar y organizándose en la cabeza de François, en su subconsciente. Todo el mundo sabe que Einstein profesaba resolver sus problemas durante el sueño. Al viaje a París, sobre el que no hay ninguna documentación, se le da sin embargo una gran importancia en la génesis de Dreamshaping, especialmente por los críticos e historiadores latinoamericanos. Es un hecho de todos conocido de que París siempre ha tenido una cualidad mítica para la élite latinoamericana. No hay más que acordarse de la revista Sur, Vallejo, Huidobro, Matta, Raúl Ruiz, Pablo Jorquera y Arturo Méndez-Roca, para nombrar a unos cuantos.
Fue la misma mañana en que, luego de desayunar en la estación de metro Berri (donde estaba también el terminal de los buses interprovinciales), François había ajustado cuentas con la nostalgia de sus antiguos lares y a lo mejor reconoció la inanidad de esas memorias. Porque ese mismo día decidió inscribirse en unas clases gratis de francés para inmigrantes que había visto anunciadas en el periódico. La sensación de volver a ser un estudiante, no universitario sino más bien un estudiante de escuela primaria, era extraña, y pudo entonces entender mejor ahora la experiencia de sus amigos chilenos que habían llegado hacía décadas como refugiados, algunos con pasado político o académico (decían), que le habían contado acerca de cómo se veían conducidos sin querer e inexorablemente a comportarse como niños chicos de guardería en esas clases de idioma. En la clase de François había un surtido de gente de características y edades diferentes: Sikhs con turbantes, expresivas mujeres eslavas, y dulces y amables chinos que producían enormes sonrisas aunque no entendieran una palabra de lo que les preguntaba el profesor o los demás estudiantes. Los temas de conversación, libre o dirigida, tenían que ver sobre todo con la características, costumbres e incluso alimentación, de los países de origen de los estudiantes, lo que hacía que François se sintiera, como de costumbre, un poco como pollo en un corral ajeno. Esos temas eran extremadamente aburridores, pero podía darse cuenta que para la mayoría de esa gente, ansiosa y llena de entusiasmo y de novedad, incluso los lugares comunes de la vida cotidiana como hacer las compras o preguntarle una dirección a un policía, eran excitantes. Cuando a él le preguntaban, ya sea los otros estudiantes, o más a menudo el profesor, sus razones para haberse enrolado en esa clase particular, François tenía que explicarles, un poco avergonzado, que él no provenía de ninguno de esos países, exóticos y atractivos, y que producían toda esa variedad de gente interesante, sino que era un tipo común, un canadiense con nombre y apariencia franceses, y obviamente de origen francés, que se había cambiado recientemente a Montréal, pero que no sabía mucho francés. El tono de disculpa que usaba al explicar estas cosas, en su francés imperfecto, lo hacía más consciente y se maldecía silenciosamente a sí mismo, sentía cómo se le ponían las mejillas rojas y calientes, y comenzaba a tartamudear. Algunas risitas contenidas podían escucharse en el trasfondo, mientras la profesora, delgada y compuesta, de anteojos y un aire de maestra de escuela primaria le decía, con un poco (le parecía a él) de ironía, lo bueno e inusual que era que un canadiense se cambiara hacia el lado francés, a Montréal, desde el lado inglés, cuando, en los tiempos que corrían, el fenómeno era más bien inverso: La gente se iba de la provincia y eso era malo para la economía.
Una mujer joven, que debe habar andado por la treintena, estaba sentada al frente de él, ya que los bancos formaban un círculo que se abría desde el escritorio de la maestra y el pizarrón a su espalda. François le miraba subrepticiamente las piernas a la mujer de vez en cuando, no de la misma manera en que lo hacían los otros varones en la sala, franca y abiertamente, desde el momento en que no se habían asimilado todavía a las costumbres del país. Ella era la única mujer atractiva en la clase y parecía ser también canadiense. Ella lo estaba mirando con algo que el percibió como comprensión y simpatía. Porque, la verdad sea dicha, François sentía que estar sentado entre toda esa gente que estaba comenzando realmente una nueva vida no era de ninguna manera alentador, sino más bien le recordaba su fracaso. Se había estado sintiendo triste y deprimido últimamente, incluso un poco insustancial, desprovisto de entusiasmo, las mismas características que por el contrario parecían emanar de aquellos sentados a su alrededor.
Su vida se le representaba como una pirámide invertida en la que la amplitud de los días pasados, de ilusiones y vastos (muy vastos) proyectos eran la base, perdida allá arriba en las alturas, en el cielo, que lo observaba todo con sus enormes iris azules, inconmovible, mientras los hombres acá abajo se emperraban en sus tareas minúsculas, el 99 por ciento de ellos, más o menos resignados o contentos, uno que otro solamente tratando de por lo menos rascar la superficie de la tierra opaca con una empresa digna o memorable, como la política, como la literatura. Como las dos al mismo tiempo. Era el Cielo Grande de los días de su niñez y primera juventud, así lo llamaba la gente en las provincias de las praderas del oeste, el cielo que los hacía detenerse en medio de sus ires y venires, tejes y manejes, y mirar hacia arriba, volviendo luego a sus menesteres con una expresión más concentrada, más introspectiva. Como su abuelo le decía a veces, mientras fumaba su pipa que se sacaba de la boca para apuntar con ella vagamente hacia lo alto, este cielo dividía a la gente de esa tierra en dos clases; hay unos que encuentran en él protección y refugio y luego continúan arrastrando la carga que la vida les ha asignado con calma y seguridad, entregándose a un destino que compartían con toda criatura bajo ese Cielo Grande, y estaban aquellos que veían nada más que un vacío sin término, y que después trataban de seguir adelante con sus vidas, llenos de amargura y escepticismo, o que intentaban dejar su huella al menos en la diminuta superficie de la tierra, la curvatura de la cual uno casi podía ver en esas regiones planas. Un amigo chileno, que había trabajado con él en The Specter, porque pensó por un tiempo que él podía eventualmente recuperar algo de lo que había llevado a sus padres a cambiar de país, parte de sus raíces, trabajando en una revista (aunque fuera marginal) que profesara algunas de las ideas que podrían ser calificadas como progresistas, le había dicho alguna vez que ese país la cordillera estaba siempre presente, era una especie de muralla que encerraba y ponía límites. Era como un Banff perpetuo, había agregado, porque ese parque nacional montañoso en el oeste era el único término de referencia de François respecto a la cordillera. François pensaba a veces que si hubiera nacido en ese remoto país quizás se habría evitado algunas de sus tribulaciones. Cuando su abuelo estaba borracho, le pedía a él que lo ayudara a empujar el cielo hacia atrás, lo que lo asombraba, ya que cuando era chico se tomaba todo muy literalmente.
Dreamshaping se basa en un principio y en una práctica, tan simples que, como las ecuaciones de Einstein, son un golpe de genio: el principio de la gratificación absoluta y la práctica de la mayor gratificación posible. La cultura, la literatura, el cine, los juegos de video, la música, seria o popular, etc. y todas las formas de diversión, son pasos pequeños dados en esa dirección, continuamente perseguida por la Humanidad. François descubrió (a propósito o por casualidad), que es posible escribir en software las fantasías, sueños o ensueños diurnos más anhelados, si el sujeto proporciona al escriba las categorías de datos pertinentes y suficientes como para alcanzar un punto de saturación. Saturación=esquema era un principio bien conocido de la informática que había sido aplicado desde mucho antes. La capacidad de generación de imágenes en Dreamshaping (y la extinción subsiguiente de toda otra entretención, basada o no en imágenes) se basa en la paridad técnica escritura/imagen, descubrimiento en realidad más tecnológico que otra cosa, y que me atrevería a afirmar que François realizó de manera casual. A partir de esta paridad, que invirtió la subordinación entonces en boga de la palabra respecto a la imagen, y para la que por otro lado ya estaban dados todos los elementos, permite que uno pueda realmente actualizar los propios sueños en la pantalla. Lo que ofrece infinitas variantes, ya que contrariamente a la imagen, la potencialidad descriptiva y expresiva de la escritura es prácticamente infinita.
Y la joven mujer le estaba sonriendo. No había ninguna duda, pero no había tampoco ninguna indicación que le permitiera asumir que se trataba de algo más que una sonrisa amistosa, comprensiva, solidaria. Había algo realmente sencillo y atractivo en esa mujer, parecía que no fuera consciente de sus atributos físicos, especialmente de su cuerpo. Su tenida no estaba a la moda ni nada, vestía una simple falda y una blusita de color indiferenciado. Su piel tenía una calidad bronceada que revelaba su exposición frecuente a los rayos solares, quizás una inclinación por los deportes al aire libre (que François casi nunca había practicado, ni siquiera en su adolescencia). Sus pies, largos y delgados, calzaban unas zapatillas gastadas. Esto era una muestra de descuido, ya que no podían ir peor con su falda. Era alta (más o menos de la estatura de él, pensó), su cara larga, angulosa, con dos ojos líquidos que contrastaban con la angular fisonomía. Su pelo se estaba poniendo gris, no en las sienes como el de él, pero en mechones que parecían pintados ex profeso para adornar su cabello azabache. Pero él siempre estaba listo para asumir cosas sobre la gente a primera vista. Pero no, no suponía que fuera el tipo de mujer que se tiñe el pelo. Esta capacidad para entender a la gente al primer golpe de vista, le hubiera gustado creer, era un don ligado a sus capacidades (en general potenciales) como escritor, o quizás (incluso más potenciales), como político. Es un lugar común que es indispensable para ese tipo de, digamos, ocupaciones (ya que abogados y médicos constituyen profesiones, las demás son ocupaciones), es necesario conocer a la gente, medirla, entender sus motivos, partiendo de datos casi inexistente, y en el segundo caso (políticos) ser capaz de este conocimiento de la gente en el momento mismo, de manera casi instantánea, como se está haciendo un discurso y hay que irlo construyendo según la concurrencia vaya respondiendo. A veces esta habilidad le había acarreado problemas a François, es verdad, y nunca sabía si era por apresuramiento o incluso por superficialidad. Había siempre dos opciones; o uno estaba en lo cierto o se equivocaba, y en su caso, se equivocaba la mayoría de las veces. Pero respondiendo a una pregunta de la profesora, la mujer había comenzado a dar a la clase una versión en francés elemental de su propia historia, en la manera en que se exigía a todos los presentes como ejercicio. En su francés cuidadoso y lento, con un fuerte acento inglés, dijo que la habían despedido de una empresa periodística nacional muy conocida (y que no viene al caso mentar aquí) porque no era bilingüe y había tenido que venir a Montréal para sumergirse en el idioma y la cultura francesas. Por eso es que estaba tomando el curso, pero su progreso era lento (una risita) porque vivía cerca del metro Guy , que era un área de habla inglesa, y sólo se relacionaba con anglófonos.
“...Si, vivo cerca, en Saint-Hubert”. Y permanecía silenciosa, como esperando mas información que él no iba a proporcionar. “Yo vivo en la calle Lincoln, cerca del metro Guy. Desde hace como dos meses...Es un departamentito en no muy buen estado. Pongo champú en las patas de la cama para que las cucarachas no se suban en la noche”. Volvió a reírse.
“Yo vivo como le decía en Saint-Hubert, en una casa de pensión. Pero nos van a echar. )No lo ha leído en el periódico?”
“No, compro La Presse para practicar mi francés, pero nunca paso de la primera página”. Más risitas, como para disculparse.
“Además”, continuó, “No puedo comprar los dos, The Gazette...” “Una sonrisa invencible”, el pensó, casi conquistado, con sus defensas bajas. Cuando ella le preguntó “)Y qué más pasa contigo?”, a pesar de que ella no le había contado mucho sobre ella misma, él se encogió de hombros. Luego caminaron por la calle como viejos conocidos. Ella sólo hizo un comentario: “Me encanta caminar”, y el dijo “a mí también”.
Pero los hechos, como aparecen registrados objetivamente (y a disposición de aquellos interesados) fueron como sigue: Luego de intentar sin éxito de conseguir una beca para estudiar Creación Literaria en Banff, que era sede del instituto cultural más importante del país, a los seis meses de que la muerte de sus padres en un accidente automovilístico en que no hubo asuntos de seguros que arreglar, sólo materias legales--pareciera que ambos estaban bebidos--él decidió mudarse. No queriendo permanecer en la región, ya que le era muy doloroso, se había ido a Ottawa, con otra beca que esta vez sí que ganó, para estudiar Literatura Inglesa en una de las dos universidades locales. En una de sus escasas cartas y acaso haciendo un poco de drama, antes de dejar su provincia natal escribe que “...el tener ese cielo sobre la cabeza y esas extensiones interminables frente a los ojos me es intolerable desde la muerte de mis padres”. Teniendo las intenciones de convertirse en un escritor, su objetivo había sido Toronto, pero no había sido aceptado en la universidad del mismo nombre. En ese entonces no había pensado en Montréal debido al problema lingüístico. No hablaba francés. Por algún tiempo pareciera que pensó en radicarse en Estados Unidos, después de todo, Kerouac venía de una familia francocanadiense. Pero le daba un poco de miedo vivir en los Estados Unidos, y además, allí no conocía a nadie. Algunos han querido ver la presencia temprana de sus futuras ideas políticas en esa decisión, cosa que no podemos afirmar ni negar. Habiendo terminado su bachillerato con honores en la Universidad de Calgary y ansioso de un nuevo ambiente, llegó a Ottawa. Luego de un par de años descuidó sus estudios, se embarcó en la política y su beca no fue renovada. Esta vocación política nacía de una inclinación genuina por la justicia social, ya que él mismo era después de todo el hijo de una pareja de trabajadores de un pueblo del oeste (Medicin Hat) y posiblemente llevando sangre india por el lado de su linaje materno. Estaba dotado de una aguda percepción de las motivaciones ocultas y la mezquindad de la gente en general y especialmente cuando se asocian en grupo, enfocando básicamente sus aspectos negativos, y poseía el sentimiento casi megalomaníaco de que estaba destinado a realizar grandes cosas en los años por venir. La influencia de ese centro de poder, la Capital, reforzó dichas tendencias y se cuenta entre los elementos que lo llevaron a la fundación y dirección de The Specter, un tabloide con tendencias anarquistas que nunca salió de la marginalidad. Como se decía, al mismo tiempo comenzó a descuidar sus estudios, perdiendo por tanto sus posibilidades de obtener becas o trabajos como asistente en el Departamento de Inglés (cuya entrada principal ostenta hoy en día su efigie). Entre sus fuentes de ingreso se contaba la preparación de trabajos de fin de curso y eventualmente la confección de tesis para condiscípulos de más medios, cuyo modo de vida nunca podría alcanzar. Esta y otras fuentes de ingreso esporádicas no le impidieron encontrase frecuentemente viviendo de la asistencia social (Welfare). The Especter se volvió superfluo cuando desaparecieron los últimos ecos de la rebeldía de los sesenta y los setenta y la separación entre sus proyectos y la realidad concreta se le volvió infranqueable.
Esto lo llevó a terminar con el diario, hecho que provocó la partida de Rossie (Rosalie Bronfmann), su compañera o amante, de su departamento/ oficina central/talleres de producción de The Specter. Algunos aducen que éste fue un golpe especialmente duro para él ya que ella era la única que, aparte de compartir su vida sin demasiadas diversiones o expectativas, creía realmente en lo que estaban haciendo, quizás incluso más que él mismo, ya que, si creemos en lo afirmado por sus psicobiógrafos, la rebelión era para ella una manera de vivir que no requería de otra satisfacción que su mismo ejercicio. Ella se asociaba en su memoria con algunos momentos de paz y contentamiento reales. De acuerdo a testigos, repentinamente se ponía triste cuando caminando por una calle o sentado en un café, escuchaba ciertas canciones del momento.
Por ese entonces François estaba preocupado con otro de sus proyectos, otra revista, esta vez dedicada principalmente a las artes, llamada Focus. Esta fue la última, pudiéramos decir, revista alternativa que apareció en Ottawa, clausurando una era que nunca tuvo un apogeo. Por lo menos eso es lo que ciertos historiadores afirman hoy en día. Además, el papel que François jugó en dicha publicación, no fue tan importante como el de algunos jóvenes músicos, estudiantes de arte, punks y escritores que se reunían, otra vez en su departamento, para producir el primer número de esta revista que iba a revolucionar el arte y la literatura en este país (era lo que ellos afirmaban). Él se encontraba allí más que nada debido a su experiencia en la producción impresa. Sabía hacer una diagramación rápida, barata y efectiva, era un excelente corrector de pruebas y tenía algunos contactos para conseguir avisos, distribución e impresión baratas, además de que dominaba la publicación desktop . Hoy en día se lo tiende a representar más bien como la figura dirigente en el trasfondo, siempre vigilante y dirigiendo los asuntos con una mano firme y a la vez gentil, como un padre con sus hijos, estricto y a vez benevolente, o como Dios todopoderoso con sus creaturas. Pero esto está muy lejos de representar la verdad. Contemplaba a esa gente con asombro a veces, y los encontraba pretenciosos y un poco dramáticos. Quizás sin saberlo él mismo, estaba tratando de resucitar un poco el ambiente de su vida con Rossie, tratando de encontrarla nuevamente entre esa gente que era más joven que él, y que trataban de vivir la vida que habían decidido vivir cuando abandonaron en algunos casos, familias opulentas para vivir en pensiones. Pero la mayoría de ellos recibían dinero de sus padres y estaban matriculados en las universidades. Para más de alguno, su resentimiento era el resultado de haber sido rechazados por los mismos círculos a que querían lograr acceso. François estaba pensando en el intertanto. Un intertanto que se habría prolongado por meses, o quizás por años, acerca de la oportunidad perdida de tener una vida feliz junto a Rosalie, por haber estado inmerso en sus utopías políticas, en el tabloide etc. Pero hay testimonios de que alguna vez y medio en broma se había descrito a sí mismo entrando en la vejez del brazo de Rosalie, viviendo en el departamento más modesto, rodeado de gatos: “Aquí, enfrente de mis ojos, se desenvuelve la maravilla de los acontecimientos y fenómenos de la vida, suave y pareja, hermosa, hasta la muerte, con caminatas por las mismas calles, cafés en los mismos boliches, mientras cae el crepúsculo, nosotros existiendo en los quietos márgenes, en los cuales gente no tan estúpida encuentra una grieta, como las que se forman entre las rocas incluso en los ríos más torrentosos...” (Correspondencia con Patrick Phillmore. Grove Press, N.Y.2001, p. 235,). En esta misma concreción y resignación había culpa y nerviosismo, y quizás no le habría sido posible vivir así de todas maneras, y quizás fue por eso que la relación terminó. Pero las noticias de la adaptación y matrimonio de la misma Rosalie que había participado en el atentado a la refinería, en su lejana adolescencia de activista del medio ambiente, cuando lo alcanzaron, le mostraron que también para ella la utopía había terminado.
Cuando la revista comenzó a tener cubiertas brillantes, a tener más avisos, y mejor pagados, a obtener financiamiento federal, provincial e incluso local, cuando los dineros del Canada Council comenzaron a financiar números especiales y recitales de poetas-profesores auspiciados por la revista, cuando las mismas figuras que se habían mantenido desdeñosamente alejadas comenzaron a mandar artículos y textos literarios a la revista, y cuando el comité editor comenzó a hacer eco en Focus a las mismas figuras, publicaciones y eventos que ocupaban espacio en las revistas establecidas, François decidió que era tiempo de hacer las maletas.
Sólo algunos números de Focus pueden encontrarse actualmente en las librerías y museos. A pesar de eso, me gustaría ver algunos de los últimos, más que nada por curiosidad personal. De hecho François nunca escribió más que notas en la revista. Fue sólo después de que se ausentó de sus páginas y consejo editorial que comenzó a aparecer en los micrófonos abiertos de diversos recitales con algunos textos más bien crípticos, que la gente encontraba muy herméticos, y con los que, según algunas niñas que asistieron a algunos de estos recitales, uno no podía identificarse. Comenzó también a mandar poemas a diversas revistas de la región. Paul, director y editor de poesía de la única revista en francés de la zona, habla en sus memorias de la sintaxis compleja, el esfuerzo que hizo el traductor para mantener el flujo rítmico, pero también de una fuerza o energía interiores presente en los textos, incluso a pesar de no ser siempre claro el mensaje o significado último de los poemas. El atribuye ese efecto al ritmo, que afirma, posee algo de la fuerza de los versículos de Blake o de la prosa de la Beat Generation. Sus contemporáneos describen a François como siempre vestido con colores oscuros, saludando a los otros en francés con un “salut” al ingresar a los recitales de poesía, y permaneciendo en silencio, en espera de su turno. No es claro, como profesan algunos, que haya sido influenciado por Nelligan.
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