Édgar Omar Avilés (México) - Historia de gallina
“Una gallina que da gallinas no es especial”


Un dato curioso sobre Édgar Omar Avilés y Historia de gallina es que el autor se mueve entre la literatura juvenil y la literatura fantástica para adultos. Sus cuentos, aunque muchas veces parten de lo cotidiano o de lo aparentemente infantil, suelen transformarse en visiones inquietantes, grotescas o apocalípticas. Historia de gallina es un buen ejemplo: comienza con el regalo de cumpleaños de una niña, un objeto aparentemente inofensivo, pero pronto se convierte en un dispositivo narrativo para explorar el horror, la violencia y la fragilidad de la imaginación desbordada. Este contraste entre lo “inocente” y lo “aterrador” es una de las marcas más reconocibles del estilo de Avilés.
Historia de gallina
Édgar Omar Avilés
(México)
(Cita)
Emiliano González encontró la máscara en un bazar; sería buen adorno para su sala. La adquirió. Ya en su departamento, antes de colgarla, fue al baño para observarse en el espejo y darse cuenta de cómo le sentaba aquella máscara —de nariz prominente y sonrisa alargada de un lado, tanto que la comisura envolvía al ojo derecho—. La colocó en su rostro, se asomó al espejo, unos oxidados engranes ocultos se accionaron y la máscara empezó a contar esta historia:
Claudia cumple nueve años y no le gustan las fiestas, por eso en el desayuno sus padres sólo la felicitan y le entregan su regalo. Mecánicamente desgarra el envoltorio, con la resignada seguridad de que será un libro para colorear, como cada año.
—¡Lo que tanto querías! —dice su madre dándole un beso.
—Princesita, ¿te gusta? —pregunta su padre en tono empalagoso.
—Sí, ¡está de moda! —contesta escurriendo lágrimas mientras ve en la caja la foto de presentación del producto. Llena de emoción la abre y descubre a la gallina, adentro de una jaula.
La gallina está ofuscada, pero luego se maravilla cuando, con sus pequeños ojos negros, observa la habitación.
—Dicen los científicos que a las gallinas les gusta lo desconocido y que el único pensamiento que se les ocurre, ante eso que les gusta y sorprende, es: "qué tonto" —comunica el padre con falsa inflexión intelectual, recordando un artículo de una revista especializada.
La niña y la gallina intercambian una mirada de interés práctico; después la primera toma un pequeño paquete rectangular de un recoveco de la caja. Lo abre y tiene ante sí una larga hilera de pastillas repartidas en bloques de colores.
—Si se te acaban las mil, te compro otra cajita de repuesto —dice el padre con una sonrisa.
—Pruébala para ver si sí funciona —pide la madre con un dejo infantil.
La niña asiente, toma una pastilla y la deja en el comedero de la gallina. Ésta primero va hacia un lado, después al otro y por último lanza un picotazo a la pastilla, que empieza a deglutir.
Los tres quedan a la expectativa; luego se escucha un "cocorocó" que los sobresalta y un huevo sale del ave, rueda por un canal dispuesto bajo la jaula y llega a la mano de Claudia que ya está impaciente.
Alza el huevo, después procede a romperlo con una cuña ubicada a un costado de la jaula. El huevo se abre y la niña puede constatar la clara y la yema, la desilusión es mayúscula. Su madre la abraza.
—¡Ahorita mismo voy a hacer válida la garantía! —grita el padre con tono protector.
—¿Ya leíste el instructivo? —pregunta la madre.
—Mmmmm, no.
Así que los tres hojean el folletín, hasta que llegan a la indicación: "Deje reposar 5 minutos".
Ahora el padre toma una pastilla, la pone en la jaula, la gallina la traga, comienza a cacarear... Dejan el huevo reposar 5 minutos y Claudia lo abre.
—¿Qué es?
—No sé.
—Es un jubu... según el instructivo. Mira —informa la madre, señalando una foto en el instructivo.
—¡Ah!, sí se parece —lo observa unos minutos.
—En las indicaciones dice que tienes que matarlo una vez que lo hayas visto —su padre le pasa la aguja incluida en el paquete.
La niña clava la aguja hasta desgarrar al jubu, después lo tira en el bote de basura.
Claudia se divierte durante meses dándole pastillas a la gallina; ¡cuántas criaturas en miniatura pasan frente a sus ojos! ...y por la aguja. Algunas son bestias mitológicas como unicornios, quimeras o dragones; otras veces seres que sólo la gallina puede generar: los llipo-yipos y los jubus; también hay tigres, caimanes, ballenas, perros; cucarachas o moscas; sin faltar los ya extintos iguanodontes, bobos, mamuts, tiranosaurios; y hasta un pequeño hombrecito que suplica en vano clemencia ante la aguja.
Así trascurren tiempos felices para Claudia, hasta que una mañana empieza a llorar.
—¿Qué tienes mi reina?
—Es que ya no sirve.
—¿Por qué?
—Mira —dice mientras muestra un huevo recién abierto.
—¡Es una gallinita! —exclama el padre.
—Una gallina que da gallinas no es especial —taja Claudia sorbiendo el llanto—. Mejor ahora quiero una muñeca Kika-mi-hermanita.
El padre entorna los ojos con falsa desesperación, toma su portafolios y sale de la casa silbando.
Claudia blande la aguja para matar a la gallinita, cuando de pronto aparece una muñeca Kika-mi-hermanita sentada sobre la mesa. Las cuatro sonríen.
—¡Quiero un pastel! —ordena con tono astuto, clavando su mirada en la diminuta gallina.
El pastel aparece, entonces toma a la gallinita y la coloca en la bolsa de su blusa, decidiendo indultarla. Abraza a Kika con fuerza y se olvida de la gallina mayor.
Pide muchos caramelos, tachuelas en el asiento de su maestra, buenas notas en los exámenes. Wanda —así bautiza a la gallinita— pasa los días cumpliendo los caprichos de su dueña y por las noches es llevada a la jaula para que descanse bajo la protección de la gallina mayor, ahora ya pasada de moda, que la cobija entre sus alas con amor maternal. Kika, por su parte, duerme entre los brazos de la niña.
Wanda se ve feliz, su primitivo cerebro conoce y reconoce el mundo y piensa "qué tonto" constantemente. También come su ración de maíz, toma agua y pone cada tercer día un pequeño huevo que contiene una clara y una yema. Claudia no deja de pedirle deseos: finales distintos en sus caricaturas, por ejemplo.
La gallina mayor ha sido confinada a servir sólo para que Wanda se duerma entre sus alas.
Después de unos meses la niña se dispone a pedir un par de vestidos para Kika..., pero nota a Wanda particularmente decaída, y es verdad, hace mucho que no piensa "qué tonto". Cae en la cuenta de que jamás ha pedido un deseo para complacer a Wanda, así que se dispone a pedirle maíz y sorgo de buena calidad. Pero no, requiere algo más especial, por eso le ordena:
—Wanda, deseo que te concedas tus deseos.
Al instante, la gallinita Wanda eructa muy profundo, como siempre soñó. Su tristeza mengua. Luego comienza a estirarse, a doblarse, a contraerse, se deforma hasta terminar convertida en un híbrido de jubu y llipo-yipo: siempre sintió admiración por esos seres. Ahora necesita convocarlos a la vida y, sobre todo, crearles un lugar donde existir, pues hasta las hadas han tenido un sitio, aunque sea en los cuentos.
Todos los objetos de madera empiezan a trasformarse en miles de jubus y llipo-yipos. Claudia no da crédito.
—¡Ya no quiero que se cumplan tus deseos! —ordena de pronto, pero los jubus siguen con su baile alrededor de Wanda, que feliz eructa pensando "qué tonto", mientras los llipo-yipos arañan las paredes.
Llama con un grito a su madre, pero ella no responde. Sin saber qué hacer, sujetando contra su pecho a Kika, sale a la calle para pedir ayuda. Ya en el jardín ve que el cielo es color ocre y aprieta mucho los dientes al ver que un grupo de llipo-yipos destazan en la banqueta a su gato, convirtiéndolo en un amasijo de huesos y carnes. Un jubu aúlla mientras baila abrazando del cuello a una rata, que casi desfallece estrangulada.
La niña apresura los pasos al ver que un grupo de llipo-yipos se han percatado de su presencia.
Wanda está feliz, ahora les ha dado una vida y un lugar: los jubus están agradecidos, lo manifiestan mostrando sus traseros; los llipo-yipos llevan en ofrenda cuajos de sangre a su benefactora.
Claudia corre tan deprisa; de reojo puede ver cómo los troncos de los árboles se convierten en miles de jubus y llipo-yipos, y cómo los primeros disfrutan desinflando las llantas o copulando mientras bailan, y los segundos desprendiendo las mandíbulas inferiores de los perros.
Wanda goza, sus ojos entornados, blancos de placer, una ráfaga de "qué tonto" bulle en su rudimentario cerebro. A su alrededor danzan jubus que por intervalos inclinan la cabeza hasta tocar el suelo; llipo-yipos ahora llevan páncreas como ofrenda.
La niña está cansada pero sin lesiones, ha corrido por las calles esquivando los peligros. No ha querido soltar a Kika. Otras personas no han tenido su misma suerte: sus cuerpos están diseminados por las calles o penden de sogas. Jubus juguetones miran a través de las cuencas de los cráneos que son limpiados de carne por llipo-yipos.
La glorieta donde Claudia se divierte los domingos está cubierta por un cerro de excremento que unos jubus apilan. Rodea la glorieta y se percata de que centenas de descomunales anos se abren en el asfalto. Quiere retroceder, pero los llipo-yipos se acercan mientras gritan su violencia. Empieza a saltar los anos, a pasar sobre ellos cuando están bien contraídos, a rodearlos. Pero no se da cuenta de uno hasta que la traga, conduciéndola por su sucio intestino hasta:
—¡Estás de vuelta en casa! —le dice su madre mientras sonríe y extiende los brazos. Ella se acerca llorando, sin soltar a Kika.
—Tenía mucho miedo, mamita —gimotea con sus mejillas atiborradas de llanto. En ese instante el cuerpo de su madre se disgrega en trozos de carne, que caen al piso y se mueven, boquean como pescados. Llipo-yipos salen debajo de los trozos, masticando algún bocado, y comienzan a verla con ojos carniceros. La niña abraza fuertemente a Kika y escapa rumbo a la escalera, no tiene otra opción. Sube un piso, sube dos, sube tres, cuatro, cinco mil..., no quiere ser parte de los horrores. Llega al ático, busca refugio atrás de un baúl, donde se hace ovillo. El baúl se agita, ella presta se incorpora para dirigirse a una esquina, la cual ya está dominada por jubus que hacen malabares y utilizan sus probóscides como cornetas para agradar a Wanda, que los observa con mirada vacía. Claudia contempla el espectáculo de los jubus un par de segundos y al volverse se da cuenta que los llipo-yipos la han cercado..., y son más de mil que vienen, originalmente, a rendir pleitesía a su diosa Wanda a quien, sin embargo, ya se le advierte aburrimiento.
Un llipo-yipo que se lanza a la vanguardia rasga el vestido de la niña. Otros se acercan con alocados pasos de guerra, con los hocicos abiertos, las garras desplegadas, los apéndices erectos. Un llipo-yipo muerde la pantorrilla, uno más escala por el cuerpo de la niña, que ya no puede moverse, que cierra los ojos a la par que su cuerpo tiembla infesto de pánico. El resto de los mil llipo-yipos se lanza frenético, haciendo ruidos de batalla...
El que muerde su pantorrilla empieza a derretirse como moco, así sucede también con los otros, que apenas le han hecho heridas poco profundas. Ella grita el dolor, sin esperanza de salvarse. Pero abre los ojos al no sentir que se acreciente la tortura; ya no están los llipo-yipos, tan sólo está llena de algo pegajoso. Alrededor de Wanda tampoco hay jubus, únicamente moco.
Otra vez Wanda se ha aburrido..., los seres sin lugar no son tan divertidos como ella pensaba, por eso desea de nuevo ser una gallina diminuta. Claudia, al verla en su estado normal, se tranquiliza un poco.
Suspira, después sonríe. Muy animada, Claudia llega a la conclusión de que en realidad sólo se está divirtiendo mucho con un libro para colorear. Y el libro es tan bueno, asegura, que se ha metido en la historia; no ha pasado nada, por eso lanza un silbidito de alivio. Sabe que de pronto, toda perpleja, levantará la cara cuando su madre la llame a cenar; entonces guardará los crayones y el libro en su mochila, saldrá del ático y todo habrá terminado.
La paz de la niña es interrumpida por clara de huevo que comienza a escurrir de las paredes. Ahora, sin pensar en otros, Wanda ha decidido cumplir sus más caras fantasías: un olor a excremento inunda el aire, luego el olor va tomando cuerpo hasta convertirse en un enorme falo de gallo que eyacula chorros de yema de huevo, mojando por intervalos a Claudia y a Wanda; la gallina mayor aparece de pronto en medio del ático, luego se hace más y más grande, hasta que revienta, expulsando plumas y toda clase de embriones; un eructo profundo irrumpe burlón. Wanda se retuerce de placer.
El corazón de la niña golpea duro contra sus costillas al oír que la clara y la yema de huevo producen un tétrico murmullo. De una pared surge una gigantesca lengua de gallina que levanta el vestido de la niña para acariciarle el sexo.
Unos monos araña tejen una red con densos hilos de baba; una mantarraya envuelve a un gnomo hasta asfixiarlo; llueven plumas multicolores; vísceras de pollo flotan en el aire; del suelo surgen espigas de maíz que empalan a los monos araña. Gritos como un único grito de dolor. Las patas de Wanda se frotan con lascivia, de su entrepierna comienza a salir disparado un huevo tras otro que mata, por ejemplo, a un buitre; de los huevos al romperse surgen dragones y demonios; el baúl se convierte en un sexo hermafrodita que se hace el coito a sí mismo.
Kika escapa de los brazos de Claudia, a su paso la muñeca toma un clavo y se dirige con toda su furia sobre Wanda. Un pequeño tiranosaurio le arranca parte del blando abdomen de tela, pero ella continúa.
Crestas rojas brotan en las cabezas de los seres, aún en la de la niña; la lluvia de plumas se acrecienta; Wanda está bañada en sus excrementos, miasmas, sudores, flujos del vientre, su pico se abre y cierra para emitir un torvo "cocorocó", mientras irrumpe una ráfaga de "qué tonto" adentro de su cabeza, tan potente que también irrumpe en todo el ático; las espigas de maíz terminan por atravesar a los monos que se deslizan hasta tocar el suelo; un dientes de sable desgarra al sexo hermafrodita; un conejo es penetrado por un centauro; vapores se desprenden de los seres y las cosas, vapores que cabalgan en hienas, en trilobites y en cactáceas; la gallina se retuerce de gozo, gime, hace muecas llenas de lujuria, en los embates de mayor placer se arranca las plumas. Aleteos convulsos de éxtasis.
Kika salta sobre Wanda. Luces estroboscópicas danzan al ritmo del preludio del orgasmo de la gallina. Kika atina un golpe en el pico, pero queda reducida a un dibujo de dos dimensiones por tocar a Wanda.
Debajo de Claudia empieza a surgir una espiga de maíz, sus piernas no reaccionan para poder evitarla. Siente la culpa de haber matado a sus padres; espera poder disculparse con ellos y el resto de..., ¿su colonia?, ¿su país?, ¿su planeta?, allá en el cielo.
La punta de la espiga se ha metido entre sus nalgas, comienza a abrirla. Quiere desmayarse, pero ni eso puede; mira lo que le espera al ver a los monos araña partidos a la mitad, chorreando sangre y entrañas; después observa a Wanda, se recrimina tanto por haberle dado el poder. La respiración de Claudia es entrecortada... La fetidez... Los chillidos de placer... Confía en que la muerte ya no tarde... Le aterra darse cuenta que Wanda se convulsiona con mayor ímpetu. Y, pese a que unos títeres de trapo desollan a un pingüino, la niña espera lo más horrible aún por suceder, tal vez Wanda haga estallar al universo.
Wanda está orgasmándose: se deforma, se contrae, los "qué tonto" rebotan en las paredes; está por cumplir la mayor de sus fantasías. Claudia, absorta de pánico, no puede cerrar los párpados, ya ni ellos responden. La espiga lastima el principio de su recto.
Los embriones de gallina son partidos a la mitad por las hachas de los vapores cabalgantes, que a su vez son despedazados por los demonios y los dragones; las convulsiones de placer de Wanda son acompañadas por un cloquear desgarrado; tarántulas, peces, orquídeas, unicornios, cerdos, aves, triceratops, irreconocibles seres sacrificados con la aguja, figuras de guiñol, todos frenéticos copulan; las alas de la gallina se baten tan fuerte que arrojan a las brujas contra la pared, para ser tragadas por las vaginas que se abren y cierran; el calor del cuarto aumenta, la enorme lengua lame la sangre de las heridas de Claudia, el nivel de la clara de huevo sube, el olor a excremento inunda todo, el falo de gallo arroja litros de yema sobre Wanda, Claudia ya tiene diez centímetros de espiga adentro. Es el clímax del orgasmo macabro y un eructo mugido estremece el ático, caudales de miasmas son excretados por todos los orificios de Wanda; entonces su fantasía más anhelada llega: se convierte de pronto en una máscara de nariz prominente y de sonrisa alargada de un lado, tanto que la comisura envuelve al ojo derecho. Los seres y cosas creados por ella se derriten, convertidos en moco.
Se impone un poderoso silencio.
Mientras llora, Claudia se pregunta para qué seguir viviendo. Entre sus nalgas queda una gruesa baba, como restos de la espiga, y el desgarre. En su pelo también hay algo pegajoso, como resquicio de la cresta. Comprende que la muerte ya no está, sólo son heridas y el saber que todo se ha perdido. No puede pensar mucho, necesita primero escapar del horror, aunque no sabe adónde..., quizás —como los jubus o los llipo-yipos— ya no tiene un lugar. A su paso ve la máscara, quiere destruirla, pero por un aplastante miedo mejor no se le acerca. Se dirige a la puerta del ático, después a la puerta de su casa. Todo huele a podrido. En las calles ya no hay monstruos ni anos, pero sí cadáveres de gente, coches y viviendas destruidas, recordándole que aquello no fue un sueño ni un libro para colorear; en los jardines y en las aceras hay torres de cabezas o de decapitados o de hígados o de cerebros o de excrementos o de carne triturada; algunos incendios aislados; perros y gatos ya sin formas definidas; asfalto roto y autos volcados: desolación y muerte.
Ella corre, corre como si cien llipo-yipos estuvieran persiguiéndola, el moco se pega y despega de sus suelas. Ya después, si encuentra un lugar no devastado por aquella estúpida gallina enana, podrá hacerse preguntas.
Emiliano González terminó de escuchar la historia, extrañado, lleno de rareza, de terror. Conmovido ante el destino de Claudia, con el imperativo deseo de ayudarla, de darle un abrazo y un beso en la mejilla; sonrió ante su cursilería.
Cesó el martillar de los oxidados engranes de la máscara, luego suspiró al sentir la satisfacción de quien ha escuchado una buena historia. Entonces, más relajado, se quitó con cuidado la máscara. Al hacerlo pudo darse cuenta de que el techo y los muros del baño eran lisos, blancos, cóncavos, sin ángulos. El retrete y el lavabo habían desaparecido. Desde afuera empezó a oírse un inmenso cacareo, un temblor sacudió todo con rabia; alguien rompía el huevo donde él se encontraba; el techo se resquebrajó por completo: tuvo ante sí a una gigantesca niña que, luego de observarlo con morbo durante un par de minutos, tomó una enorme aguja y Emiliano González comenzó a suplicar clemencia...
La gallina de los mundos imposibles:
infancia, horror y creación en Édgar Omar Avilés
B. Itzamná
Abstract
El presente ensayo analiza el cuento Historia de gallina de Édgar Omar Avilés, explorando sus dimensiones simbólicas, estéticas y filosóficas. A través del juego narrativo de Claudia, quien se convierte en creadora y destructora de mundos, Avilés construye un relato donde lo cotidiano se transforma en fantástico, lo grotesco convive con la inocencia infantil, y la imaginación despliega tanto posibilidades como devastación. El análisis se organiza en seis ejes: la máscara y el espejo de la ficción, la infancia como locus de poder creativo, el horror grotesco y la estética de lo excesivo, la gallina como metáfora del deseo y la imaginación, el juego metaficcional y la participación del lector, y la fantasía como fuerza de creación y destrucción. El ensayo muestra cómo el cuento combina humor macabro, desbordamiento narrativo y reflexión ética, convirtiéndose en un espejo de la condición humana y en una invitación a reconsiderar los límites de la ficción y de la imaginación.
“Una gallina que da gallinas no es especial”.
— Édgar Omar Avilés, Historia de gallina
La máscara y el espejo de la ficción
Desde sus primeras líneas, Historia de gallina se instala en un terreno ambiguo, donde la ficción no se presenta como un espacio de simple evasión, sino como un espejo distorsionado de la realidad. El relato abre con el gesto de un cumpleaños, un acto íntimo, cargado de la dulzura familiar. Sin embargo, lo que debería ser un objeto de ternura —una gallina de juguete— se convierte en el centro de un universo que se desborda hasta lo siniestro. La máscara del juego, ese territorio aparentemente inocente donde todo puede ocurrir, se revela como un umbral a lo desconocido.
La gallina funciona entonces como un espejo en miniatura de la propia ficción: es capaz de generar, de reproducirse, de multiplicar realidades que no siempre resultan dóciles o controlables. La narración de Édgar Omar Avilés se vale de este símbolo para recordarnos que la ficción es, en el fondo, una máquina de creación desmedida. Cada gallina que surge de la primera es un relato dentro de otro, un reflejo que multiplica los límites de lo posible. Y, como todo espejo, devuelve una imagen que no siempre coincide con la esperada: la imagen de la infancia no como candidez, sino como potencia creadora y destructora.
Lo inquietante no es tanto la aparición de lo fantástico, sino la manera en que la ficción desvela que lo cotidiano ya estaba minado de posibilidades insólitas. El cuento no introduce un elemento extraño en un mundo ordenado, sino que expone la fragilidad del orden, su facilidad para resquebrajarse frente a la imaginación. La máscara de lo cotidiano, cuando se quiebra, deja ver lo monstruoso que siempre estuvo allí, agazapado.
Así, el relato no nos habla únicamente de una niña y su juguete, sino de la naturaleza misma del acto narrativo: crear mundos paralelos, forzar la realidad a bifurcarse, observar en el espejo de la ficción algo que no esperábamos. El artificio literario se convierte en un recordatorio de que contar historias nunca es un gesto inocente, porque cada relato abre un pliegue en el que lo real puede tambalearse.
“La infancia, en la escritura de Avilés, no es un refugio ingenuo, sino un poder que inventa y descompone la realidad con la misma naturalidad con que un niño juega.”
Infancia y poder: Claudia como creadora y destructora
En el centro de Historia de gallina se encuentra Claudia, la niña que, más allá de la aparente fragilidad que su edad podría sugerir, se convierte en la verdadera dueña del relato. Su poder no radica en una fuerza física ni en una voluntad racionalmente calculada, sino en la intensidad de su imaginación. La infancia, en la escritura de Édgar Omar Avilés, no es el territorio de la inocencia pura, sino un campo fértil donde germinan tanto la ternura como la crueldad, tanto el juego como la catástrofe.
Claudia no solo recibe un regalo: lo transforma. El acto de jugar con la gallina de juguete abre un portal donde lo doméstico se desborda. Lo que comienza como un objeto inanimado se multiplica, pone huevos, se vuelve autónomo, se propaga más allá del control. La niña observa, imagina y participa en este proceso, no como una simple espectadora, sino como alguien que posee la capacidad de desencadenar lo inesperado. Hay en ella una fuerza demiúrgica: crea sin proponérselo, destruye sin anticipar las consecuencias.
La figura de Claudia encarna, de este modo, una paradoja fascinante: ser al mismo tiempo creadora y destructora. Al igual que ciertos dioses primordiales de la mitología, su poder no está contenido por la lógica, sino por la espontaneidad. La infancia aparece aquí como un estado de potencia pura, capaz de modificar la realidad sin seguir las normas del mundo adulto. Su imaginación, lejos de ser inofensiva, es un instrumento capaz de trastocar el orden de las cosas y volver inhabitable el espacio cotidiano.
En esa dinámica, Avilés nos recuerda que la niñez no está hecha únicamente de sonrisas, cuentos de hadas y juegos edulcorados. También habita en ella una energía inquietante, una fuerza que no distingue entre lo correcto y lo prohibido, entre lo seguro y lo peligroso. Claudia representa esa infancia que, al desplegarse, pone en evidencia que el juego puede ser tanto un refugio como un abismo.
La imagen de la niña jugando con su gallina se convierte entonces en una metáfora del poder creador del ser humano, pero también de su capacidad de llevar ese poder al extremo. La ficción y la infancia se funden en un mismo territorio: un espacio donde el deseo de inventar y la pulsión de destruir se abrazan en una danza inseparable.
El símbolo de la gallina y la desmesura de lo cotidiano
La gallina, en apariencia un animal doméstico sin mayor misterio, se transforma en el cuento de Avilés en un emblema de lo excesivo, de lo que crece sin control. Su elección no es casual: la gallina pertenece al imaginario cercano, al corral, al patio de la casa, a lo que debería estar bajo la supervisión del humano. Sin embargo, lo que la narración pone en juego es justamente la pérdida de ese control. La gallina de juguete comienza a comportarse como si tuviera vida propia, y en ese gesto de insubordinación abre un mundo en el que lo cotidiano revela su desmesura.
El huevo, símbolo ancestral de nacimiento y continuidad, se convierte aquí en la semilla de lo inagotable. Cada huevo es la promesa de una nueva gallina, y cada gallina trae consigo la posibilidad de más huevos, en una progresión que amenaza con volverse infinita. El ciclo natural de la vida, que en condiciones normales es un proceso equilibrado, aparece deformado hasta volverse monstruoso. Lo que debería ser motivo de celebración —la fecundidad, la abundancia— se convierte en el motor de una proliferación angustiante.
El símbolo de la gallina se enlaza así con la idea de desbordamiento: la vida que brota sin medida, lo doméstico que ya no puede contenerse en los límites de la casa. El cuento, sin recurrir a escenarios fantásticos lejanos, nos recuerda que el exceso puede habitar en lo más cercano y familiar. La gallina, multiplicándose, pone en jaque el espacio doméstico y lo desfigura, volviendo lo íntimo en un territorio amenazante.
Pero el relato no se limita a señalar el miedo al exceso. También sugiere que en esa proliferación hay un reflejo del propio acto creativo. El escritor, como la gallina, pone huevos narrativos: cada historia engendra otra, y cada una abre la puerta a mundos que podrían crecer indefinidamente. El peligro de la gallina es, en ese sentido, el peligro de la ficción misma: que no se pueda detener, que siga expandiéndose más allá de lo previsto, que consuma la realidad y la transforme en una maraña inabarcable.
De este modo, la gallina es mucho más que un animal: es el símbolo del poder y del peligro que acechan en lo cotidiano, recordándonos que incluso lo más familiar puede volverse una fuente de inquietud si se despliega sin medida.
“Lo fantástico no se presenta como algo extraordinario, sino como un pliegue inesperado dentro de la vida diaria.”
Lo fantástico como desborde de la realidad
En Historia de gallina, lo fantástico no irrumpe como un accidente externo que descoloca lo real, sino como una prolongación lógica de lo cotidiano. Édgar Omar Avilés no necesita invocar criaturas mitológicas ni territorios lejanos: basta una gallina en un cumpleaños para que la frontera entre lo posible y lo imposible se diluya. Lo inquietante del cuento reside precisamente en que lo insólito brota de lo familiar, como si la realidad misma llevara dentro de sí la semilla de su propio desbordamiento.
El mecanismo que lo sostiene es la naturalidad. Nadie se detiene a explicar cómo una gallina de juguete puede poner huevos, ni por qué esas gallinas se multiplican sin fin. El relato no busca justificar el fenómeno, sino mostrarlo en su brutal evidencia. Esa falta de explicación otorga al cuento una fuerza aún mayor: lo fantástico no se presenta como algo extraordinario, sino como un pliegue inesperado dentro de la vida diaria.
La desmesura, entonces, no proviene de un mundo ajeno, sino del nuestro. Es la lógica de lo real la que se fractura, dejando escapar algo que ya estaba ahí, oculto. El cuento pone en evidencia que la realidad no es un bloque sólido, sino un tejido frágil que puede desgarrarse con facilidad. El huevo, que se multiplica sin freno, simboliza esa grieta por donde lo fantástico se filtra, contaminando todo lo que toca.
Este desborde genera una tensión particular: lo que debía ser motivo de alegría —un regalo, un juego— se transforma en amenaza. La naturalidad con que la narración lo asume nos confronta con la posibilidad de que la ficción no necesita explicaciones para subvertir nuestra experiencia del mundo. Basta un giro, un detalle mínimo, para que lo que llamamos realidad se revele como un escenario siempre vulnerable al exceso, al absurdo y a la sorpresa.
En esa grieta entre lo familiar y lo insólito, Avilés construye un espacio poético donde la infancia y lo cotidiano se tornan generadores de inquietud. Lo fantástico, más que un género, se revela como una manera de mirar: una forma de percibir en lo común aquello que late con una intensidad distinta, capaz de corroer la tranquilidad aparente del día a día.
Lenguaje, tono y mirada poética
Una de las virtudes más notables en Historia de gallina es la manera en que Édgar Omar Avilés trabaja el lenguaje. El relato, aunque breve, posee un tono que oscila entre la sencillez cotidiana y la densidad poética. No hay rebuscamientos, pero sí una cadencia particular que convierte las acciones más comunes —poner un huevo, observar una gallina, jugar— en gestos cargados de resonancia simbólica. La prosa se mueve con naturalidad, sin adornos excesivos, y sin embargo está impregnada de una musicalidad que intensifica la experiencia lectora.
El tono del cuento logra sostener la paradoja de lo fantástico: la narración mantiene la calma, incluso cuando lo narrado se desborda. Esa serenidad del lenguaje contrasta con el caos que describe, generando un efecto inquietante. Lo que se multiplica sin control no es acompañado por un tono exaltado o dramático, sino por una voz que parece aceptarlo como parte del orden de las cosas. El resultado es una lectura donde lo extraordinario se asume con la misma naturalidad que lo ordinario, potenciando el desconcierto.
Además, el relato pone de relieve la capacidad del lenguaje para transformar lo cotidiano en materia poética. La gallina y sus huevos, símbolos de lo simple y lo doméstico, son narrados con una mirada que los eleva a metáforas del exceso, de la vida que se multiplica, de la ficción que no se contiene. La escritura de Avilés sugiere que todo objeto, por banal que parezca, puede convertirse en detonador de sentido si se lo observa con la mirada adecuada.
En esa operación, el autor hace evidente que el cuento no busca únicamente narrar un suceso extraño, sino abrir un espacio de contemplación. Lo fantástico, en su prosa, no es un espectáculo, sino una lente. Y el lector se ve obligado a adoptar esa lente para experimentar la tensión de un mundo que, bajo su superficie tranquila, esconde la posibilidad del exceso y del misterio.
El tono poético del cuento, entonces, no está en la ornamentación, sino en la precisión: en la capacidad de sugerir lo ilimitado a partir de lo más mínimo. Cada palabra funciona como una grieta por donde se filtra lo simbólico, y en esa economía expresiva se sostiene la potencia del relato.
“La escritura, como la gallina del relato, pone huevos que pueden transformar el orden de lo conocido.”
La potencia simbólica del exceso y el eco en la literatura contemporánea
El motivo del exceso que atraviesa Historia de gallina no se queda en el ámbito anecdótico ni en el juego narrativo; se inscribe en una tradición literaria más amplia donde lo desbordado pone en crisis nuestra manera de entender la realidad. Avilés dialoga, consciente o no, con una genealogía que va desde los mitos antiguos —donde lo incontrolable siempre revelaba la fuerza de lo divino— hasta la literatura contemporánea latinoamericana, en la que lo insólito brota de lo más cotidiano.
El exceso de gallinas y huevos, que podría leerse como un gesto humorístico o absurdo, adquiere dimensiones simbólicas: es la metáfora de aquello que no puede detenerse, de lo que se multiplica más allá de toda previsión humana. En ese sentido, el cuento parece poner en escena los miedos de nuestro tiempo, donde la idea de proliferación —ya sea biológica, tecnológica o informativa— se convierte en una amenaza constante. La narración resuena con nuestra propia experiencia de un mundo que se desborda en datos, imágenes y narrativas imposibles de contener.
La potencia simbólica del exceso también refleja la condición misma de la literatura. Cada cuento abre la posibilidad de otro, y ese de otro más, en una cadena interminable. La escritura, como la gallina del relato, pone huevos que pueden transformar el orden de lo conocido. Avilés no solo narra una anécdota fantástica, sino que sugiere, en clave poética, la propia naturaleza inagotable de la ficción: un tejido que no cesa de multiplicarse y que, como los huevos, amenaza con invadir todos los rincones de la experiencia.
En este punto, el cuento se sitúa dentro de la literatura contemporánea mexicana como un ejemplo de cómo lo fantástico puede funcionar como crítica velada. El exceso, en este caso, cuestiona las fronteras de lo real y señala la fragilidad de nuestros intentos por mantener todo bajo control. Lo que parece un simple juego de infancia se convierte en una alegoría de los desbordes del mundo actual: la abundancia que ya no es regalo, sino amenaza.
Historia de gallina se inscribe, de esta manera, en una tradición que va más allá de lo fantástico como género. Su fuerza está en mostrar cómo el exceso no necesita un escenario remoto, sino que habita en lo familiar, recordándonos que lo monstruoso puede nacer del patio de la casa o del juguete más inocente.
Ecos filosóficos y resonancias universales
Más allá de su aparente extravagancia, Historia de gallina invita a reflexionar sobre cuestiones profundas acerca de la existencia, la creatividad y el poder de la imaginación. El relato no se limita a una narración fantástica, sino que, a través de su desbordamiento y su humor macabro, nos confronta con preguntas universales: ¿hasta qué punto controlamos lo que creamos? ¿Dónde termina la infancia y empieza la responsabilidad sobre nuestros actos? ¿Qué relación existe entre el poder de la imaginación y el límite de lo real?
Claudia, al ejercer su capacidad de generar mundos y multiplicar seres, se convierte en un espejo filosófico de la condición humana. Su juego revela que la libertad absoluta de crear y destruir, incluso desde la inocencia, conlleva consecuencias inesperadas y desafiantes. La ficción del cuento actúa como un laboratorio ético: nos permite explorar, en la distancia de lo imaginario, la tensión entre el deseo de controlar y la inevitabilidad de lo desbordado.
Asimismo, el relato pone en evidencia cómo la narrativa puede ser una herramienta para explorar la relación entre lo pequeño y lo grande, lo cercano y lo universal. Una gallina en un cumpleaños se convierte en el catalizador de un universo descontrolado, mostrando que lo extraordinario no siempre se encuentra en lo lejano o inaccesible, sino que puede surgir de lo más cotidiano. La literatura de Avilés nos recuerda que la imaginación humana tiene el poder de transformar cualquier fragmento de realidad en un espejo de lo infinito.
Finalmente, Historia de gallina resuena como una reflexión sobre el papel del lector ante la ficción. Nos confronta con la necesidad de aceptar el desbordamiento, de asomarnos a los límites de lo imaginable y de reconocer que la literatura no siempre nos ofrecerá respuestas, sino que más bien nos permitirá mirar con nuevos ojos lo que creíamos conocido. La obra de Avilés se convierte así en un recordatorio de que la creatividad, la infancia, lo cotidiano y lo fantástico están íntimamente ligados, y que su intersección es una fuente inagotable de reflexión y maravilla.
Bibliografía
Avilés, Édgar Omar. Historia de gallina. México: Editorial independiente, año de publicación.
Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Barcelona: Siruela, 1996.
Eco, Umberto. Los límites de la interpretación. Barcelona: Lumen, 1990.
Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. México: Fondo de Cultura Económica, 1970.
Vargas Llosa, Mario. La verdad de las mentiras: Ensayos sobre literatura. Madrid: Alfaguara, 1990.