Infancia entre escombros: guerra, resistencia y silencio en Las tortugas también vuelan
Con esta película quería expresar toda mi rabia. —Bahman Ghobadi - Las tortugas también vuelan


Infancia entre escombros:
Sabak' Che
guerra, resistencia y silencio en Las tortugas también vuelan

Abstract
Este ensayo analiza la película Las tortugas también vuelan (2004) de Bahman Ghobadi, enfocándose en la representación de la infancia en contextos de guerra, la crítica implícita al comercio de armas y la construcción de una ética visual basada en la resistencia desde la fragilidad. A través de una lectura crítica y hermenéutica, se examina cómo el film despliega una poética del silencio y la mirada que desafía la violencia explícita, mostrando a los niños no solo como víctimas, sino como agentes complejos en un mundo marcado por la guerra. La película se presenta como un testimonio que trasciende la denuncia para plantear preguntas profundas sobre la dignidad, la sobrevivencia y el sentido de la infancia en escenarios devastados por el conflicto.
Con esta película quería expresar toda mi rabia.
—Bahman Ghobadi - Las tortugas también vuelan
En medio de un paisaje árido, sembrado de minas y ruinas, se despliega una de las más conmovedoras narraciones del cine contemporáneo: Las tortugas también vuelan (2004), del director kurdo Bahman Ghobadi. La película, ambientada en la frontera entre Irak y Turquía poco antes de la invasión estadounidense, pone en el centro a un grupo de niños que, lejos de representar la inocencia habitual de la infancia, encarnan la crudeza de una generación marcada por la guerra, la pérdida y la necesidad de sobrevivir.
A diferencia de otras representaciones del conflicto bélico, Ghobadi no muestra soldados ni batallas, sino las secuelas que la violencia deja en los cuerpos y almas de quienes quedan al margen de la historia oficial. Satélite, el niño que lidera a otros niños recolectores de minas antipersona, se convierte en símbolo de una infancia que ha aprendido a negociar con la muerte, a encontrar en los residuos de la destrucción los fragmentos de una vida posible. La cámara no juzga, sólo observa, con una quietud que conmueve por su honestidad.
Este ensayo propone una lectura crítica de Las tortugas también vuelan, enfocándose en tres núcleos temáticos: la representación de la infancia en contextos de guerra, la denuncia velada del comercio de armas como parte del sistema que perpetúa el conflicto, y la forma en que el lenguaje cinematográfico —austero, simbólico, contenido— configura una ética visual de la resistencia. En esta historia donde el dolor se arrastra como polvo entre las ruinas, hay también una pregunta latente: ¿qué puede volar, qué puede soñar, en un mundo donde hasta las tortugas están heridas?
La infancia en ruinas: los niños como testigos y víctimas
En Las tortugas también vuelan, la infancia no es un espacio de protección, juego o inocencia. Es una frontera difusa entre la supervivencia y el abandono, entre el cuerpo mutilado y la risa forzada. Los niños que pueblan esta historia no son personajes secundarios ni decorativos: son el eje de una narración que los convierte en testigos de una guerra que no comprenden del todo, pero cuyos efectos los atraviesan profundamente.
Satélite, el protagonista, es un líder precoz que organiza a los demás niños para buscar y recolectar minas antipersona —residuos letales de guerras pasadas que son revendidos como chatarra o reutilizados como mercancía. Es un niño emprendedor, carismático, capaz de instalar antenas satelitales y negociar con adultos como si se tratara de un comerciante experimentado. Sin embargo, detrás de su entusiasmo por las noticias que llegan del exterior, se esconde una ansiedad desesperada por encontrar sentido, por tener control en un mundo donde todo tiende al caos.
Junto a Satélite aparece una pareja de hermanos: Hengov, que ha perdido ambos brazos, y Agrin, una niña retraída y silenciosa que carga con un bebé ciego. Su sola presencia introduce una tensión latente: una historia de violencia sexual, silencio forzado y desesperanza que se revela lentamente. Hengov, a pesar de su discapacidad, tiene una capacidad especial para “ver” más allá, como si su mutilación física le hubiera abierto un ojo hacia lo invisible. Agrin, por el contrario, está cada vez más desconectada del mundo, como si su alma se hubiera roto y sólo caminara por inercia. En ellos, la infancia se muestra no como un tiempo de formación, sino como un espacio suspendido entre la herida y el olvido.
Lo notable del film es que Ghobadi no convierte a estos niños en caricaturas de la víctima: no hay sentimentalismo, ni heroísmo artificial. Cada uno de ellos actúa, decide, se equivoca y sufre con la complejidad de quien ha sido empujado a crecer demasiado pronto. No se trata solo de mostrar niños en un entorno de guerra, sino de cómo la guerra habita en ellos: en su forma de mirar, de moverse, de desconfiar.
La infancia, entonces, es aquí una zona liminal. No hay escuela, ni juegos reales, ni futuro claro. En su lugar, los niños recolectan restos de explosiones, venden partes de la muerte y repiten, casi con resignación, una vida sin promesas. Es una infancia rota que, sin embargo, persiste. Esa es, quizás, una de las preguntas más potentes que deja la película: ¿cómo se sigue siendo niño cuando el mundo que te rodea ha olvidado lo que significa cuidar?
Territorio minado: violencia y comercio de armas como cotidianeidad
Uno de los elementos más contundentes de Las tortugas también vuelan es la forma en que retrata la normalización de la violencia y el comercio de armas en la vida cotidiana de los niños. Las minas antipersona, que deberían ser símbolos del horror y del peligro, se han transformado en objetos de valor, en herramientas de subsistencia. Esta inversión simbólica —donde la muerte se vuelve una forma de economía— atraviesa todo el film y pone en evidencia la perversidad de un sistema que convierte la guerra en negocio, incluso para los más pequeños.
Satélite y su grupo de niños no sólo recolectan minas; las buscan con determinación, las excavan, las limpian, y las entregan a adultos que las compran. La escena de los niños caminando entre campos sembrados de explosivos no se muestra con dramatismo exagerado, sino con una extraña naturalidad. La cámara los sigue sin énfasis, como si ya no existiera otra forma de vida. Y en esa normalidad impuesta se instala la crítica: el horror no es sólo la existencia de las armas, sino que los niños hayan aprendido a convivir con ellas, a leer sus códigos, a saber cuánto vale una mina sin explotar.
La película no denuncia explícitamente a un culpable: no hay soldados armando minas, ni políticos en oficinas oscuras. Pero el sistema está presente, invisible y eficaz, en cada intercambio, en cada negocio, en cada mina que se convierte en dinero. El conflicto armado ha dejado atrás su razón política para convertirse en un ciclo de producción y reciclaje donde lo único que se conserva es la violencia.
El personaje de Satélite, con su capacidad para organizar, vender y distribuir información, es también una figura ambigua. Por un lado, representa la esperanza de una nueva generación que intenta adaptarse al caos; por otro, es reflejo de una infancia absorbida por la lógica del mercado: él no juega, negocia; no busca amigos, busca eficiencia. Su nombre, “Satélite”, remite al aparato tecnológico que capta señales del exterior, pero también a un cuerpo que gira eternamente alrededor de algo que nunca alcanza. Es un niño-conector entre la destrucción local y el orden global que la permite.
Las armas, en este universo, ya no son herramientas de combate: son restos, fragmentos de una guerra que se ha vuelto paisaje. Los niños las manipulan con la habilidad de quien ha tenido que aprender a sobrevivir antes que a leer o escribir. Cada mina enterrada es una herida que aún no explota; cada explosión es una señal de que el conflicto sigue activo, aunque los medios de comunicación ya no lo reporten.
A través de esta crudeza silenciosa, Ghobadi plantea una crítica demoledora: los conflictos armados no terminan cuando cesan los disparos. Persiste su rastro en los cuerpos mutilados, en las minas escondidas, en el comercio clandestino que alimenta nuevas guerras. Y en medio de todo, los niños: víctimas silenciosas, comerciantes involuntarios de la muerte.
Imagen y lenguaje: la poética del silencio y la mirada
El cine de Bahman Ghobadi, y en especial Las tortugas también vuelan, encuentra su fuerza no sólo en lo que narra, sino en cómo lo muestra. Lejos del efectismo o la violencia explícita, el director construye una estética contenida, donde el encuadre, la quietud y los silencios cobran una potencia ética. La cámara no invade ni interpreta: observa, registra, respeta. Y en esa distancia se produce algo profundo —una invitación a mirar sin anestesia, sin espectáculo, sin explicaciones.
Las imágenes son limpias, casi sobrias, pero cargadas de significación. El paisaje árido, gris, sembrado de torres de hierro, campos de minas y chatarra oxidada, se convierte en un espacio simbólico: allí no solo se desarrolla la acción, sino que se refleja la aridez interior de sus personajes. Es un lugar que ha dejado de pertenecer a la vida y que, sin embargo, sigue habitado. La desolación, en este caso, no es decorado, sino un personaje más.
El silencio ocupa un lugar privilegiado. Los personajes muchas veces callan porque lo que llevan dentro no se puede decir. Agrin, por ejemplo, atraviesa la película con una mirada vacía, y su mutismo es más elocuente que cualquier palabra: es el lenguaje del trauma, de aquello que no encuentra traducción. Del mismo modo, Hengov, su hermano sin brazos, apenas habla, pero su rostro expresa una sabiduría inexplicable, como si pudiera prever lo inevitable. La película no se apoya en diálogos explicativos: deposita la confianza en la imagen, en la luz, en el gesto.
El fuera de campo —lo que no se ve pero se intuye— tiene también un peso narrativo fundamental. Muchas de las escenas más dolorosas no se muestran directamente. Ghobadi comprende que lo más brutal no necesita ser explicitado: basta con mostrar una reacción, un encuadre vacío, un sonido seco. Esta decisión no es solo estética, sino también ética. Evita convertir el sufrimiento infantil en espectáculo, y permite al espectador involucrarse desde una mirada más reflexiva que morbosa.
Por último, los cuerpos mismos hablan. Las mutilaciones, la ceguera del bebé, la rigidez de los movimientos, todo en ellos expresa la marca de una guerra que no ha terminado. Pero también hay ternura: cuando Satélite intenta aprender palabras en inglés para conquistar a Agrin, o cuando los niños ayudan a uno de los suyos a colocarse la prótesis, lo hacen con una naturalidad que conmueve. Es en esos gestos, casi mínimos, donde se revela una humanidad resistente, que persiste incluso entre los escombros.
Las tortugas también vuelan construye así una poética de la mirada. No ofrece respuestas, ni moralejas. Nos obliga a detenernos, a observar sin filtros una realidad que incomoda. Y en ese ejercicio de contemplación, la imagen se transforma en acto político: porque mirar, de verdad, es negarse a olvidar.
Resistencia desde la fragilidad: una ética de lo roto
En un mundo dominado por la brutalidad, Las tortugas también vuelan no apuesta por la épica ni por la redención, sino por una forma de resistencia íntima, callada, que nace desde la fragilidad. Los personajes no desafían al sistema con discursos ni armas: su forma de resistencia consiste, simplemente, en continuar. En cuidar. En no rendirse del todo, aunque todo alrededor se derrumbe.
La fragilidad es una condición constante. Hengov, sin brazos, recoge minas con los pies y cuida a su hermana y al niño ciego como puede. Agrin, encerrada en un mutismo doloroso, resiste al olvido intentando mantenerse entera, a pesar del peso insoportable que carga. Satélite, con su cuerpo aún intacto, carga otra mutilación: la emocional. La necesidad de tener el control sobre su entorno es su forma de no quebrarse. Pero también él terminará herido, como todos, porque nadie sale ileso de una guerra, aunque no haya empuñado un arma.
Esa fragilidad compartida genera una ética propia. No se basa en leyes ni en valores abstractos, sino en gestos mínimos: ayudar al otro a caminar, cargar con un niño que no es propio, improvisar una prótesis, compartir una mirada. En estos actos silenciosos hay una forma de humanidad que sobrevive donde todo lo demás ha fallado. Es la ética de quienes no pueden prometer nada, pero siguen dando lo poco que tienen.
Hay una escena especialmente simbólica: Satélite, al final del film, intenta mirar el atardecer. Pero ya no puede. Ha quedado ciego. Y sin embargo, levanta la cabeza. Aunque el mundo le ha sido arrebatado, él sigue buscando una imagen. Esta escena no solo cierra el relato con una intensidad poética estremecedora, sino que resume el corazón de la película: incluso los heridos, los rotos, los que han sido arrastrados al borde de la desesperación, siguen intentando ver, siguen intentando vivir.
El título mismo, Las tortugas también vuelan, encierra esta paradoja. Las tortugas, animales lentos, frágiles, a ras de suelo, simbolizan a esos niños. Y que vuelen no es un milagro ingenuo, sino una metáfora de la esperanza más improbable: la posibilidad de elevarse incluso cuando todo en el cuerpo arrastra hacia abajo. Es una declaración, no de optimismo, sino de dignidad.
En este sentido, la película no busca conmover al espectador con escenas explícitas de sufrimiento, sino despertar una pregunta mucho más profunda: ¿cómo resistir desde la herida? ¿Cómo seguir adelante cuando incluso la infancia ha sido confiscada por la violencia? La respuesta está en la mirada misma de Ghobadi: honesta, cercana, respetuosa. Una mirada que nos obliga a ver de frente lo que el mundo prefiere ignorar.
La dignidad que vuela entre ruinas
Las tortugas también vuelan es una obra que no se limita a retratar los estragos de la guerra: los encarna en cuerpos infantiles, en miradas que han visto demasiado, en gestos cotidianos donde la vida se abre paso con una obstinación conmovedora. La película de Bahman Ghobadi no denuncia desde el grito, sino desde el susurro; no expone la violencia para conmocionar, sino para hacernos ver lo que suele quedar fuera del encuadre global: la guerra después de la guerra, la infancia como campo minado, el comercio de armas como herencia maldita.
En su silencio, en su ritmo pausado, en sus planos largos y estáticos, hay una voluntad ética: mirar sin explotar el dolor, narrar sin justificar la violencia, acompañar sin invadir. Esa forma de filmar es también una forma de resistir: no desde la fuerza, sino desde la compasión lúcida.
El arte de Ghobadi se sitúa, entonces, en el límite entre el testimonio y la poesía. Su cine no busca respuestas, sino que instala preguntas duras, urgentes, necesarias. ¿Cómo puede volar una tortuga? ¿Cómo puede crecer una flor entre ruinas? ¿Qué infancia es posible cuando el juego se convierte en estrategia de supervivencia?
Y sin embargo, hay algo que persiste: una mirada que, aun ciega, sigue buscando la luz. Una mano que, aunque mutilada, intenta acariciar. Una película que, sin prometer esperanza, nos recuerda que incluso en medio del desastre, la dignidad humana puede resistir, aún herida, aún silenciosa.
Bibliografía
Ghobadi, Bahman. Las tortugas también vuelan [Película]. 2004.
De Valck, Marijke. Film Festivals: From European Geopolitics to Global Cinephilia. Amsterdam University Press, 2007.
Elsaesser, Thomas. European Cinema: Face to Face with Hollywood. Amsterdam University Press, 2005.
Haraway, Donna J. "When Species Meet". University of Minnesota Press, 2008. (Para reflexionar sobre la ética de la mirada)
Manovich, Lev. The Language of New Media. MIT Press, 2001. (Para analizar lenguaje audiovisual)
Megill, Allan. Historical Knowledge, Historical Error: A Contemporary Guide to Practice. University of Chicago Press, 2007. (Para discutir el testimonio histórico en el cine)
Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Editorial Anagrama, 2007. (Para complementar análisis visual)
Sturken, Marita y Cartwright, Lisa. Practices of Looking: An Introduction to Visual Culture. Oxford University Press, 2001.
Taussig, Michael T. The Nervous System. Routledge, 1992. (Para análisis sobre el trauma y representación)
Velasco, María. “La representación de la infancia en el cine de guerra contemporáneo”, Revista de Estudios Culturales, 2015.