Friedrich Nietzsche - Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
Creo que los animales nos consideran iguales a ellos que han perdido de manera extraordinariamente peligrosa el sano entendimiento animal; es decir, que nos consideran animales irracionales, animales que ríen, animales que lloran, animales infelices.


La fábula del hombre que inventó la verdad:
una lectura de Nietzsche desde el abismo del lenguaje
Sabak' Che
El animal que ríe y llora
“Creo que los animales ven en el hombre un ser igual que ellos que han perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz.”
— Friedrich Nietzsche
Hay algo profundamente inquietante en esta frase de Nietzsche. En unas pocas líneas, el filósofo trastoca la imagen que el ser humano ha construido de sí mismo durante siglos. Lejos de la cúspide de la evolución o de ser un reflejo de la razón divina, el hombre aparece aquí como una criatura extraviada, separada de la serenidad animal, extraviada por su propia capacidad de reír, de llorar, de fabricar sentidos. Es, en última instancia, un ser infeliz. La pregunta que se abre de inmediato es: ¿cómo ha llegado el hombre a tal estado? ¿Qué ha perdido en el camino y, sobre todo, qué ha inventado para sobrevivir a esa pérdida?
En "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral", Nietzsche no busca ofrecer respuestas apaciguadoras. Por el contrario, se sumerge en los abismos del pensamiento humano para mostrar cómo aquello que llamamos "verdad" no es más que un acuerdo tácito, una costumbre del lenguaje, una ficción que ha olvidado su carácter ficticio. Lejos de la búsqueda filosófica tradicional que aspira a encontrar fundamentos sólidos, Nietzsche se dedica a desmantelar esos fundamentos. Su mirada no se dirige hacia lo alto, hacia los cielos ideales, sino hacia abajo, hacia la tierra resquebrajada donde se gesta la mentira necesaria de la existencia humana.
Este texto breve pero radical, escrito en 1873 y publicado de forma póstuma, condensa algunas de las ideas más incisivas de Nietzsche sobre el lenguaje, la conciencia y la condición humana. No se trata de un tratado sistemático ni de un ensayo académico. Es más bien una fábula filosófica, un ejercicio de desilusión activa. En él, el hombre aparece no como el portador de la verdad, sino como su inventor, su tejedor, su prisionero.
En estas páginas, recorreremos las principales ideas de este escrito, deteniéndonos en sus imágenes más potentes, sus giros más irónicos, sus acusaciones más provocadoras. Trataremos de seguir el hilo que Nietzsche traza para mostrarnos que la verdad no es un descubrimiento, sino una construcción; que el lenguaje no es un espejo del mundo, sino una red de metáforas gastadas; y que tal vez, sólo tal vez, los animales —con su “sano intelecto animal”— nunca necesitaron mentirse para vivir.
Este ensayo será un viaje por esa crítica demoledora a la soberbia humana, una invitación a mirar nuestra existencia no desde el pedestal de la razón, sino desde el umbral del silencio animal, donde el llanto y la risa todavía no han inventado significados. Un intento por pensar, como Nietzsche, desde el borde de nuestras propias ilusiones.
Un mundo de metáforas gastadas: la invención de la verdad
En los albores de la humanidad, según Nietzsche, no hay verdades eternas ni hechos objetivos. Hay sólo impulsos, necesidades, impresiones. Y luego, muy lentamente, hay invención. La verdad no aparece como un descubrimiento repentino de lo que es, sino como una invención cuidadosa, un pacto de convivencia, un lenguaje común que permita al hombre orientarse en un mundo incierto. Pero esta invención, para funcionar, debe olvidar que lo es. Así comienza la gran fábula de la verdad.
Nietzsche no duda en calificarla como una metáfora. Mejor dicho, como una cadena de metáforas: una primera impresión sensorial se convierte en imagen, la imagen se convierte en palabra, la palabra se convierte en concepto, y el concepto, finalmente, en algo que fingimos eterno. En ese recorrido, algo se pierde. Lo inmediato se convierte en abstracto; lo singular se transforma en general. El lenguaje aplana la realidad para que podamos caminar sobre ella sin tropezar con su exceso. Pero ese suelo firme es una ilusión.
“¿Qué es, pues, la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos...” — escribe Nietzsche. La frase es célebre y ha sido repetida hasta el cansancio, pero pocas veces se la medita en toda su radicalidad. Lo que decimos “verdadero” no es otra cosa que una convención, un modo útil de interpretar el mundo, una metáfora que ha sido usada tanto que ha perdido su brillo poético y ha pasado a parecer literal.
El lenguaje es, para Nietzsche, una operación estética antes que lógica. No es un espejo de las cosas, sino una obra de arte colectiva que nos permite sobrevivir. Decir que la piedra es “dura”, o que el árbol “crece”, implica ya una reducción violenta de lo real a categorías humanas. Aplicamos palabras como si fueran etiquetas limpias, cuando en verdad son huellas de una antigua negociación con el caos.
Lo que Nietzsche denuncia no es el uso del lenguaje en sí, sino el olvido de su origen metafórico. La verdad se convierte en mentira en el momento en que olvidamos que la hemos inventado. Por eso habla de la “verdad en sentido extramoral”: no le interesa evaluar si es buena o mala, correcta o falsa, sino mostrar que está fuera del ámbito moral. Que es, simplemente, una necesidad humana, una invención útil que nos protege del abismo del no-sentido.
Aquí, Nietzsche no destruye la verdad como si fuera una cosa sólida que puede romperse, sino que la disuelve, como se disuelven los sueños al despertar. Muestra que todo lo que creemos firme reposa sobre suposiciones prácticas, metáforas fosilizadas que olvidaron su poesía. La idea de que el lenguaje representa el mundo se desvanece, y con ella la ilusión de que conocer es acceder a lo real. Conocer, para Nietzsche, es más bien domesticar, imponer formas, reducir lo desconocido a lo familiar.
En este punto, el hombre se revela no como un ser racional, sino como un animal desesperado por encontrar sentido, por convertir el mundo en una narración comprensible. El precio de esa necesidad es alto: para vivir, debemos mentirnos. La verdad, entonces, es la mentira que mejor nos ha servido.
El lenguaje como red de ilusiones necesarias
Si hay algo que Nietzsche deja claro en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, es que el lenguaje no es una herramienta neutra ni transparente. No está diseñado para reflejar el mundo tal como es, sino para organizarlo según las necesidades humanas. Por eso, cada palabra que pronunciamos es ya una interpretación. Cada oración, un mapa que omite más de lo que muestra. El lenguaje no revela el mundo: lo recorta.
Lo que llamamos “conocer” es, en realidad, domesticar lo desconocido con palabras conocidas. El proceso comienza con una percepción sensible: una impresión fugaz, única, irrepetible. Pero esa experiencia se transforma rápidamente en una palabra, y la palabra en un concepto. Así, la riqueza de lo vivido se aplana para que podamos comunicarlo. Y para sobrevivir.
“El concepto se forma mediante la igualación de lo no igual”, nos dice Nietzsche. Esto significa que, al nombrar algo, eliminamos sus particularidades. Llamamos “hoja” a miles de formas singulares que nada tienen de idéntico entre sí, y sin embargo las igualamos por conveniencia. El lenguaje actúa como una red: capta el movimiento de la realidad, pero lo reduce a formas fijas. Y en esa reducción, olvidamos que hubo algo más, algo que escapa siempre.
La ilusión es doble. Por un lado, creemos que las palabras reflejan fielmente las cosas; por otro, creemos que los conceptos son naturales, eternos, evidentes. Nada más lejos. Las palabras son invenciones históricas, y los conceptos, acuerdos culturales. El lenguaje está tejido sobre la necesidad de comprender, de orientarse, de no perecer ante lo inabarcable. Pero su función principal no es la verdad, sino la utilidad.
Nietzsche no se limita a criticar el lenguaje por su falta de precisión. Su crítica va más allá: señala que el lenguaje es un sistema de ilusiones necesarias. Sin esas ilusiones, el mundo sería un caos inabordable. Necesitamos creer que “esto” es una piedra, que “aquello” es un árbol, que “yo” soy un individuo con identidad estable. De lo contrario, nos disolveríamos en la confusión. Pero al aceptar esa red, también nos alejamos del mundo tal como es.
Lo que está en juego, entonces, no es un error accidental, sino una estructura entera de sentido. El ser humano no vive en la verdad, sino en una narración útil sobre la realidad. Esa narración se compone de signos, de reglas, de convenciones, de palabras que ya nadie recuerda cómo nacieron. Es una gran obra colectiva de ficción compartida, cuyo éxito radica precisamente en que todos han olvidado que es ficción.
Hay aquí una paradoja fundamental: el lenguaje, que debería acercarnos al mundo, nos separa de él. Nos permite comunicarnos, pero también nos encierra. Nos da una identidad, pero también nos limita. Y, sin embargo, no podemos prescindir de él. Somos animales que han hecho del lenguaje una prótesis vital. Y es en esa prótesis donde se juega nuestra forma de ser en el mundo.
Quizá por eso Nietzsche no pide que destruyamos el lenguaje, sino que lo pensemos desde otro lugar. Que lo miremos sin ilusiones. Que lo tratemos como lo que es: una red, una ficción, una herramienta poderosa y peligrosa. No para dejar de usarla, sino para aprender a vivir con su ambigüedad. Para recordar que toda palabra, incluso la más sencilla, esconde una historia de olvido, una decisión arbitraria, una metáfora que se ha vuelto invisible.
La mentira en sentido vital: vivir entre ficciones
En el universo de Nietzsche, la mentira no es, como suele creerse, un defecto moral o una falta ética. Es, más bien, una condición de la vida. Mentimos para sobrevivir. Mentimos para dotar al mundo de continuidad, de estabilidad, de sentido. Y lo hacemos no con malicia, sino por necesidad. En este sentido, la mentira no es lo contrario de la verdad: es su origen.
En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche plantea una pregunta provocadora: ¿por qué el ser humano, criatura minúscula en un rincón del universo, cree estar en posesión de la verdad? ¿Cómo ha llegado a convencerse de que sus palabras reflejan con exactitud lo real? La respuesta no es halagadora: el hombre no busca la verdad por amor a ella, sino por instinto de conservación. El conocimiento es un medio de defensa, no un fin noble. Y el lenguaje, su instrumento más eficaz.
“En un rincón del universo, derramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro donde animales inteligentes inventaron el conocimiento.”
— Nietzsche
Así comienza el texto, con una imagen casi cósmica, que relativiza por completo la importancia humana. La invención de la verdad aparece como un accidente local, una estrategia evolutiva más. Nada garantiza que sea “la” verdad, ni que tenga un valor fuera del pequeño teatro donde los hombres actúan sus ficciones.
Desde esta perspectiva, la mentira no es algo que se opone externamente a la verdad, sino la base misma de lo que consideramos verdadero. Es una mentira que ha sido repetida, compartida, institucionalizada, y finalmente olvidada como tal. Nietzsche no acusa al hombre de mentir: muestra que el hombre es un mentiroso natural, y que su mentira más grande es no saberlo.
Ahora bien, esta visión no debe ser leída en clave nihilista. Nietzsche no aboga por el relativismo vacío ni por una disolución completa de los valores. Lo que propone es un cambio de perspectiva. En lugar de buscar verdades absolutas, tal vez deberíamos reconocer el carácter ficticio, creativo y vital de nuestras construcciones. Aceptar que vivimos entre ficciones —y que eso no es necesariamente un mal.
Las ficciones nos sostienen. Nos permiten amar, recordar, proyectar, narrar. Nos dan forma. Pero sólo se vuelven peligrosas cuando se endurecen y se presentan como “la realidad”. Cuando olvidamos que son invenciones, entonces se transforman en dogmas, en prisiones conceptuales, en verdades muertas. El pensamiento de Nietzsche apunta a desactivar esas trampas. A devolvernos la conciencia de que toda verdad es, en el fondo, una metáfora que decidió descansar.
En este punto, Nietzsche se revela como un pensador profundamente vital. No quiere deshacerse de las ficciones, sino devolverles su carácter artístico, su potencia creadora. El problema no es mentir: es no saber que mentimos. No vivir entre ficciones, sino adorarlas como ídolos. Lo que propone, entonces, es una forma de honestidad más radical: aceptar que todo sentido es una creación. Y que, quizás, allí donde renunciamos a la ilusión de la verdad, comienza una forma más libre de vivir.
La mentira, en este sentido, no es la caída del hombre, sino su obra más ambiciosa. Es el tejido simbólico sobre el que construye sus mundos. Y sólo desde la conciencia de esa mentira puede surgir un pensamiento verdaderamente trágico, pero también verdaderamente libre. Un pensamiento que no busca consuelos, sino lucidez.
La crítica a la razón: más allá del orgullo humano
Durante siglos, la razón ha sido el estandarte del ser humano. Desde Platón hasta Kant, la filosofía occidental ha enaltecido la capacidad racional como aquello que distingue al hombre de los demás animales, como su rasgo más noble, su orgullo. Se ha dicho que pensar es lo que nos hace humanos, que razonar es elevarse por encima de lo instintivo, de lo corporal, de lo caótico. Pero Nietzsche viene a poner ese orgullo en duda. A mirar, una vez más, desde abajo.
En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, la razón aparece como una estrategia de adaptación, no como una vía hacia lo absoluto. Lejos de ser un órgano del conocimiento puro, es para Nietzsche una función práctica, una herramienta para organizar la vida. Y como toda herramienta, no está hecha para descubrir la verdad, sino para hacernos el mundo habitable.
“Lo que el hombre quiere es la verdad, es decir, una metáfora que ya no se siente como tal, una ilusión olvidada como ilusión, una mentira convertida en verdad.”
— Nietzsche
La razón, bajo esta luz, ya no es una facultad sublime sino una capacidad para simplificar. Para reducir la multiplicidad del mundo a formas manejables. No nos da acceso al “ser de las cosas”, sino que nos permite circular por ellas sin perecer. Es una función del instinto, no su superación. Nietzsche revierte aquí el orden jerárquico clásico: no somos razón que domina el cuerpo, sino cuerpo que inventa razones para sobrevivir.
Esto no significa que la razón sea inútil o despreciable. Pero sí que debe ser desmitificada. El problema no está en razonar, sino en creer que la razón es la medida de todas las cosas. Que lo que no cabe en sus categorías no existe o no importa. Esa pretensión de universalidad, de objetividad total, es lo que Nietzsche combate con más insistencia. Porque en ese gesto se esconde el deseo de dominar, de someter el mundo a un esquema humano, demasiado humano.
Al criticar la razón, Nietzsche también critica la tradición filosófica que ha hecho de ella un ídolo. Una tradición que ha buscado verdades eternas, fundamentos seguros, sistemas cerrados. Frente a esa herencia, él propone otra actitud: la del pensador que acepta la incertidumbre, que habita la metáfora, que sospecha del deseo de certeza. No para caer en la confusión, sino para recuperar una forma más viva de pensar.
La razón, en última instancia, es una invención del animal infeliz. Del animal que ha perdido el instinto y necesita reconstruirse un mundo simbólico donde habitar. Es el intento del ser humano por establecer orden donde hay flujo, identidad donde hay cambio, permanencia donde hay devenir. Pero ese intento, aunque necesario, es también peligroso. Porque cuando se olvida que es una construcción, se transforma en dogma.
Así, el hombre deja de ser un creador de significados y se convierte en su siervo. Nietzsche nos invita, entonces, a mirar la razón no como una divinidad, sino como una herramienta. No como una fuente de verdad, sino como una forma de ficción útil. A reconocer que su valor no está en su correspondencia con el mundo, sino en su capacidad para sostener la vida.
Este gesto, profundamente filosófico en su raíz, es también profundamente liberador. Porque desmontar la razón como absoluto no significa renunciar a pensar, sino pensar de otro modo. Pensar más allá del orgullo humano. Pensar desde la conciencia de nuestra fragilidad, de nuestra necesidad de sentido, de nuestro carácter trágico. Pensar como animales que han inventado el pensamiento.
El retorno del animal: hacia una sabiduría más humilde
Una de las imágenes más potentes de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral es la del hombre visto por los animales. En un pasaje que parece menor, pero que condensa una tesis radical, Nietzsche imagina cómo nos perciben las otras criaturas: como seres que han perdido el sano intelecto animal. Como seres extraviados en un mundo de ficciones, de reglas abstractas, de palabras huecas. Como animales tristes.
“Creo que los animales ven en el hombre un ser igual que ellos que ha perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz.”
— Nietzsche
Esta frase, que mezcla ironía, compasión y lucidez, contiene una inversión fundamental. El hombre, que se ha creído por siglos la cúspide de la evolución, aparece ahora como un ser desviado, descentrado, apartado de la vida por su propio exceso de simbolización. Un animal que ya no confía en sus sentidos, que duda de sus impulsos, que necesita leyes, conceptos, religiones, verdades. Y que, en ese proceso, ha perdido algo esencial: la sabiduría instintiva.
El “sano intelecto animal” no es la razón, sino el arte de vivir en el presente, de responder al mundo sin mediaciones abstractas. Es la capacidad de actuar sin necesidad de justificarlo todo, de percibir sin encerrar la percepción en nombres. Los animales no conocen la verdad, pero tampoco necesitan mentiras. No buscan sentido, simplemente viven. Y en ese vivir hay una forma de sabiduría que el hombre ha olvidado.
Nietzsche no idealiza a los animales como modelos morales. No propone volver a un estado natural perdido, ni imitar la vida animal como si fuera una pureza original. Lo que propone es, más bien, una toma de conciencia: hemos ido demasiado lejos en nuestra separación simbólica del mundo. Nos hemos aislado tras murallas de conceptos, y en ese encierro hemos perdido la inmediatez, la presencia, la alegría simple de existir.
El retorno del animal no es, entonces, una regresión, sino una posibilidad de apertura. Se trata de recuperar, dentro de nuestra condición humana, una forma más humilde de estar en el mundo. De reconocer que no lo comprendemos todo, que no controlamos todo, que no tenemos acceso privilegiado a la verdad. Que, como cualquier criatura, somos apenas un modo de interpretar lo real.
Aceptar esto no es una derrota: es una liberación. Nos permite soltar el orgullo, el antropocentrismo, la obsesión por definirlo todo. Nos abre a una forma de pensamiento más poética, más cercana al cuerpo, al instante, a lo cambiante. Un pensamiento que no necesita fundamentos absolutos, sino que se despliega como una danza sobre el abismo.
Tal vez allí, en ese reconocimiento, comience una nueva sabiduría: no la que busca poseer la verdad, sino la que sabe convivir con su ausencia. No la que impone sentido, sino la que lo crea, sin olvidar que es creación. No la que se erige sobre el mundo, sino la que se deja atravesar por él.
Este retorno del animal, en Nietzsche, no es una renuncia a la cultura o al pensamiento, sino su transformación. Es la posibilidad de pensar sin soberbia, de hablar sin creer que nuestras palabras contienen el mundo. De vivir sin aferrarnos a ficciones como si fueran verdades eternas. De reencantar el mundo no con dogmas, sino con metáforas conscientes.
Hacia un pensamiento poético: Nietzsche y el arte de mentir con lucidez
Después de desmontar la verdad, de exponer el lenguaje como ficción, de cuestionar la razón y de revelar al hombre como un animal desorientado por su propio orgullo simbólico, Nietzsche nos deja ante una pregunta decisiva: ¿y ahora qué? ¿Qué hacer con esta lucidez que ha desmontado nuestras certidumbres? ¿Cómo vivir cuando ya no se cree en la verdad como un bien supremo?
La respuesta de Nietzsche no es el escepticismo vacío ni el cinismo paralizante. Tampoco es un simple relativismo. Lo que propone, en cambio, es una forma de pensamiento que asuma su carácter inventivo. Un pensamiento que no niegue la mentira, sino que la habite con conciencia. Que no rechace la ficción, sino que la convierta en arte. Un pensamiento poético.
La clave está en la lucidez. No se trata de volver a creer, sino de saber que se cree. De crear sentidos sabiendo que son creados. De construir imágenes del mundo que no pretendan ser verdades absolutas, sino metáforas compartidas. Nietzsche no nos pide dejar de mentir, sino aprender a mentir con estilo, con sensibilidad, con profundidad. Hacer de la mentira un arte. Hacer de la vida una obra.
“El intelecto, como medio para la conservación del individuo, despliega sus principales fuerzas en el disimulo; pues éste es el medio por el cual los individuos más débiles y delicados se mantienen en vida.”
— Nietzsche
Aquí aparece el horizonte estético que atraviesa toda su crítica. Si el conocimiento no es una descripción fiel del mundo, sino una interpretación útil, entonces el valor del pensamiento no reside en su veracidad, sino en su potencia creadora. Pensar, para Nietzsche, no es reflejar lo real, sino dar forma a lo posible. Y en ese gesto, el filósofo se acerca al artista.
De hecho, no es casual que Nietzsche haya recurrido una y otra vez a la figura del artista como modelo de una existencia afirmativa. El artista sabe que sus obras no son la realidad, pero eso no le impide crear con pasión, con entrega, con belleza. Sabe que su creación es ficción, y por eso mismo se entrega a ella sin ilusión ni resignación. Así debería ser también el pensamiento: una creación consciente, una mentira lúcida, una interpretación que no se impone como verdad, pero que da sentido a la vida.
Este es el corazón de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral: no hay una verdad que aguarde ser descubierta, pero hay infinitas formas de crear sentido. El pensamiento ya no debe aspirar a la objetividad intocable, sino a la intensidad vivida. A decir el mundo como se dice un poema: no para capturarlo, sino para acompañarlo en su devenir. No para encerrarlo en conceptos, sino para abrirlo a nuevas formas de aparecer.
El arte, entonces, se convierte en la metáfora última. No como evasión, sino como ejercicio radical de libertad. Como modo de habitar el mundo sin dogmas, sin absolutos, sin miedo al vacío. Y en ese arte, cada uno se vuelve responsable de su propia interpretación. No como dueño de la verdad, sino como autor de una mentira bien hecha, compartida, sensible, abierta a la transformación.
Tal vez, en este punto, Nietzsche no nos deja con una teoría cerrada, sino con una invitación. A pensar más allá de la verdad. A hablar sabiendo que mentimos. A crear mundos sin creer que son el único. A vivir, en fin, con la elegancia trágica de quien sabe que toda verdad es una metáfora que se ha cansado de serlo.
Bibliografía
Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. En Obras completas, Vol. II. Madrid: Tecnos, 1998.
Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2017.
Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Madrid: Cátedra, 2004.
Vattimo, Gianni. El pensamiento débil. Madrid: Cátedra, 2006.
Deleuze, Gilles. Nietzsche y la filosofía. Buenos Aires: Paidós, 2003.
Kofman, Sarah. Nietzsche y la metáfora. Madrid: Antonio Machado Libros, 2002.
Sloterdijk, Peter. Crítica de la razón cínica. Madrid: Siruela, 2003.