Extraños en la pista

No he sabido nada de él. Hace mucho que no lo recordaba, siete u ocho años quizá. Vivía convencida de haber seguido mi vida sin él en la memoria, pero el recuerdo me ha alcanzado, de pronto, sin buscarlo, aquí, en este camión atrás de un semáforo, en medio de la lluvia. Se escuchan los ronquidos del motor y una canción que suena desde el fondo que me hace desconocerme y preguntarme dónde estará.

Fabián Gutiérrez (México)

3/27/2025

Mimeógrafo #142
Marzo 2025

Extraños en la pista

Fabián Gutiérrez
(México)

No he sabido nada de él. Hace mucho que no lo recordaba, siete u ocho años quizá. Vivía convencida de haber seguido mi vida sin él en la memoria, pero el recuerdo me ha alcanzado, de pronto, sin buscarlo, aquí, en este camión atrás de un semáforo, en medio de la lluvia. Se escuchan los ronquidos del motor y una canción que suena desde el fondo que me hace desconocerme y preguntarme dónde estará.

***

Supe que él existía en el cumpleaños de Willie, un compañero de Recursos Humanos. A pesar de que laborábamos en la misma oficina, era un total desconocido para mí.

—¿Y ese quién es?

—Héctor, el de sistemas.

—No pues la verdad ni sabía que trabajaba aquí.

Habíamos desplazado las mesas hacia las paredes para hacer del comedor un espacio para bailar. Yo carecía de ritmo y cualquier otro talento kinestésico, así que me limité a acomodarme en una esquina con Celia, mi única amiga de la oficina, mientras bebía pausados sorbos de vino. Eran las nueve de la noche, el alcohol comenzaba a entusiasmar a los presentes, por ello habían decidido sacar del centro la mesa del pastel y subir el volumen del estéreo.

—¡Vente, Celi, vamos a bailar!

—¡Pero si ya sabes que yo no sé bailar!

—¡Írala, no te hagas del rogar! Tú no’más me sigues. ¡Órales, ven!

El susodicho Héctor se había llevado a mi amiga. Me quedé allí, en calidad de espectadora, mirando cómo el desconocido sacudía a Celia de acá para allá, como una pirinola.

—Es como ayudante general allí en sistemas.

—Ah, ya. Es que no lo conocía, ya ves que casi no vamos para esa área. ¿Cuánto tiempo tiene trabajando aquí?

—Pues ya un rato, dos o tres años, creo. De hecho llegó más o menos cuando entraste tú, pero como ni te quedas a las fiestas nunca lo habías visto.

Egresada de actuaría, sin talento para el baile y con pocas ganas de tomar. Lógicamente me daba pereza quedarme a las fiestas. Era la típica lentuda desapercibida de la oficina, un lugar común. Todos los días, al marcar fin de labores, prefería correr a casa para ponerme alguna serie en Netflix que seguir viendo las carotas de mis compañeros. Ese viernes no era la excepción, pero Celia insistió.

—¡Uy, esa es mi rola! ¿Qué onda, amiga? ¿bailas conmigo?

—No sé bailar.

—Oh, yo te enseño, si se ve que eres re listota, ¡orita aprendes!

El sujeto no esperó respuesta alguna. Me tomó de la mano y, en una inexplicable demostración de delicada fuerza, me levantó de un tirón que acabó poniéndonos muy cerca, los ojos con los ojos, mi espalda sobre sus dedos.

Era la primera vez que bailaba. Empecé a temer por el ridículo que estaría a punto de representar. Sin embargo, no sé de qué clase de patrones o brujerías se servía el mentado Héctor, pero con la mano izquierda me traía en un continuo vaivén en el que mis pies solitos comenzaron a danzar mientras que, con la derecha, me sostenía con certeza tras la espalda, como si cuidara de mí.

—¡Ya ves, amiga! ¡Y tú diciendo que no sabías bailar!

—Pues yo no bailé, ¡tú me bailaste!

El área de finanzas no es, ciertamente, uno de los lugares más divertidos de la empresa. Mi trabajo consiste en repasar una y otra vez un montón de números en tablas de datos interminables, que todo cuadre. Una labor aburrida. Generalmente volvía a casa con una sensación de estar desperdiciando mi vida. Aquella noche regresé sonriendo.

Ojitos mentirosos, no me mires,
tu mirada tierna me enloquece.
Ese tu mirar se parece al radiante sol que amanece.

***

Había pasado toda una semana y me sorprendí a mí misma pensando sistemáticamente en Héctor. Estaba en contradicción. Para empezar ni lo conocía, no sabía sus intereses, sus pasatiempos ni nada. Guapo no es. Lo único que sabía es que me había hecho debutar en el baile y que eso me había encantado. Pero ahí estaba, pensando a cada momento en él. Era como si, en efecto, quisiera saber sus gustos, su día a día, sus pensamientos, sus ideas, sus sueños, conocerlo más. ¡Qué ridícula!

Después de descartar varios planes, me encontraba sin motivo alguno para visitar el área de sistemas (donde no tengo nada a qué ir). De pronto se me prendió la luz. Saqué el directorio de la oficina y marqué a la extensión de Héctor.

—¿Bueno?

—¡Hola! Oye, fíjate que el correo no me funciona. ¿Crees poder venir a revisarlo?

—Híjoles, ta’ complicado, es que hay re’te harto trabajo.

—Ay, eres Héctor, ¿no? (ya sabía que era él). Porfa échame la mano, me súper urge mandar unos correos.

—Va pues, voy pa’llá.

Como pude, medio me pasé el cepillo y me repasé el labial de un manotazo. Héctor llegó.

—¡Ay, amiga! Es que se te borró el usuario. ¿pues qué le andas moviendo? (sí, yo había borrado la dirección de correo para que no funcionara). A ver… a ver… Mmm… (¿de verdad sabe arreglarlo?) A ver, creo que ya… Sí, ya… Pon tu contraseña… Listo, ya estuvo.

—Muchas gracias. Me urgía enviar esos correos. Si no los mandaba pronto, me iba a tener que quedar hasta tarde y tengo compromiso en la noche.

—¿Y eso? ¿A dónde te vas a ir a dar el rol?

—(No había previsto esa pregunta) A una cena familiar

—Uy, no, ¡yo a eso no le hago! ¡Mejor vámonos a bailar!

—Ja, ja, ja. ¡Estaría muy bien!

Las siete. Marqué mi salida en el checador. Pedía el elevador mientras maldecía por no haber aceptado la invitación. Aunque él lo decía de broma, ¿no? ¿O iba en serio? Bueno pero no sé bailar. Pero él me podría enseñar, ¿cierto? ¡Por qué esto es tan complicado!

Iba caminando hacia la estación para tomar el autobús, entre distraída y cabizbaja. De repente, una voz me habló desde el costado.

—¡Qué pasó, amiga! ¿Ya te vas a tu compromiso?

Eran Héctor y mi oportunidad. Necesitaba reaccionar rápido.

—Se canceló, ¿tú crees? ¿Y tú a dónde vas?

—¡Pues a bailar! ¿No quieres ir? Es acá cercas.

—¿Pero me vas a enseñar? Acuérdate que no sé bailar.

—¡Ya sabes que sí! Vamos y saliendo pedimos taxi.

—¡Va!

Después de viajar en metro hasta la estación Obrera y caminar entre marquesinas oscuras y calles aparentemente peligrosas, llegamos. El cabaret Barba Azul. Jamás había asistido a un lugar como aquel. La música, que retumbaba a la distancia, trazaba el camino hacia aquel sitio, como su estrella del norte. Atravesamos el umbral oscuro que separa el mundo convencional de aquel universo paralelo. Una máquina de vapor nos recibió tras su cortina blancuzca, luces saltarinas se estampaban en nuestras ropas. Había una especie de aura mística en el lugar, una clase de celebración permanente, donde todos reían y sudaban. Héctor y yo tomamos una mesa, decía que necesitaba unos tragos para encender motores.

—¡No pus yo ni la carrera terminé! Es que ya no nos alcanzaba en la casa, tuve la beca dos semestres, pero bien güey la perdí. Luego pues mis jefes ya están grandes y mi papá se enfermó de diabetis, entonces tuve que entrarle al quite con los gastos. De por sí nunca fui muy bueno para la escuela, estudiaba más por mi jefecita que le hacía harta ilusión verme con el sombrerito ese de la foto de graduación. No’más que, ya ves, la vida no es a la carta. Aunque me va chido en la oficina, ¿eh? ¡Saco los gastos de la casa y hasta me sobra un cambio para venir a echarme mis drinks! ¡Pero ya estuvo bueno de tanto güiri-güiri! Ya empezaron las rolas chidas. ¡Vente, vamos a bailar!

Alternamos aquella noche entre la mesa y la pista, entre el baile y la conversación. Me llamó mucho la atención la singularidad con la que Héctor narraba su vida. Ganaba poco, no tenía posibilidad de concluir sus estudios, sus papás enfermos y dependientes. Tantos problemas. Pero no mostraba preocupación alguna, era como si no entendiera sus propias palabras, sus propias dificultades, como si él no fuera él.

Cuando no estábamos hablando de su vida (debido a mi disimulado interrogatorio), nos encontrábamos en la pista, en mi curso exprés de ritmos populares.

Pese a mi inexperiencia, pasamos con gran destreza del rock a la bachata, del de la quebradita al son de Cuba. Pero en la salsa y en la cumbia Héctor se hacía notar con creces, eran sus ritmos favoritos y próximamente serían los míos también.

De los más exóticos maestros que he tenido a lo largo de la vida, Héctor se llevaba el primer lugar. Sus indicaciones eran absurdas (“haz para allá el pie izquierdo; no, ese no, el otro izquierdo”), usaba pleonasmos raros, ninguna instrucción que proporcionaba era inteligible. En el nivel teórico era una decepción. Pero en cuanto me dijo que el baile se trata más de sentirlo que de saberlo, me limité a repetir cuatro o cinco pasos y él hacía todo lo demás. Héctor no necesitaba explicar cómo lo hacía, él bailaba, sonriente, sin hipótesis alguna.

Se estiró la noche hasta la una de la mañana. Yo no podía llegar tan tarde a casa, todavía vivía con mis padres y Héctor comenzaba a abandonar la sobriedad, hecho que, en silencio, me preocupaba.

—Oye pues ya mejor vámonos, ya es re’ tarde. No te vayan a regañar. ¡Además siento que ya se me subió!

Lo convencí de dejarme pagar la cuenta en agradecimiento a las lecciones de baile. Pedimos un taxi y me acompañó a casa. Antes de cerrar la puerta, volteé y ahí estaba él, del otro lado de la calle, como asegurándose de que diera el último paso hasta la seguridad de mi hogar. Para ese momento, yo ya sabía con precisión que estaba enamorada.

Que locura enamorarme yo de ti.
Que locura fue fijarme justo en ti.

***

—Haya, Héctor, haya.

—Chales, te la pasas regañándome, ¡pareces mi maestra! Si ya sabes que soy re burro, ¿pa’ qué te juntas conmigo?

Trece meses habían pasado desde aquella, nuestra primera cita. Seguíamos saliendo. De manera religiosa, salvo impuestas excepciones, los viernes dejábamos la oficina y nos encontrábamos en el metro para ir a bailar. El California Dancing Club, el Salón Los Ángeles, el Mama Rumba… Héctor me había iniciado en la fe del baile y yo decidí perseverar en ella.

Es verdad, constantemente lo corregía, no amaba su forma de expresarse. “Haiga”, “vistes”, “mas sin en cambio”. En ocasiones intentaba convencerlo de que terminara la universidad, ofrecí ayudarlo a buscar una escuela donde revalidaran sus estudios y le dieran una beca. Pero él se negaba, incluso, a veces, parecía que mi insistencia le molestaba. De vez en cuando me detectaba avergonzada de salir con él, y el hecho mismo de saberme avergonzada me hacía sentir peor. Todos los viernes fingía que me faltaba algún pendiente, entonces le pedía que se adelantara, que me esperara en el metro. Evitaba que en la oficina nos vieran juntos.

Mas toda la vergüenza, toda molestia sobre su forma de hablar, sus irrelevantes y aburridos temas de conversación, su evidente estancamiento laboral, todo me daba igual una vez que llegábamos a la pista y comenzábamos a bailar. No importa si yo estaba enfadada, si había tenido una mala semana, si los temas de Héctor me desinteresaban, si sus errores de expresión me fastidiaran, cuando Héctor me tomaba por encima de la cintura y me gobernaba bajo las luces de la pista, el mundo se transfiguraba y yo sentía que no valía nada sin él.

“—Mira a ese muchacho, ¡qué bien baila!”.

No había salón de baile en la ciudad donde Héctor no llamara la atención, y en la mayoría el personal del lugar lo conocía desde la puerta hasta la barra. Fuerza, sensualidad, vitalidad, Héctor dejaba de ser el ayudante general de sistemas y se volvía el monarca de la pista, y yo hubiera dado lo que fuera para que todo en la vida se tratara de bailar con él, bailar hasta que las congas y el trombón acabaran con mis respiros.

Alguna vez llegué a la conclusión de que Héctor era una especie de experimento de la naturaleza, una excepción del género humano, un ser totalmente incompetente para casi todo lo que implicara un esfuerzo del raciocinio, pero que se equilibraba con sus inefables poderes bailarines. Héctor tenía el alma no adentro del corazón, sino de los zapatos.

Cuando caminábamos juntos, Héctor tomaba mi mano bailando. Cuando andaba por los pasillos de la oficina, danzaba caminando. Para sentarse, bailaba. Para levantarse, Héctor daba un paso de baile. Para decirme “ya te quiero ver” a través del teléfono, yo sabía que Héctor estaba bailando. Me besaba al bailar. Nunca lo afirmó, pero yo sabía con íntegra certeza que Héctor me quería como sólo él en todo el mundo me podrían querer: bailando. Bailábamos juntos cuando hacíamos el amor y yo, entonces, era la más feliz.

Quiero morir en tu piel,
quiero beberme tu vida.
Quiero llenarte de amor,
de arriba abajo, de abajo arriba,
hora tras hora, día tras día.

***

Yo habría podido prolongar nuestra inusual relación por tiempo indefinido, pero aquella intempestiva noche llegó. Era una salida especial porque Héctor, después de haber ahorrado por tres años (los tres años que llevábamos saliendo), había podido comprar su propio automóvil. Un coche de segunda mano que, a la brevedad, tapizó con toda clase de estampitas que a mí no me gustaron.

—¡Pa’ que ya no te dé pena salir conmigo!

Jamás había sentido vergüenza alguna por viajar en transporte público. Pero, sería hipócrita negarlo, a veces me avergonzaba exponerme en la calle con él, y la idea de un auto propio no me desagradaba del todo.

Sabía que aquella era una noche desigual porque Héctor estaba atípicamente quieto. Por lo común, apenas llegábamos al salón, bebíamos unos tragos, me levantaba de un salto y me llevaba eufórico a la pista. Pero aquella noche no se animaba a levantarse.

Picada por la incomodidad, me alcé de la silla y le extendí la mano.

—Vente, sácame a bailar.

—No, espérate, es que te quiero preguntar algo.

Además de incómoda, ahora me sentía ansiosa. ¿Qué cosa quería preguntarme Héctor que no me hubiera podido preguntar por mensaje en el celular, por teléfono, por correo? ¿Qué clase de duda tendría que lo hacía reprimir su propia naturaleza de bailarín?

—Es que… Es que pues luego pienso y, ¡chale!, me saca de onda. ¿Tú y yo qué somos? O sea, salimos y nos la pasamos chido, pero, ¿qué somos? Yo la neta le he hablado de ti a mi jefa, y ella se emociona y hasta te quiere conocer. O sea, yo sé que no soy como tú así bien listo y lo que quieras, pero ve, me gusta trabajar y pues en una de esas hasta podría conseguir una mejor chamba. Me cae que hasta he pensado en terminar la universidad nomás porque tú quieres, pero pues es que no sé ni qué onda, no sé a qué le tiras, no sé qué somos. Me cae que yo ya estoy re enamorado de ti, pero pues quiero que me expliques qué va a pasar con nosotros. Yo tengo mis sueños, ¿sabes? Yo no aspiro a andar de viaje o a un depa en la Condesa, como la gente como tú. Yo quiero casarme, tener hijos, una casita…

No podía dejarlo continuar. Interrumpí.

—No sé, Héctor, pero lo que sea que somos, estamos bien y no quiero que pensemos en algo más que en el hecho de que estamos bien así como estamos.

No insistió. Héctor nunca fue muy bueno para desarrollar contraargumentos. Se limitó a asentir con la cabeza y a decir un “va”. Eso fue todo. “Va”. De pronto, el misticismo del lugar se hizo pedazos. La música me parecía demasiado alta, el lugar muy acalorado, el aroma desagradable. Quise arreglar las cosas, por lo que le extendí la mano de nuevo.

—Anda, vamos a bailar.

—No, orita, otro rato.

Yo sabía que Héctor tenía el llanto atorado en los ojos porque las luces de colores a ratos pasaban por sus pupilas y revelaban su acuosa faz. Se contuvo. Tenía ganas de saltar hacia sus hombros para besarlo y desnudarme para su amor allí, en la pista. Pero el dolor también se había apoderado de mí. Empecé a darle vueltas a la situación, entonces la maquinaria de mis pensamientos comenzó, como siempre, a desesperarme; lo único que se me ocurrió fue intentar ahogarla con insistentes peticiones de alcohol.

Salimos de allí, a la una de la mañana, claramente ebrios y sin dirigirnos la palabra. No bailamos ni una sola canción. Así fue mi última salida con él.

Como los unicornios,
van desapareciendo.
Amar es hoy tan fácil,
sólo es cosa de un beso.
Un amor como el nuestro
no debe morir jamás.

***

Recuperé la conciencia en el área de Traumatología del hospital de Xoco. Todo, absolutamente todo me dolía. No sé cuántos días habían pasado, pero mi amiga Celia y mis papás estuvieron conmigo, a la brevedad, en cuanto les avisaron que había despertado. Mi madre lloró con mi mano en sus ojos, Celia se limitó a narrar que habíamos chocado.

—¿Y Héctor?

—Ay, amiga, ¿cómo se te ocurre preguntar por ese güey ahorita?

Callé.

Pasaron seis meses para que la distensión muscular, la fractura de esternón y la perforación pulmonar me permitieran salir de casa. En la empresa me apoyaron con dos meses de sueldo, mas cuando fueron informados de mi lenta recuperación, decidieron finiquitarme. No volví a trabajar allí. Tuvieron que pasar seis meses más para que recobrara la capacidad de caminar sin muletas y salir a buscar un nuevo empleo.

Jamás supe de nuevo de Héctor, no volvió a llamar ni a escribir. Gradualmente olvidé su número. Nunca más volví a bailar. Conseguí un mejor empleo, compré mi departamento a crédito. Pero esta canción, en un camión en medio de la lluvia, me lo han traído a la memoria. Aquellos desplazamientos, los pasos dobles, las vueltas, las palancas, las luces de la fiesta al calor de sus abrazos, de pronto todo se me amontonó como un golpe en el pecho. El corazón me taconaba delirante y, de súbito, quise saber todo de nuevo acerca de él.

Porque al despertar, tú ya no estás, tú ya te has ido
Porque al despertar, vuelvo a mirar que no eres mía
Porque al despertar, tú ya no estás, tú ya te has ido
Como golondrina que abandona el nido
Se vuelve humo el amor que en sueños, solo ha sido mío

Los ojos se me empezaron a deshacer en lágrimas silenciosas, entonces me levanté para salir corriendo de aquel camión. ¿Cómo me iba a poner a llorar ahí? ¡Qué ridícula! Caminé al fondo, toqué el timbre para bajar; y cuando alcancé el primer escalón en descenso, al mismo tiempo, como si estuviéramos sincronizados, un hombre demacrado, con notas de poca higiene y mala alimentación iba subiendo por la puerta frontal. Usaba muletas, carecía de una pierna y llevaba un bebé en la espalda, un bebé de varios meses, con la mirada llena de vida, entonces nuestros ojos se cruzaron y el niño empezó a tirar de pataleos, sonriente, en cuanto la música del camión comenzó a subir de volumen, como si hubiera heredado el don de bailar, como si bebiera el ritmo de la música en la leche de su biberón.