Deserción
Hoy celebro mi décimo año de servicio como maestro. Parece una eternidad. Para quienes no han tenido el infortunio aún de llevar acabo la profesión, les digo lo siguiente: es una mierda. Ves muchas caras con el paso del tiempo, que no llegas a recordar a quien le perteneció cada una. La vida como la conoces o como creíste que era antes deja de existir desde el momento que entras al salón de clases. Es en ese momento que tu vida ya no te pertenece.


Mimeógrafo #141
Febrero 2025
Deserción
Irving Antonio Aréchar
(México)
“Lo único que le inculcamos es
buscar, encontrar y matar”.
RAY BRADBURY
Hoy celebro mi décimo año de servicio como maestro. Parece una eternidad. Para quienes no han tenido el infortunio aún de llevar acabo la profesión, les digo lo siguiente: es una mierda. Ves muchas caras con el paso del tiempo, que no llegas a recordar a quien le perteneció cada una. La vida como la conoces o como creíste que era antes deja de existir desde el momento que entras al salón de clases. Es en ese momento que tu vida ya no te pertenece.
El primer año llevas toda la energía y esperanza de que va a salir todo bien, o al menos, de que tus alumnos logren aprender lo que les impartes. Sigues las reglas que el director o directora te pide que sigas al pie de la letra, tú asientes obediente, ilusionado de que lo planteado por tus jefes resultará exactamente como lo planeaste. Pero no es así. El salón de clases parece más un manicomio, los jóvenes te miran con indiferencia malévola, ideando las peores infamias que te harán si les das la oportunidad. Yo caí en varias ocasiones, de recibir bromas de mal gusto de parte de los chicos, hasta escuchar ofrecimientos lascivos por parte de las chicas.
El primer caso que tuve que enfrentar con uñas y dientes, al igual que los demás maestros ese año, sería con Roberto Moreno. El chico tenía retratado en la frente el nombre de “caso perdido”. Malencarado, soberbio, buscapleitos y holgazán, era el sufrimiento de sus compañeros y la desesperación de sus maestros. Yo impartía la clase de Literatura. Encargaba leer obras de mediados del siglo XX para adelante. A los adolescentes no les complace nada escrito que no tenga dibujitos. A Roberto le era divertido expresar a viva voz lo que muchos jóvenes pensaban de los libros. Fue cuando les pedí leer la obra de J. D. Sallinger, El guardián entre el centeno, que la actitud del joven cambió de forma drástica. Un día me esperó hasta terminar la clase para decirme lo mucho que le gustó la obra, incluso me citó una frase de la novela, que fue el detonante de lo que vino más adelante: “No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego me da más pena todavía”.
A Roberto le era una costumbre lo mucho que odiaba la escuela y que le gustaría ser millonario por medio del tráfico. Pero su familia le tenía prohibido faltar un solo día, por lo que no le bastaba únicamente decirlo a los cuatro vientos. Fue un día, mientras daba inicio la hora del receso, que mis peores pensamientos se hicieron realidad.
Roberto salió del salón con su mochila, sacó de su contenido pequeñas botellas con papel cubriendo la parte del cuello, sacó del bolsillo de su pantalón un encendedor y le prendió fuego al papel, para luego arrojarlo a cualquier parte, hasta hacer explosión. Nos dimos cuenta los que estábamos afuera, de que eran bombas molotov. Corrimos enloquecidos, tratando de evitar al bombardero que no paraba de arrojar su artillería por todas partes. Varios profesores intentamos frenarlo pero también había que salvar a los estudiantes de las explosiones. El joven llegó al baño de hombres, se había quedado sin botellas. El director intentó entrar con algunos intendentes de limpieza para acorralar al chico. Para desgracia de todos, Roberto tenía algo más guardado en su mochila, una magnum nueve milímetros, que encañonó en su mentón y disparó, no sin antes, recitar la misma frase de Sallinger que me recitó.
Aquel suceso afectó a todos en la escuela ese año. Alumnos y maestros estábamos conmocionados por lo ocurrido. Varios padres sacaron a sus hijos de la escuela. Algunos maestros se dieron de baja antes de acabar el ciclo escolar. Yo fui uno de los muy pocos que continuó. Aun así, no dejé de pensar que lo sucedido con Roberto fue culpa mía, ya que todo esto pasó por pedir leer una obra que le fascinó, al punto de llevar a cabo una hazaña como esa. Me cuestionaba una y otra vez si era un buen maestro que tuvo mala suerte o un idiota ingenuo que no entendió las consecuencias de sus actos. Fue cuando uno de los maestros veteranos me dijo algo que hasta la fecha no he podido olvidar:
-“Mire profe, le voy a decir este secreto para que no se angustie la siguiente vez que suceda algo así. Lo que usted le enseña a sus alumnos lo aprenden, pero lo que no les enseña lo aprenden mejor.”
Al principio no entendía lo que me quiso decir, hasta que supe la vida que le tocó vivir a Roberto. Su padre era un alcohólico agresivo que los golpeaba a él y a su madre; su madre era una mujer sumisa que se dejaba pisotear por su esposo, sólo para que su hijo no tuviese que vivir escenas peores de las que el joven ya estaba acostumbrado a presenciar en su casa. Hubo rumores por parte de los maestros que antes de conocer la obra de Sallinger, el joven pasaba el tiempo mirando la serie, El cartel de los sapos. Una historia televisiva sobre narcos, donde el malo es retratado como bueno y sus acciones están justificadas positivamente. Una vida corta de lujos valía más que una larga de oportunidades buenas; sólo necesitaba un incentivo más fuerte y sin saberlo, se la di en bandeja de plata.
De jóvenes no queremos entender que lo mejor para encontrar el equilibrio entre la vida y el mundo, es dejar que las cosas pasen como tienen que suceder. Siempre queremos lograr cosas extraordinarias, pues en nuestro pensamiento permanece el deseo de hacer la diferencia, aunque sea para alguien más. Pero luego nos decepcionamos cuando ese camino que intentamos crear para nuestros alumnos, resulta no ser el esperado.
El siguiente caso fue un par de años después, con la alumna Rosalba Gutiérrez, una chica muy lista y aplicada pero que tendía a llevarle la contraria a la gente en clases. Fue la oradora de la escuela por dos años seguidos, estaba en el cuadro de honor cada mes, sus notas no bajaban del diez y su dedicación era tan notorio, que incluso cansaba al director. Pero para mí, escucharla en clase era una bendición, siempre decía las palabras correctas al pedir su opinión sobre las obras que leíamos en clases. Para desgracia suya, eso terminó por molestar a muchos, que no tardaron en hacerle notar su molestia, haciéndole todo tipo de torturas sociales y emocionales, agobiando a la chica que muchas veces llegaba a la oficina del director a lado de su madre, quejándose del maltrato que recibía en la escuela. Fue tras recordar lo ocurrido con Roberto, que intenté ayudar a la joven.
Pedí leer en clase la obra de Nataniel Hawtorne, La letra escarlata. El grupo quedó maravillado tras escuchar la descripción que hice de la historia. Rosalba estaba emocionada por leerla y no era para más, mi intención fue tratar de hacerle entender a la chica y su grupo como se sentía ser ella. El resto del grupo comprendió su situación tras la primera semana de encargarles la obra y lograron ser más empáticos con Rosalba. Sin embargo, no imaginé en ese momento que el resto de la escuela ya pensaba mal de ella. La humillación escaló niveles exorbitantes que nadie podía controlar, ni siquiera sus compañeros que la defendían con uñas y dientes. Al final, sucedería lo mismo que con Roberto. La chica llegó un día al salón y me demostró lo feliz que estaba de haber terminado de leer la obra, que me recitó la siguiente frase: “La felicidad es como una mariposa, cuanto más la persigues, más te eludirá. Pero si vuelves tu atención a otras cosas, vendrá y suavemente se posará en tu hombro”. Es cuando una alarma se prendió en mi cabeza. Por desgracia, no se pudo hacer nada.
Un lunes, que todos estábamos en formación, el director, a lado de los padres de Rosalba, estrechados el uno del otro, llorando desconsoladamente, anunció la muerte de la joven. El origen: suicidio. Una noche fue al baño de su casa y tomó la navaja de su padre, con el que se cortó las venas de sus brazos, hasta desangrarse por completo. A la mañana siguiente, su madre la encontró acostada en la tina del baño, machada con su sangre. La chica ya estaba muerta. Ella no tenía televisor, así que no había nada en su casa que pudiera influenciarla a cometer suicidio. Pero sí lo tenía en la escuela. El agobio constante de los estudiantes, las burlas incesantes, todo eso fue suficiente para que se dejara convencer de su situación y provocara su propia muerte. Los jóvenes son esponjas, todo lo absorben y muchas veces, absorben más lo malo que lo bueno.
El siguiente caso sucedió cinco años después, en otra escuela donde impartí la misma materia. Se llamaba Azucena Girón. A diferencia de Rosalba, Azucena no era una chica lista, ni mucho menos aplicada, pero no porque no pudiera aprender algo en clase. La chica era muy indiferente a cualquier maestro que quisiera enseñarle algo. Era coqueta con los chicos, incluso llegó a insinuarme en varias ocasiones. Nunca le di rienda suelta. Tampoco los demás profesores. A pesar de su actitud lasciva y rebelde, logré que se interesara por la lectura. Nuevamente, comprendí una posible señal de advertencia y decidí emplear una literatura menos polémica. Un día expuse la obra de Oscar Wilde, Un marido ideal. La chica no mostró interés como los anteriores casos, hasta que expliqué el contenido de la historia. Es cuando me di cuenta de la verdadera naturaleza de mi estudiante.
Azucena tenía el interés de tener una pareja ideal para ella, veía con su madre y sus hermanas varias telenovelas y películas románticas en Canal 5 y Tv Azteca. La idea de tener al hombre perfecto a su lado despertó en ella un deseo por poseerlo a toda costa. Por eso el acoso constante a los chicos. La obra de Wilde no hizo más que incentivar ese deseo. Sin previo aviso, la adolescente quinceañera contrajo nupcias con su novio, apenas dos años mayor que ella. Los demás maestros y yo no creímos aquello hasta que la joven nos hizo la invitación a mí y a algunos compañeros con quienes tenía una estrecha amistad. El día de la boda se le notaba la sonrisa de par de par en su rostro, los ojos brillantes de felicidad. Debía mostrarme igual de feliz, todos debíamos estarlo.
Por desgracia, la pareja no duró más de un año. El esposo resultó ser celoso y agresivo, que una noche, tras un arranque de ira por los supuestos rumores de una posible infidelidad, arremetió contra Azucena a golpes, hasta matarla. La noticia de su muerte llegó tres días después a la escuela. Al chico lo atraparon y encerraron de por vida. Todo el mundo no daba crédito a lo ocurrido, más no ocultaban que algo así pudiese suceder tarde o temprano. Es cuando recordé la frase de Wilde que ella había recitado para mí: “No es el ser perfecto, sino el imperfecto, el que tiene necesidad de amor”. Ella no había aprendido a amar, sino a ser amada, y no de cualquiera, por alguien perfecto, por qué, porque ella no se consideraba igual.
El siguiente caso sucedió empezando este ciclo escolar, el más fuerte que me ha tocado hasta ahora. Su nombre, Martín Romero. El chico era muy tranquilo en la escuela, muy aplicado en todas sus clases, eso siempre representa ser una presa fácil para los abusadores. El joven recibía todo tipo de abuso, físico y emocional por parte de sus compañeros y él no hacía nada por defenderse. Varios maestros intentamos ayudarlo, el director mandó a llamar a sus padres para notificar el agobio constante que Martín padecía en la escuela, mas los padres no podía hacer nada, ya que su hijo no se los permitía. Lo más lógico sería debido al miedo que sufría por parte de sus acosadores, que la vergüenza que pudiese sentir por sus progenitores, al no saber defenderse.
Ese principio de año no pasábamos por un buen momento los maestros, la secretaría de educación nos había rebajado el sueldo por razones administrativas, por lo que cada día que iba al trabajo se respiraba una tensión que no nos cabía a nadie.
No recuerdo qué estaba pensando en ese momento, pero recuerdo que la primera obra que dejé encargada fue Rabia de Stephen King. El chico, con su situación viviendo por un par de años en ese momento, vio la historia como un alivio en su vida. El resto de sus materias los pasaba por alto para leer la novela. A Martín le bastó una semana terminar de leerlo. Los ojos del chico brillaban como una llama a punto de elevarse por el cielo. Fue cuestión de tiempo, para que ese fuego se volviese un incendio.
Tres semanas después, su vida retomó la rutina de siempre, con sus compañeros agobiándolo siempre, sólo que esta vez, Martín respondería drásticamente. Reviviendo la historia de King, el chico aprovechó su clase Biología para irse contra la maestra Rosario, con un cuchillo pequeño que tenía guardado en el bolsillo de su pantalón, le rebanó el cuello de par en par. La profesora cayó al piso, desangrándose por completo. El grupo quedó estupefacto con la reacción de su compañero, nada podían hacer los alumnos para ayudar a su profesora. Martin aprovechó el terror de los demás para cerrar puerta y ventanas del salón.
Pasaron cinco minutos cuando la escuela entera se enteró de lo que Martín hizo, alumnos y profesores observamos al chico andar de un lado hacia el otro, parecía animal enjaulado, con varias presas a su disposición. El director intentó persuadir al chico pero él se resistía a cualquier negociación que intentaran ofrecerle. Varios de los rehenes trataron de escapar tontamente, sólo para recibir el tiro de gracia por parte de Martín, que manejaba una escopeta de caza, aparte de otras armas que tenía guardada en su mochila. Es cuando llegó la policía, que el chico sintió no tener escapatoria. Aprovechó que estaba presente, cuando Martín les recitó sus compañeros una frase de la obra de King: “La locura es sólo cuestión de medida, y hay mucha gente, aparte de mí, que siente el impulso de hacer rodar cabezas”. Se colocó la boquilla de la escopeta en su boca y disparó, volándose la tapa de los sesos. Lo había planeado por semanas, resultaría ser su gran final, con todos viendo.
A pesar de ese amargo suceso, la escuela continuó el ciclo escolar, no había más que hacer, los alumnos debían estudiar y nosotros los maestros debíamos trabajar. Era el transcurso de la vida que no podíamos parar, por nada ni por nadie. Después de una década atendiendo alumnos de todas las clases y niveles, me acostumbré a esperar siempre lo peor. Como dije antes, es un mundo de muchas caras; al final, no alcanzas a recordar a nadie. Sólo te viene a la memoria la sensación de lo que pasó, como también de lo que pudo pasar. Pero ya no me angustio, con tal, lo que les enseño será superado por alguien más, o en este caso, algo más.