Ernesto Sábato - El abismo reflejado: El doble y la ruptura del yo en El túnel

En todo caso había una sola ventana iluminada y por ella vi a una mujer que miraba el mar. Estoy seguro de que la miraba con la misma desesperación con que yo lo miraba. Esa mujer era María.

Ernesto Sábato

El abismo reflejado:

El doble y la ruptura del yo en El túnel de Ernesto Sábato

Sabak' Che

Abstract

Este ensayo explora la figura del doble y la fragmentación de la identidad en El túnel de Ernesto Sábato, a través del análisis del protagonista Juan Pablo Castel. Lejos de representar una simple historia de crimen, la novela se presenta como un descenso a la conciencia escindida de un sujeto atrapado en su propio encierro interior. A partir de una lectura hermenéutica y simbólica, se examina cómo el personaje proyecta en María una imagen especular de sí mismo, construyendo así un vínculo marcado por la obsesión, la incomunicación y el deseo de fusión. El túnel que da nombre a la obra se revela como metáfora del yo moderno: clausurado, paranoico y condenado a la soledad. El ensayo analiza el deterioro del lenguaje, la imposibilidad del encuentro con el otro y la autodestrucción como destino del sujeto escindido. En última instancia, se plantea que El túnel representa una visión radical de la identidad como fractura irreconciliable, donde el doble no es otra cosa que el espejo oscuro de uno mismo.

“En todo caso había una sola ventana iluminada y por ella vi a una mujer que miraba el mar. Estoy seguro de que la miraba con la misma desesperación con que yo lo miraba. Esa mujer era María.”
(Ernesto Sábato - El túnel)

La oscuridad como punto de partida

En El túnel, Ernesto Sábato nos sumerge en el universo cerrado de Juan Pablo Castel, un pintor consumido por la obsesión, el aislamiento y una búsqueda desesperada de sentido. Narrada en primera persona y con una estructura que recuerda a una confesión, la novela no solo traza la progresiva caída de su protagonista hacia el crimen, sino también su descenso hacia la fractura interna, hacia un yo que se disuelve entre la paranoia, el deseo de control y la incapacidad de establecer lazos auténticos con el otro.

Desde sus primeras páginas, El túnel plantea una atmósfera opresiva, introspectiva y cargada de tensión existencial. Castel no narra para justificarse ni para redimirse, sino para intentar reconstruir –como si escarbara entre ruinas– las causas que lo llevaron al asesinato de María, la única persona que, a sus ojos, parecía comprenderlo verdaderamente. Esta reconstrucción, sin embargo, no es lineal ni objetiva: está teñida por las grietas de una mente escindida, por las distorsiones de una subjetividad atormentada que lucha contra el vacío, contra el sinsentido y contra su propio reflejo.

El motivo del doble atraviesa toda la novela como una sombra silenciosa: Castel busca en María una imagen especular, un eco de sí mismo que confirme su visión del mundo, que comparta su túnel. Pero esa proyección se convierte en frustración, y la imposibilidad de fusionarse con el otro desencadena una violencia ciega. El doble en El túnel no es un gemelo ni un rival, sino un reflejo que revela lo insoportable de la propia identidad: la soledad, la incomunicación y la certeza de que el abismo más profundo se encuentra en uno mismo.

Este ensayo se adentrará en los símbolos y tensiones que construyen la figura del doble en la novela, en la representación de una identidad fragmentada y en el papel del encierro –mental, simbólico y existencial– como forma de expresión de la angustia moderna. Desde una lectura hermenéutica y filosófica, exploraremos cómo El túnel no solo relata un crimen, sino que retrata el derrumbe interior de un sujeto que ya no puede habitar su propio ser.

Juan Pablo Castel: El artista y el abismo de sí mismo

Juan Pablo Castel, protagonista y narrador de El túnel, no es simplemente un asesino ni un artista frustrado: es el retrato complejo de una subjetividad que se contempla a sí misma con una mezcla de desprecio, desconfianza y desesperación. Desde el comienzo, Castel se muestra como un ser escindido, incapaz de habitar el mundo con naturalidad, encerrado en un diálogo interior donde la lucidez se mezcla con la paranoia. Su condición de artista, lejos de redimirlo, lo expone aún más a la conciencia del vacío que lo habita.

El arte, en Castel, no es expresión liberadora sino un grito silencioso que nadie parece escuchar. Cuando recuerda que en uno de sus cuadros pintó una escena con una mujer mirando hacia el mar a través de una ventanita —detalle que consideraba esencial—, lo que lo obsesiona no es la pintura en sí, sino el hecho de que solo una persona, María, pareció captar ese gesto íntimo. Ese reconocimiento se convierte para él en una promesa de comunión, en una esperanza de que no está completamente solo. Pero también será el inicio de su condena: la incapacidad de aceptar que el otro es otro, no un reflejo perfecto ni un ser comprensible.

Castel necesita que María lo entienda no solo como una compañera, sino como una extensión de su propio pensamiento. Esta necesidad de fusión, de eliminar la otredad, es el motor de su destrucción. Cada vez que percibe una distancia emocional, una ambigüedad o una falta de transparencia en ella, su mente se llena de sospechas. El mundo se convierte en una red de signos amenazantes, y Castel interpreta cada palabra, cada gesto, como una traición. No hay espacio para la alteridad: o María es el espejo perfecto, o es la enemiga.

La figura del artista se presenta aquí como una forma extrema del yo hiperlúcido, incapaz de tolerar las zonas grises de la existencia. Castel no puede entregarse a la intuición o al afecto sin diseccionarlos primero. Su mirada es una disección constante, un análisis feroz que lo aísla más y más del mundo y de sí mismo. El arte que produce es, como su vida interior, un espacio cerrado: un túnel que no tiene salidas, solo paredes que lo reflejan hasta el hastío.

Castel no es un personaje que evolucione, sino que se descompone. Cada recuerdo que narra, cada reflexión sobre María o sobre los demás, no ilumina nada externo: solo expone sus propias grietas. En su intento de comprender al otro, lo destruye; en su necesidad de amor, asfixia; en su lucidez, se pierde. Así, el artista en El túnel no es un visionario, sino un prisionero de su propia conciencia.

La mirada y el espejo: El doble como condena

En El túnel, la mirada no es solo un acto visual, sino un dispositivo simbólico que articula la obsesión, el deseo y la alienación. Para Juan Pablo Castel, María no es una persona con identidad propia, sino un enigma a descifrar, una presencia a domesticar mediante la interpretación. La mujer que vio la ventanita en su cuadro dejó de ser una espectadora para convertirse en un espejo: Castel proyecta en ella todo aquello que no puede soportar en sí mismo. De ahí que el amor que siente no sea auténtico encuentro, sino una forma de posesión intelectual y afectiva.

El doble no se manifiesta en El túnel como un gemelo físico, sino como una figura simbólica encarnada en María. Castel la inviste de sentido, la idealiza como la única persona capaz de comprender su mundo interior, pero al mismo tiempo, esa imagen construida se desmorona ante cualquier gesto de ambigüedad. Lo insoportable para Castel no es que María tenga secretos, sino que esos secretos no sean para él. La imposibilidad de habitar el otro lo lleva a construir una versión de ella que encaje con sus propios temores, fantasías y exigencias: una María que ya no es María, sino un reflejo deformado de sí mismo.

La relación entre ambos personajes se desarrolla como una danza trágica entre el deseo de fusión y el temor a la pérdida. La mirada de María, que en un inicio parecía contener la clave de la conexión, se transforma pronto en un abismo. Castel no soporta que ella mire a otros, que actúe con ambigüedad, que no responda a sus interrogantes. Cada silencio de María es interpretado como un signo de traición. La mirada, que en un principio unió, se convierte en un campo de batalla.

Una de las citas más emblemáticas de la novela revela esta tensión:

“Yo la miraba como a través de un vidrio, como si entre nosotros existiera algo más que el aire, algo invisible e impenetrable.”

Este pasaje condensa la tragedia del doble en la obra: Castel no puede atravesar ese vidrio, no puede tocar verdaderamente al otro sin destruirlo. María se convierte en una pantalla en la que proyecta tanto su esperanza como su angustia. El vidrio no solo separa, sino que también refleja: Castel ve en ella su propia incapacidad de amar, de confiar, de dejar de mirar con sospecha.

Así, el doble no es una figura exterior que amenaza desde fuera, sino un reflejo que habita en el interior y que no puede ser acallado. María, al no corresponder exactamente a esa imagen que Castel necesita, se convierte en una amenaza para su frágil sentido de sí mismo. El doble se revela entonces como condena: es el otro que, al no ser como uno, recuerda la imposibilidad de completarse.

El túnel: espacio interior y clausura existencial

El título de la novela no es casual: El túnel no solo designa un espacio físico o simbólico, sino que encierra toda la arquitectura existencial del protagonista. El túnel es el mundo subjetivo de Juan Pablo Castel: un lugar cerrado, oscuro, unidireccional, sin ventanas ni bifurcaciones. Es un espacio donde no hay cabida para la otredad ni para el diálogo, solo para el eco de la propia voz. Sábato, con una economía precisa y un tono confesional agudo, hace del túnel una metáfora central del yo escindido y de la imposibilidad de trascender el encierro interior.

Castel dice:

“Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.”

Desde esta frase inicial, queda claro que la novela no tratará sobre los hechos sino sobre la conciencia que los recorre, sobre el porqué íntimo, enfermo y simbólico detrás del crimen. Castel no se propone justificar su acto, sino trazar el mapa de su encierro: explicar cómo, poco a poco, el túnel se fue cerrando detrás de él.

El túnel es, en ese sentido, una cárcel elegida y construida por el propio personaje. No hay barrotes externos, no hay imposiciones sociales o políticas directas: lo que hay es una forma de pensar que se repliega constantemente sobre sí misma, que se encierra en un círculo de sospechas, análisis minuciosos y silencios desbordados de significado. Castel no logra salir de sí mismo, no porque el mundo no se lo permita, sino porque su estructura interna no concibe otra posibilidad. Él mismo reconoce:

“...cada uno de nosotros está solo en el mundo. Más aún: cada uno de nosotros está condenado a vivir encerrado en su propio túnel.”

Esta frase marca el punto de inflexión filosófico de la novela. Castel no habla ya de sí mismo, sino del ser humano como especie. El túnel se convierte en condición ontológica, en imagen de la existencia misma. La incomunicación no es solo una desgracia individual, sino una ley universal. Desde esta perspectiva, Castel se percibe no como un monstruo, sino como un testigo lúcido de una verdad insoportable.

Pero esta lucidez, en lugar de liberarlo, lo asfixia. La conciencia plena de la soledad no le brinda serenidad, sino una angustia creciente que lo empuja al abismo. El túnel es entonces también un espacio paranoico, donde toda señal exterior es vista como amenaza. La mente de Castel, lejos de abrirse al otro, se pliega sobre su dolor, lo amplifica y lo convierte en certeza.

En términos simbólicos, el túnel representa la estructura de una identidad cerrada, incapaz de dialogar, incapaz de escuchar sin interpretar, de amar sin poseer. Castel no puede salir del túnel porque no puede aceptar un mundo que no esté organizado a su medida. En ese sentido, el túnel no solo lo aprisiona: lo define. Él es el túnel.

Fragmentos de un yo que se niega: lenguaje, paranoia y destrucción

A medida que El túnel avanza, la voz de Juan Pablo Castel no se fortalece: se descompone. Su relato, aunque aparentemente claro y racional, revela una conciencia profundamente fracturada, donde el lenguaje ya no sirve para comunicar ni para comprender, sino para rodear obsesivamente un núcleo de dolor y sospecha. Castel no narra para iluminar los hechos, sino para justificar una herida que nunca se nombra del todo. Cada palabra que pronuncia es una grieta, una prueba del derrumbe.

El lenguaje, lejos de ser puente hacia el otro, se convierte en el instrumento de su encierro. Castel analiza y analiza, como si pudiera llegar a la verdad a fuerza de disección, pero lo único que logra es multiplicar las dudas. Cada gesto de María, cada pausa, cada frase ambigua se convierte en el disparador de una espiral de pensamientos que no buscan comprender, sino confirmar una sospecha previa. El lenguaje funciona como un círculo vicioso, donde la realidad ya no importa: lo que importa es que encaje con el mapa mental que Castel ha trazado. Él no busca conocer al otro, sino validarse a sí mismo a través de la destrucción del otro.

En este proceso, Castel se vuelve víctima de su propia mente. La lucidez se transforma en paranoia, y la desconfianza se convierte en certeza. María no puede ser otra cosa más que lo que él imagina. La libertad del otro es inaceptable porque representa lo imprevisible, lo que escapa al control, lo que desestabiliza su precaria estructura interior. Castel no soporta que María no responda exactamente a sus demandas de transparencia. En ese sentido, su crimen no es solo pasional, sino simbólico: intenta destruir la ambigüedad, aniquilar el misterio que el lenguaje no puede atrapar.

Una cita clave muestra la imposibilidad de comunicación y el quiebre del sentido:

“¿Cómo se puede hacer comprender que a veces no hay explicaciones?”

Esta frase marca el límite del lenguaje como herramienta de entendimiento. Castel, que ha intentado explicarlo todo, se topa con lo inexplicable: la existencia del otro, el dolor sin forma, la duda esencial. Pero en lugar de aceptar ese límite, lo atraviesa con violencia. La lógica que lo sostiene es la del exterminio del enigma.

El yo que Castel representa no es un yo unitario, sino un sujeto desgarrado por tensiones irreconciliables: entre el deseo de amar y el impulso de controlar, entre la necesidad de ser comprendido y el rechazo a todo lo que se escape a su dominio. No hay en él un desarrollo psicológico, sino una desintegración progresiva. Su voz —aparentemente firme— va revelando, entre líneas, las fisuras de una identidad que ya no puede sostenerse.

El relato de Castel no es una confesión, sino un monólogo en ruinas. Cada intento de reconstrucción es también una demolición. El túnel que habita no es solo espacial, ni solo mental: es lingüístico. El lenguaje, que debería ser puente, se vuelve trampa. Y al final, en lugar de encontrar claridad, Castel solo encuentra fragmentos: restos de un yo que se niega, que ya no puede ser completo.

La identidad como fractura irreconciliable

El túnel de Ernesto Sábato no es solo el relato de un crimen, sino una inmersión en las zonas más oscuras de la conciencia humana. A través de la figura de Juan Pablo Castel, la novela despliega una reflexión profunda sobre el doble, la incomunicación y la imposibilidad de habitar plenamente una identidad coherente. Castel es un sujeto escindido, atrapado en un monólogo que, en lugar de dar sentido, lo aísla aún más del mundo y de sí mismo.

El doble —encarnado simbólicamente en María— no representa aquí una amenaza externa ni una duplicación literal, sino una presencia que desestabiliza la noción del yo. Al no poder controlar ni poseer del todo al otro, Castel se confronta con la angustia de lo inabarcable, con la verdad de que el otro no puede ser jamás un espejo fiel. Esa imposibilidad se vuelve insoportable y desemboca en la aniquilación de lo incomprensible: un acto de destrucción que es, en el fondo, un intento desesperado de afirmarse.

Pero el asesinato no resuelve la fractura: la profundiza. Castel no alcanza el alivio ni la claridad, sino un encierro aún más absoluto. El túnel, como símbolo de su interioridad, no se abre con la muerte de María: se sella. El crimen no es una salida, sino una confirmación de que no hay salida. La lucidez de Castel, que podría haber sido una herramienta para comprender el mundo, termina siendo la causa de su hundimiento. Su hipersensibilidad, su necesidad de sentido, su búsqueda de una verdad única, lo convierten en prisionero de sus propias obsesiones.

Así, El túnel se inscribe en una tradición literaria y filosófica que explora la angustia del sujeto moderno ante la imposibilidad de comunicarse, de amar sin poseer, de conocerse sin fragmentarse. Sábato traza, con precisión y dolor, el retrato de una mente que se va cerrando sobre sí misma hasta no dejar más que eco, sombra y ruina.

Castel es el reflejo de una condición existencial más amplia: la del ser humano enfrentado a su soledad esencial, a la multiplicidad de sus voces internas, a la certeza de que todo túnel —por más profundo que sea— nunca conduce a otro ser, sino a uno mismo.

Bibliografía

  • Sábato, Ernesto. El túnel. Buenos Aires: Editorial Losada, 1948.

  • Todorov, Tzvetan. La literatura en peligro. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2007.

  • Freud, Sigmund. El yo y el ello. Madrid: Alianza Editorial, 1996.

  • Lacan, Jacques. Escritos. México: Siglo XXI Editores, 1971.

  • Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Buenos Aires: Edhasa, 2007.

  • Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica, 1950.