Alfonso Reyes (México) - La cena

Corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. - Alfonso Reyes. La cena

La cena

Alfonso Reyes
(México)

La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.

Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?— pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

Alfonso Reyes escribió “La cena” en 1912, cuando tenía apenas 23 años. Es uno de los primeros relatos del autor y una de las piezas fundacionales del fantástico mexicano moderno, anticipando el tono inquietante de autores como Rulfo o Arreola. Borges admiró su estilo y lo consideró “un maestro del matiz invisible”.

La hora del espejo:
desdoblamiento y fatalidad en ‘La cena’ de Alfonso Reyes

B. Itzamná

Abstract:
Este ensayo propone una lectura simbólica y metafísica de “La cena” (1912) de Alfonso Reyes, entendiendo el relato como una meditación sobre el tiempo, la identidad y la fatalidad. A través de seis secciones, se examinan los principales motivos del cuento —la carrera nocturna, las figuras femeninas, el banquete, el retrato y las campanadas— como manifestaciones del desdoblamiento del yo y de la circularidad temporal. La interpretación sugiere que Reyes transforma lo cotidiano en escenario del misterio, anticipando el tono del realismo fantástico latinoamericano. El texto argumenta que “La cena” funciona como un espejo literario donde la experiencia del protagonista refleja la condición humana frente al destino y la memoria. Finalmente, el ensayo sostiene que la literatura de Reyes se erige como un espacio de mediación entre lo visible y lo invisible, donde la palabra actúa como ritual de autoconocimiento y trascendencia.

Corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora.
- Alfonso Reyes. La cena

Entre la vigilia y el sueño: el umbral de la realidad
(El tránsito inicial como metáfora del desconcierto existencial.)

Desde las primeras líneas de “La cena”, Alfonso Reyes instala al lector en una atmósfera incierta, donde los límites entre la realidad y la ilusión comienzan a desdibujarse. El narrador —que comparte nombre con el autor, Alfonso— corre por calles desconocidas, guiado por una urgencia supersticiosa, como si obedeciera a una cita predestinada más que a una voluntad consciente. “El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos”, confiesa, y en esa frase se cifra el tono del relato: el mundo exterior actúa como una prolongación del alma, un espacio donde lo psicológico y lo físico se funden.

La ciudad que atraviesa no es una urbe reconocible, sino una especie de laberinto luminoso, un escenario donde los relojes, las luces y las glorietas funcionan como símbolos del tiempo y de la repetición. Las “serpientes de focos eléctricos” que danzan frente a sus ojos no son meros detalles urbanos: son imágenes del desvarío, de un tiempo que serpentea, se bifurca y se persigue a sí mismo. Desde ese comienzo, Reyes anuncia un universo en el que lo racional se diluye y lo cotidiano se torna espectral.

El protagonista corre porque presiente la fatalidad del tiempo. Si las nueve campanadas lo sorprenden sin llegar a la puerta, “algo funesto acontecerá”. El reloj, entonces, deja de ser un simple marcador de horas para transformarse en un instrumento de destino, una presencia casi divina que regula el tránsito entre mundos. Cada campanada parece acercarlo no solo a una casa, sino también a una revelación. En este sentido, el cuento puede leerse como una odisea interior, una búsqueda del propio reflejo a través del laberinto de la conciencia.

Reyes logra que lo fantástico no aparezca como una irrupción sobrenatural, sino como una alteración sensible de la realidad. Todo lo que ocurre podría explicarse por el sueño, la sugestión o la locura, y sin embargo, en ese margen de ambigüedad, se abre lo misterioso. Esa frontera entre lo posible y lo imposible es precisamente el terreno donde florece la inquietud metafísica del cuento. La experiencia del narrador —que corre sin saber hacia dónde ni por qué— representa la condición humana ante el enigma del tiempo y de la muerte: corremos, ansiosos, hacia una cita cuyo sentido desconocemos.

En “La cena”, el espacio urbano se vuelve onírico y simbólico. No es un lugar físico, sino un territorio mental, un espejo que multiplica los relojes y las torres hasta el vértigo. Cuando el protagonista dice: “recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio”, la memoria se convierte en otro laberinto dentro del laberinto: un eco que repite lo vivido como si el tiempo no fluyera, sino que girara sobre sí mismo. Reyes logra así un relato donde cada paso es una entrada en el sueño, y cada sueño, una puerta hacia el pasado.

El personaje llega finalmente a su destino, pero el lector intuye que ha cruzado algo más que una puerta. Ha entrado en el dominio de lo incierto, en ese umbral entre la vida y la sombra, donde las percepciones vacilan y el alma se mira a sí misma a través del reflejo de lo desconocido.

“Sus miradas paralelas me hipnotizaron desde los primeros instantes.”

El rostro desconocido: mujeres, destino y fatalidad
(Doña Magdalena y Amalia como símbolos del tiempo y de la revelación.)

En el corazón del relato aparecen Doña Magdalena y Amalia, figuras femeninas que encarnan el misterio del tiempo y del destino. Desde su primera aparición, las dos mujeres parecen existir fuera del orden real, como si pertenecieran a una dimensión distinta de la del narrador. Él llega a la casa guiado por una invitación anónima, y lo recibe una voz que pronuncia su nombre con familiaridad: “—Pase usted, Alfonso.” Esa frase inaugura un segundo mundo, donde la identidad comienza a confundirse. ¿Cómo pueden conocerlo? ¿Quién lo ha convocado? A partir de ese momento, el protagonista se adentra en un espacio que ya no obedece a las leyes de la lógica, sino a las de la fatalidad.

Amalia y Doña Magdalena no son simplemente anfitrionas; son guardianas del misterio. Vestidas de negro, con gestos ceremoniosos y palabras medidas, representan el arquetipo de las mujeres que en la literatura simbolizan la frontera entre la vida y la muerte: como las Parcas griegas, son testigos del destino que se teje y se cumple ante los ojos del hombre. Su actitud está cargada de una ambigua piedad, una mezcla de compasión y poder, que somete lentamente al visitante a una fascinación hipnótica. Desde el momento en que él las contempla, “sus miradas paralelas” lo atrapan y lo convierten en parte de un drama que ya estaba escrito.

La conversación entre ellos transcurre con una naturalidad inquietante. Lo doméstico y lo sobrenatural coexisten sin choque, como si el misterio se hubiera vuelto parte del ritual cotidiano. Reyes construye lo fantástico desde lo íntimo, desde el gesto y la voz, sin necesidad de recurrir a apariciones ni sucesos extraordinarios. La extrañeza proviene del tono, del ritmo, de la sensación de que las palabras esconden otra historia detrás. El narrador siente que “todas las frases comenzaban a volar como en redor de alguna lejana petición”, lo que sugiere que las mujeres lo han llamado para algo más que cenar: lo han llamado para cumplir un destino.

Amalia, la hija, adquiere un papel especialmente simbólico. Su rostro refleja “una expresión marcada de piedad”, pero en ella la piedad se mezcla con una especie de deseo reprimido o melancolía ancestral. Cada vez que mira más allá del narrador —“sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas”— parece contemplar una presencia invisible, un eco del pasado que vuelve a manifestarse. Esa mirada suspendida, que no se dirige al hombre sino a lo que está detrás de él, funciona como un espejo invertido, donde se proyecta el alma del visitante, su sombra o su doble.

Doña Magdalena, por su parte, cumple el papel de figura materna del destino. Representa la voz de la autoridad del pasado, la que conoce lo que el protagonista ignora. Cuando dice: “Aún falta lo más terrible”, no habla solo de una anécdota, sino del reconocimiento inevitable que aguarda al invitado: la revelación de sí mismo. Así, madre e hija funcionan como dos aspectos de una misma fuerza —el tiempo— que observa, juzga y guía al protagonista hacia su reflejo final.

En este sentido, Reyes convierte el encuentro con las dos mujeres en una ceremonia simbólica de iniciación. El protagonista, al igual que en los antiguos ritos, atraviesa la prueba de lo desconocido, asistido por figuras femeninas que ofician el tránsito entre mundos. No es casual que la escena transcurra en una casa: el espacio doméstico se transforma en morada del alma, en recinto del misterio donde el visitante debe enfrentarse a su verdad más profunda. Cada palabra, cada gesto, cada mirada prepara el desenlace donde el tiempo revelará su rostro.

El misterio femenino, en Reyes, no es sólo erótico ni maternal: es metafísico. Amalia y Doña Magdalena son las mediadoras entre el mundo visible y el invisible, entre la vida y la memoria, entre el hombre y su reflejo perdido. Al cruzar la puerta de su casa, el protagonista ha entrado en la región donde lo cotidiano se disfraza de eternidad.

La cena como rito espectral: el banquete de los muertos
(El acto de comer y conversar con los espectros como comunión con lo ausente.)

En la tradición literaria occidental, el banquete ha sido desde Homero una escena de comunión, pacto y revelación. En La cena, Alfonso Reyes traslada ese motivo ancestral a un territorio espectral, donde comer deja de ser un acto cotidiano para convertirse en un rito de iniciación ante la muerte. El protagonista, invitado a cenar por el enigmático capitán, atraviesa la frontera entre lo visible y lo invisible. La comida que comparte no alimenta el cuerpo, sino la memoria y el presagio. En esa mesa no se cena para vivir, sino para recordar; no se conversa para entender, sino para escuchar la resonancia de lo que ya está perdido.

Desde el inicio de la escena, Reyes introduce una atmósfera de anacronismo. Los objetos parecen tener una vida que no corresponde al presente, las voces suenan como ecos suspendidos en una temporalidad confusa. La narración se desliza entre lo doméstico y lo fúnebre: la luz de las velas, las sombras en movimiento, los gestos lentos de los comensales. Todo sugiere una liturgia del tiempo. El protagonista come, pero en realidad participa de un banquete ceremonial, una especie de eucaristía invertida donde los vivos y los muertos comparten el mismo pan.

El acto de cenar, en este contexto, es una forma de aceptación: aceptar la invitación es reconocer que ya se pertenece al mundo de los otros, de los que han cruzado el umbral. El narrador lo siente, pero no lo nombra; su desconcierto es una manera de preservar la ilusión de estar aún en el lado de los vivos. Reyes, con su estilo sobrio y elegante, logra que lo fantástico emerja sin ruptura: la conversación se vuelve cada vez más ambigua, los silencios se alargan, y el lector percibe que el tiempo de los vivos y el de los muertos se han confundido por completo.

La cena, por tanto, no es un acontecimiento externo, sino un rito de pasaje interior. En el relato, comer equivale a integrarse en una memoria ajena, y las palabras que se pronuncian tienen el peso de lo irrevocable. Al igual que en los banquetes de las tragedias griegas o en las cenas de los fantasmas de Poe, lo que se comparte no es el alimento sino el destino. El protagonista, sin saberlo, asiste a su propia conmemoración. Reyes parece decirnos que, cuando uno se sienta a la mesa del pasado, es porque ya pertenece a él.

“El espejo no devuelve un rostro, sino la certeza de haber sido otro.”

El retrato y el doble: la identidad como espejo roto
(El desenlace y el reflejo del protagonista en la imagen del capitán.)

En el clímax de La cena, la aparición del retrato funciona como una revelación que disuelve las últimas fronteras entre la realidad y la alucinación. Todo el relato parecía girar en torno a un misterio difuso, pero es ante la imagen pintada del capitán cuando el protagonista comprende —tarde y sin palabras— que su destino estaba sellado desde el principio. El retrato, más que una representación, es un espejo que devuelve una identidad fracturada. En él se condensan los ecos del pasado, la mirada del otro y el temblor del reconocimiento.

Alfonso Reyes convierte el retrato en un símbolo del doble, un motivo que atraviesa la literatura universal: del Retrato de Dorian Gray de Wilde al espejo que condena a los personajes de Hoffmann y Poe. Pero en Reyes, el desdoblamiento no nace de la vanidad o del pecado, sino del desconcierto ante el propio tiempo. El protagonista se ve reflejado en una figura que lo precede y lo contiene, como si hubiera estado destinado a ocupar un lugar ya vacío. La identidad, en este punto, se revela como una herencia espectral. No somos lo que creemos ser, sino lo que otros soñaron, recordaron o dejaron pendiente en nosotros.

El retrato, al mismo tiempo, revela la dimensión estética del cuento: es la pintura dentro de la literatura, la imagen que congela la fugacidad del relato. Cuando el protagonista reconoce el parecido con el capitán, el tiempo se detiene; la narración se congela, como si la tinta imitara la quietud del óleo. Reyes logra así un efecto de autorreflexividad artística: el cuadro es también el texto, el marco es la narración misma, y el lector, como el invitado, se enfrenta a su propio reflejo al mirar. La literatura, sugiere el autor, es el verdadero espejo en que se reflejan los muertos.

Ese instante de reconocimiento es también un momento de pérdida. El yo se descubre como copia, y toda certeza se desvanece. El retrato es, finalmente, la metáfora de un alma que ya no puede distinguir entre su rostro y el de su sombra. Cuando el narrador siente que el capitán y él son el mismo, el lector entiende que la cena no fue más que un ritual de sustitución: el vivo ha tomado el lugar del muerto. La pintura se vuelve tumba y espejo a la vez, donde la imagen del ser se confunde con la de su destino.

El círculo del tiempo: la huida y las campanadas
(El retorno al punto inicial como cierre del ciclo y confirmación del destino.)

El relato de Alfonso Reyes se cierra con un retorno a la ciudad nocturna y a las calles desconocidas que ya habíamos visto al inicio. La misma tensión de la primera escena reaparece, pero ahora cargada de una intensidad metafísica diferente: el protagonista no corre solo contra la hora, sino contra su propio destino y contra el eco del encuentro que acaba de vivir. La repetición de las calles, los focos y los relojes confirma la idea de un tiempo cíclico, en el que la vida y la muerte, la memoria y la percepción, se persiguen sin pausa. Como si las campanadas de los torreones marcaran no solo la hora, sino la inevitabilidad de un ciclo que se cierra sobre sí mismo.

El protagonista corre con los ecos de la cena aún en la mente, y la ciudad parece obedecer a un ritmo predestinado, un compás que él solo puede seguir, sin comprender del todo. Las luces de las glorietas y los relojes iluminados se convierten en testigos silenciosos de la experiencia espectral que acaba de vivir; cada campanada es un recordatorio de su propia mortalidad y de la fugacidad de la identidad. Reyes juega con la ambigüedad del tiempo: lo que se percibe como un regreso al mundo real es, en realidad, una prolongación de lo fantástico, un reflejo invertido donde el espacio y la memoria se confunden.

El ciclo se completa con el detalle del reencuentro con la puerta familiar, que se convierte en un símbolo de estabilidad, pero también de resignación. La tabla de la puerta, las hojas caídas y la florecilla modesta indican que la vida continúa, que la rutina persiste, mientras el misterio permanece inalterable. El protagonista se halla en un punto de equilibrio precario: ha sido testigo de un ritual espectral, ha mirado su reflejo en la figura del capitán, y ahora regresa a la ciudad, cargado con la memoria de lo que no puede comprender ni alterar. La experiencia lo ha transformado, pero esa transformación es silenciosa, invisible, y solo perceptible en el ritmo alterado de su respiración y en la intensidad de sus percepciones.

En esta sección final, Reyes articula un juego de espejos y ecos, donde la huida y la llegada se confunden. La repetición de la carrera, la confrontación con las calles iluminadas y las campanadas metálicas refuerza la idea de un destino inevitable, un ciclo que no se interrumpe, sino que se refleja a sí mismo. La noche deja de ser un mero telón de fondo; se convierte en protagonista, un espacio donde el tiempo se curva y los acontecimientos se repiten con variaciones infinitesimales. Cada elemento —luces, sombras, relojes— cumple la función de un marcador temporal y existencial, indicando que el relato ha transitado de la vigilia al sueño, de la realidad a la memoria, y de la memoria a la conciencia de la fatalidad.

La última imagen, con la florecilla modesta en el ojal y las hojas sobre su cabeza, funciona como símbolo de resistencia y continuidad. A pesar de la confrontación con lo espectral y lo imposible, la vida persiste, y con ella la capacidad del hombre de registrar, recordar y asumir su propia temporalidad. La huida no es un escape: es la confirmación de que el ciclo continúa, de que la experiencia ha dejado su marca y de que, en algún nivel, el protagonista y el lector han sido convocados a reconocer la dimensión inmutable de la existencia.

“La literatura de Alfonso Reyes nos devuelve nuestra propia imagen, reflejada en el tiempo y en los ojos de los otros.”

El espejo de Alfonso Reyes o la literatura como desdoblamiento

La cena de Alfonso Reyes nos deja frente a un espejo múltiple, donde lo real y lo imaginario, lo presente y lo ausente, se reflejan y se entrelazan hasta perder contornos definidos. Desde la carrera inicial por las calles desconocidas hasta el retorno final bajo las campanadas, el relato construye un espacio en el que la identidad se fragmenta y el tiempo se curva sobre sí mismo. Reyes nos muestra que la literatura no solo narra hechos, sino que propone experiencias de percepción, escenarios donde el lector puede sentir la tensión entre la vigilia y el sueño, entre el recuerdo y la premonición.

Cada elemento del cuento —las mujeres, el banquete, el retrato, las luces y las sombras— funciona como un instrumento de desdoblamiento. El protagonista no solo presencia la historia: la vive como un acto iniciático, que lo confronta con su doble y con la huella de los muertos. La escritura de Reyes, precisa y matizada, logra que la fantasía se vuelva plausible y que lo imposible se perciba como cotidiano, creando un efecto de realismo fantástico adelantado a su tiempo. Su dominio del ritmo y la atmósfera genera una lectura donde el lector también se siente envuelto en el ritual de la memoria y el destino.

El desdoblamiento no es solo un recurso narrativo: es una reflexión sobre la naturaleza del tiempo, la identidad y la memoria. En La cena, la literatura se convierte en un espejo que refleja lo que somos y lo que podríamos haber sido; nos recuerda que nuestras acciones y nuestra historia están siempre vinculadas a los ecos del pasado y a los posibles futuros. Reyes, con apenas 23 años, anticipa en este relato muchas de las preocupaciones del fantástico mexicano moderno: la ambigüedad de la realidad, la presencia de lo espectral en lo cotidiano y la tensión entre la experiencia sensorial y la percepción del destino.

Finalmente, la obra invita a contemplar la literatura como un espacio de mediación entre lo visible y lo invisible, donde los personajes y los lectores comparten la responsabilidad de reconstruir la realidad a partir de fragmentos, sombras y recuerdos. En este sentido, La cena no es solo un relato de misterio y fatalidad, sino un ejercicio filosófico sobre la existencia, la memoria y la inevitabilidad de los ciclos que nos atraviesan.

Bibliografía

· Reyes, Alfonso. La cena. En El plano oblicuo y otros cuentos. México: Fondo de Cultura Económica, 1989 [1912].

· Reyes, Alfonso. Obras completas, Vol. I. México: Fondo de Cultura Económica, 1955.

· Borges, Jorge Luis. Otras inquisiciones. Buenos Aires: Sur, 1952.

· Paz, Octavio. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

· Pacheco, José Emilio. “El origen del cuento fantástico mexicano: Reyes y La cena.” En Inventario literario. México: Era, 1983.

· Monsiváis, Carlos. “Alfonso Reyes: entre el espejo y la ironía.” En Amor perdido. México: ERA, 1977.

· Glantz, Margo. “El espejo en la narrativa de Alfonso Reyes.” Revista de la Universidad de México, núm. 42, 1972.

· Zamora, Martha. La fatalidad en el cuento mexicano moderno. México: UNAM, 1998.