Jana
Nunca volví a saber de ella, era como si el tiempo se hubiera tragado su cuerpo y todo lo vivido. De las gentes que la conocimos ya quedamos pocos, unos murieron, otros se fueron huyendo de la violencia y el terror pero de cualquier manera todos nos quedamos como suspendidos en el tiempo.


Mimeógrafo #141
Febrero 2025
Jana
Juan Carlos Santos
(México)
Nunca volví a saber de ella, era como si el tiempo se hubiera tragado su cuerpo y todo lo vivido. De las gentes que la conocimos ya quedamos pocos, unos murieron, otros se fueron huyendo de la violencia y el terror pero de cualquier manera todos nos quedamos como suspendidos en el tiempo. El cantinero de entonces ya no existe o tal vez se esté escondiendo de la muerte y la enfermedad. La casa donde departimos cervezas, mezcal y cuanto fue posible para aliviar las penas de la vida, no es más que una vaga reminiscencia; en su lugar sólo quedan viejas paredes carcomidas por el agua y el descuido. Dicen que de un tiempo a la fecha nadie quiere invertir en esos negocios. Son cosa de un pasado que no volverá, atrás quedaron las tardes melancólicas o tristes en que una cerveza nos lamía los golpes de la vida.
En ese tiempo leía una novela de Roberto Bolaño, me gustaba cómo nombraba las cosas, cómo se burlaba de otros escritores y decía muchas cosas que sólo él podía decir, con esa facilidad que le hizo ganar muchos enemigos. Jana llegó al pueblo un jueves santo, cuando todo estaba envuelto en la fe y el dolor añejo por lo que le hicieron a Jesús.
Después de los treinta años se tienen muchas ventajas con respecto a las tradiciones familiares, se puede hacer lo que uno quiera sin sentir culpa o cualquier otro sentimiento y en lugar de las procesiones de costumbre fui por una cerveza. La mesa del fondo estaba iluminada por una luz tenue y triste, como si sintiera que cometíamos un pecado al estar ahí, a esa hora en que todos seguían a Jesús cargando su cruz, y ahí estaba con el Veracruzano, que también tenía sed y ansia de apagarla. En la mesa dos mujeres nos miraron con cierta insolencia que servía para disfrazar una invitación a sentarnos con ellas. A Teresa la conocía por sus borracheras épicas que todos comentábamos con cierto asombro y admiración pero a Jana no la había visto jamás, escondía en su mirada una nobleza como nadie y muchas veces pensé que ponía un velo oscuro en sus ojos cuando tenía que defenderse de las circunstancias de la vida. Yo que me asomé un poco a su alma sé que era noble, sé que jugaba a ser un tigre siendo un ratoncito; a veces la vi llorar a escondidas y sentía que esa mujer tenía algo en el alma pero nunca lo supe bien, a decir verdad. Sus labios eran una línea cuando estaba seria o pensativa y cuando sonreía parecía una fruta en movimiento. Su pelo quebrado y su cuerpo escultural eran la combinación perfecta de la selva con el mar; a veces se acercaba y podía sentir la miel de su juventud y belleza. Teresa nos ofreció cervezas con la intención de que le invitáramos una, decía cosas como que el calor estaba fuerte, que se estaban secando y Jana sólo nos miraba con una discreta sonrisa, sabía ser bonita.
La segunda vez que la vi me preguntó si era poeta o qué hacía siempre con un libro en la mano, entonces no supe responder, no tenía respuesta, tampoco ahora la tengo, recuerdo que le invité una cerveza, era curioso ver su boca besando una botella, me imaginé a una diosa griega compartiendo la mesa conmigo, me sentí pequeño ante ella. Hablamos de la vida, del dolor de vivir, de ese palpitar constante que nos hace infinitamente miserables y sus ojos se llenaron de lágrimas que difuminó fumando un cigarrillo, sus dientes perfectos contenían el humo como si de una lucha se tratara, disimulaba un dolor de esos que carcomen el alma, una dolencia que uno no sabe ubicar en el cuerpo y yo callaba, decía otras cosas para que ella no sintiera lo que yo veía y ahora pienso que ahí nació una amistad de esas que perduran y que hacen pensar que el mundo no es tan jodido cuando hay un amigo o amiga que escucha nuestras penas y miserias.
La tercera ocasión fue más familiar, hablamos del tiempo pasado inmediato y algunas cosas de la infancia; de esas cosas que perduran y no se borran con los años. A veces yo quería decirle que la necesitaba, que su compañía era un aliciente para mi vida vaga y solitaria pero nunca se lo dije, no hubo necesidad, ella lo entendió todo, imagino que desde esa primera vez que me vio entrar con un libro bajo el brazo.
Un día me dijo que quería leer un libro, el que fuera pero quería leer algo para aprender cosas de la vida y yo le dije que sí pero que la vida que ella tenía ya era como un libro y esa vez lloró y lo hizo en silencio, con la pesadez de cargar al mundo y no aguantar más, pero no dijo nada, nada que desvelara el misterio de su aparición en el pueblo, o que revelara el dolor más profundo que ella tenía como lo pienso ahora.
A veces la buscaba para conversar mientras una cerveza se calentaba en las manos de ambos. Buscaba el momento en que la cantina estuviera sola o con menos gente y entonces podíamos platicar sin la interrupción del servicio que ella daba, sin el estruendo de los borrachos que le gritaban improperios y mentadas de madre por igual. Recuerdo que cuando se retiraba con alguna persona, no sin un poco de vergüenza o algo parecido al pudor, me regalaba una sonrisa, una mirada condescendiente que me hacían admirarla o a sentir algo que no puedo dar nombre, y yo esperaba, sentía el tiempo pasar como pasa la vida y cuando regresaba algo me decía que sentía pena. Ahora entiendo que había una comunicación extraña y perfecta; que éramos dos seres iguales en un mundo equivocado para nuestras almas.
La cantina era mi refugio pero ella era el remanso, la calma apacible donde podía mirar todo lo que pasaba con mi vida; a veces cuando al calor de las copas nos iba perdiendo, me decía las cosas más bonitas que uno quiere oír, hablaba del cielo, de otros mundos, de las estrellas y antiguas leyendas que sus antepasados relataban para explicar el cielo y las cosas del universo. Cuando el alcohol corría como un río terminábamos llorando por las mismas cosas aunque no supiéramos cuáles eran y pasaba que borrachos nos abrazábamos, salíamos a la calle como si fuéramos dos compadres en un día de parranda.
Jana nunca fue mía, no llegamos a tener intimidad, había una especie de barrera que lo impedía, algo extraño que nos decía que nunca llegaríamos a eso para conservar el tesoro de la amistad, que a fin de cuentas también es una de las formas del amor.
Ahora miro las ruinas como espejos del tiempo y no dejo de pensar en ella. El calendario ha avanzado, ya no soy el mismo, pero su imagen de esos tiempos sigue siendo la misma. Un alma solitaria que nunca encontró acomodo en el mundo.